Cuento

15/9/2014

Los dos soles de Clara Miller

blog-post-image

Cuento

La casa McLean

1116 24



" ... y el estanque profundo y fétido, situado
a mis pies, se cerró tétrica y silenciosamente
sobre los restos de la Casa de Usher"

Edgar Allan Poe (1809-1849)

 

A Fredo le gustaban las comedias. Tal vez fue George Bernard Shaw su principal autor. De hecho, varias obras podían encontrarse en su pequeña pero muy nutrida biblioteca personal. De a ratos, en sus momentos libres, tomaba una, la leía en parte y luego la dejaba tirada por allí y más tarde retomaba la lectura con otro libro. Era su costumbre. Claro, en realidad ya las había leído cientos de veces, a todas y cada una de ellas, pero siempre elegía la que se adaptaba en forma más precisa al momento que le tocaba vivir. Esa era su rutina ociosa, si es que la había, ya que su trabajo le tomaba bastante tiempo adicional de sus ratos libres, ya sea por llamados para consultas fuera de hora o bien alguna idea que debía plasmar en un cuaderno o su computadora portátil.

Recordaba siempre como su hermano le decía repetidamente (las pocas veces que lo veía) … “siempre leyendo esas porquerías, debes actualizarte, ves … éste es un escritor que vale la pena” … (mostrándole un ejemplar de Voces de un mundo distante, de Arthur Clarke) … Fredo reía, puesto que no era su género preferido, aunque sí, reconocía que dentro del modernismo o mejor dicho futurismo que Clarke proponía, no había muchos que se le aproximaran, en los tiempos actuales, claro está.

Pero ahora su hermano estaba lejos, allá, en Buenos Aires. Y él, por cuestiones netamente laborales, se encontraba solo, sin la proximidad de su familia a unos quinientos kilómetros de casa, en alguna ciudad importante de la Provincia de Buenos Aires. Cada tanto, una vez al mes, viajaba a visitarlos, pero en estos momentos, se encontraba en ese período en que no podía despegarse ni un segundo de sus ocupaciones.

Aquel día, era feriado, el veinticinco de mayo. Eso creo. En realidad se me escapa en el tiempo la fecha exacta, porque sucedió hace unos diez años, aproximadamente. Lo cierto es que me lo contaron una vez. Alguien, de quien no voy a revelar el nombre, para no comprometerlo, pero tengo la certeza que lo que relataré ha sucedido tal cual será expresado.

Y ojo que yo no lo conocí a Fredo (su nombre era Francisco Gabriel Quevedo), pero me contó ésta persona, que si tuvo una estrecha relación con él, que no era de aquellos que le gustaba decir una cosa por otra para llamar la atención. En fin, sería necesario algún otro tipo de acción para corroborar fehacientemente los hechos, pero les aseguro que no estoy dispuesto a tomarlas.

En cierta forma, todo esto me recuerda a aquél personaje de Irene y su hermano en esa composición tan perfecta de Cortázar que se aproxima a algún misterio similar que encontraremos en esta historia. Allá no había explicación alguna para esos hechos, aquí, tal vez. En fin, a fuerza de diferencias o similitudes se emparentan las historias. Aunque tenemos claras similitudes que generalmente nos hacen ver cuáles son esas diferencias. Y sino, veamos lo que sucedió aquél día, donde Fredo fue protagonista de un hecho más que sorprendente.

Como todos los feriados, y sobre todo en los pueblos del interior, la gente, si el día acompaña, sale a las calles, plazas y todo lugar público donde pueda disfrutar de la jornada. Era costumbre allí, en esa ciudad, o pequeña ciudad si se quiere, en los meses de invierno, ir a tomar el clásico chocolate a la mansión McLean. Y aquella no fue la excepción. Claro, en los primeros tiempos, Fredo no tenía ni la más mínima idea de aquél evento. Fue casi por casualidad, cuando el encargado del edificio donde vivía le hizo el comentario. Y precisamente no encontrando un actividad demasiado productiva en su enfermiza lectura, decidió dar cuenta de ello.

La casa quedaba a cuatro cuadras de su departamento, frente a la plaza principal de la ciudad, o sea, como es costumbre, junto a la municipalidad, y enfrentada a la iglesia y tal vez al banco. Ocupaba un predio de una hectárea completa (o manzana como le decimos nosotros). Todo el frente tenía una cuadra y estaba ocupado por jardines espléndidamente conservados, vaya a saber por quién.

Podríamos dividir el terreno en dos partes bien diferenciadas. Los frentes bordeado por rejas imponentes, si se quiere, de unos cuatro metros de alto y formando un perímetro de toda la mansión; y los fondos que resguardaban quizás un inmenso parque. Y digo quizás porque no se podía ver nada ya que un paredón de la misma altura que las rejas circundaba el terreno. En la primera mitad estaba la casa, hacia el frente. Tenía una puerta principal vidriada, con hierros y vidrios esfumados, con un cortinado que no permitía la visión hacia el interior. Era de una arquitectura exquisita, un clásico estilo de mediados del siglo XIX. Tenía tres plantas, la baja, un primero y segundo pisos, llenos todos de ventanas y ventanales altos, de estilo antiguo.

Luego de unos años de cruzarme con esta historia, debo reconocer que despertó mayormente mi curiosidad y decidí realizar, no digo una investigación, pero si interiorizarme algo más profundamente en los orígenes de la mansión.

Pude encontrar que fue construida en la década de 1860, por un importantísimo hacendado del lugar, un hombre venido de Inglaterra en los años de 1840: Gregor Thomas McLean. El hombre cosechó una gran fortuna, y construyó la mansión para vivir allí con su familia: su esposa Claire y sus dos hijas argentinas Miriam y Judith. Cuentan los escritos que vivieron allí hasta fines de la década de 1880, cuando la esposa de Gregor falleció de Tifus y las hijas ya habían emigrado a Inglaterra. Gregor en esa época vivió solo, y se le atribuyen algunas actividades no tan sanctas, acerca de las cuales no pude hallar mucha información. Lo cierto es que el viejo McLean desapareció sin dejar rastro, murió tal vez, hacia fines de 1894; no existe información alguna acerca de su destino. La mansión nunca fue reclamada por sus herederos, sus hijas nunca más aparecieron y finalmente en 1914 pasó a manos de la municipalidad de la ciudad que intentó establecer allí su dependencia central.

Vaya a saber uno porqué, este último hecho nunca se llevó a cabo. La casa permaneció cerrada desde ese tiempo, solamente cuidada por un casero que rara vez se lo veía en los alrededores, solamente en contadas oportunidades.

Pero bien, hoy en día, aún pertenece a la municipalidad. También hoy en día existe un casero (tal vez pagado por ésta) y aún continúa cerrada, excepto en los días de festividad, como ser el que vamos a describir a continuación.

En ese día, Fredo llegó a la casa a eso de las cinco y media de la tarde, encontrando los jardines de enfrente repletos de gente, inclusive el hall principal de la mansión que siempre se habilitaba para este fin. Allí ingresó y tomó de inmediato una taza de chocolate de la inmensa mesa que se había colocado en el centro del salón. Ahora bien, una cosa es mencionar dicho salón y otra muy distinta describir su magestuosidad. Era un recinto de unos cincuenta metros de ancho por unos treinta, con una enorme puerta de hierro de fundición y vidrio repartido. Enormes ventanales y no quieran ustedes imaginarse el tamaño de esas arañas que colgaban del techo iluminando todo el ambiente de una forma maravillosa. Cientos, tal vez miles de lamparillas no dejaban rincón sin luz en aquél espectáculo digno de una obra maestra de Hollywood. Sobre ambos costados del salón, se apreciaban unos inmensos espejos y muebles de estilo francés del siglo XIX que parecían recién traídos de la fábrica. Un sinfín de detalles complementaban el mobiliario del lugar, hecho que llamó la atención de Fredo que comenzó a analizar minuciosamente cada uno de ellos, hasta que se detuvo en la enorme escalera de mármol de carrara que, enfrentada a la puerta principal de acceso, llevaba al nivel superior de la mansión.

Justo allí, en el descanso de la enorme escalera, había una mesa y una silla, ocupada por un hombre de unos sesenta años, que admiraba todo el panorama en forma silenciosa y sin relacionarse con ningún invitado al ágape. Tal vez impulsado por el hecho que él también estaba solo y no tenía nadie con quien conversar, fue que Fredo se aproximó al hombre y tras una seña pidiendo permiso, subió la primera parte de la escalera hasta llegar al descanso donde estaba aquél hombre.

- Cabañas señor, Juan Remigio Cabañas –respondió ante la pregunta de Fredo con un fuerte acento paraguayo.

- Mucho gusto, mi nombre es Francisco, me llaman Fredo. ¿Es usted el casero de esta maravilla?

- Pues, podría decirse que sí.

- Me imagino lo que puede haber allá –señalando a la parte superior de la escalera- si aquí tenemos lo que está a la vista.

- Y sí, hay cosas realmente interesantes.


- Es una lástima –lanzó Fredo- que no pueda visitarse.

- ¿Y eso quién lo dice?

- ¿Perdón? –Respondió Fredo sorprendido- ¿Está habilitado el acceso al resto de la mansión?

- Le repito, ¿Quién le dijo a usted que no lo está?

- Bueno, lo supuse al ver a la gente aquí amontonada y a usted en una clara posición de custodio del acceso a la planta superior.

- Eso no significa que alguien pueda subir a recorrer sus maravillas, mi amigo.

- Debo reconocer que su actitud ha despertado en mi cierta, digamos ¿Curiosidad?

- La curiosidad mató al gato, mi amigo –respondió Cabañas- para subir allí es necesario algo más que curiosidad.

- Bueno, usted se refiere tal vez a tener algún tipo de espíritu de necesidad cultural, capacidad de asombro, veamos, ¿Interés en conocer algo nuevo?

- No.

- No entiendo don Cabañas, no se me ocurre que es lo necesario tener aparte de lo que mencioné y por supuesto cierto vestigio de curiosidad.

- Necesita tener las pelotas bien puestas.

Hubo silencio durante unos segundos. En ese lapso Fredo miró fijamente a Cabañas y luego se explayó:

-¿Tan impactantes son las maravillas que la mansión McLean encierra?
- Es posible. También es posible que no se asombre en lo más mínimo. Todos los aspectos están abiertos. Solo necesita lo que le acabo de mencionar.

- Debo reconocer –agregó Fredo ahora con más interés de subir- que con su afirmación ha despertado usted mi necesidad de conocer nuevos horizontes.

- Mientras tenga lo que le dije antes, no hay problema, el camino está libre. Pero lo veo medio dubitativo, tal vez no le aconseje subir.

- Noto don Cabañas que con esta última afirmación lo que está intentando es que definitivamente tome la decisión de subir. Y sabe una cosa, voy a tomar el guante. Siento que estoy dispuesto a hacerlo ya mismo, si usted me lo permite, por supuesto.

- Ya le dije, el camino está abierto, solo debo, si realmente está decidido, hacerle dos advertencias únicamente para que no se pierda en la casa.

- Lo escucho.

- Primera, cuando recorra sus pasillos, siempre que tenga alguna duda hacia donde seguir su camino, debe tomar a la derecha. Siempre a la derecha, así nunca podrá perderse. Y la segunda y muy importante: la única salida de esta casa es por el mismo lugar por donde ingresa –señalando hacia abajo y arriba- recuérdelo: por esta escalera.

- Todo clarísimo.

- Ahora mi amigo, puede subir, yo estaré esperándolo en este mismo lugar.

Luego de esto, Fredo comenzó a ascender por la parte superior de la escalera, la que no era visible desde el salón central. Arribó al primer piso de la mansión, donde había un salón similar al de la planta baja, con mucho más mobiliario. En el centro, una enorme mesa de roble con decenas de sillas otorgaban al recinto un aspecto verdaderamente impresionante.

Se aceró hacia la ventana, a la misma altura de la puerta de acceso de la planta baja. Corrió las cortinas, pero los vidrios eran del tipo esfumado, con lo cual no pudo ver del frente de la casa más que siluetas de la gente que disfrutaba del chocolate de la mansión McLean. Volvió sobre sus pasos y tomó el corredor hacia la derecha de la escalera, que en aspecto era similar al que emergía hacia la izquierda.

Comenzó su recorrido y en determinado momento encontró dos puertas enfrentadas. Abrió la de su derecha. Encendió la perilla de luz. Una habitación totalmente vacía, sin ventanas ni mobiliario. Probó entonces con la puerta de enfrente. Lo mismo. Totalmente vacía, pero con un enorme ventanal con vidrios y cortinas del mismo tipo y aspecto que el del salón principal. Así se fue sumergiendo en el corredor, encontrando cinco pares más de habitaciones con las mismas características. Ahora el corredor giraba hacia la derecha, sobre los laterales de la calle Balcarce. Hacia ésta, siempre ventanales con el mismo aspecto. Hacia la derecha varias habitaciones con idénticas condiciones que las antes mencionadas. En determinado momento, el corredor ya no estaba iluminado. Podía verse en penumbras que al final del mismo, a unos treinta metros, giraba hacia la derecha. Decidió entonces suspender la recorrida por el mismo y volver al salón principal del primer piso.

Ahora bien, no pueden imaginarse ustedes cuán grande puede ser la sorpresa de una persona ante un hecho de semejante características. Al llegar al gran salón, quedó atónito, petrificado, sin poder moverse y con un escalofrío punzante que le recorrió todo el cuerpo desde la punta de los dedos del pie hasta su cuero cabelludo.

Estuvo unos cinco minutos parado, casi conteniendo la respiración y sin dejar de fijar la vista hacia la escalera. Bueno, en realidad hacia donde algunos minutos atrás había estado esa gran escalera de carrara, ya que sin poder comprenderlo dentro del mundo racional donde su pensamiento se desenvolvía (al igual que el de todos nosotros), la escalera ya no estaba. En su lugar, un perfecto muro, una pared, una masa enorme de material que tenía todo el aspecto de haber estado siempre allí.

Luego de un tiempo, cuando pudo reaccionar se dedicó a estudiarla más detalladamente. La golpeó varias veces y pudo comprobar que era de ladrillos, de material, del mismo componente que el resto de la casa. Inclusive la pintura y el estado, concordaban perfectamente con el resto de las paredes. Era imposible que alguien la hubiese colocado en ese lugar mientras recorría los pasillos.

En un instante comenzó a entender un poco más aquella frase de Cabaña respecto de sus genitales. Fue así que se acercó a la ventana y comprobó que estaba en el primer piso, se veían algunas siluetas en el jardín del frente, aunque menos porque ya estaba anocheciendo.

Decidió de esta forma recorrer el otro pasillo, el de la izquierda. Primeramente y en un aspecto completamente simétrico respecto del otro corredor, encontró los seis pares de habitaciones enfrentadas con las mismas características que las mencionadas con anterioridad. Dobló luego por el corredor hacia la izquierda y en la primera habitación pudo vislumbrar un cambio fundamental: era una cocina. Con una mesa y su silla, un refrigerador, muy antiguo por cierto, de los primeros, una mesada de granito, una cocina a gas, vieja pero reluciente y sorprendentemente una taza de té humeante junto a un pocillo de azúcar con su correspondiente cuchara. Primero abrió una alacena y el refrigerador. Ambos totalmente vacíos, aunque éste último funcionando. Con sorpresa y no queriendo desanimar vaya a saber a quién, colocó dos cucharadas de azúcar y se bebió el té casi de un solo trago. Luego salió de la sala y puso rumbo a la siguiente habitación. Era un dormitorio, con su cama, su mesa de noche con una pequeña lámpara, una mesa con una palangana de porcelana, vacía, sin agua y un ropero vacío. La cama totalmente armada con sábanas de seda, frazada y acolchado. Volvió luego al pasillo y así a la siguiente habitación: un baño. Muy pequeño, tipo toilette, con pileta, una toalla, jabón, retrete y una ducha.

- Muy bien –se dijo a sí mismo- parece que tengo resuelto el problema de hospedaje.

Tras contemplar todo este incomprensible espectáculo volvió al pasillo dispuesto a seguir la recorrida. Lo que encontró luego fue un conjunto de seis habitaciones más, completamente vacías. Hacia la derecha del pasillo de unos tres metros de ancho, siempre estaban los ventanales con vista al lateral de la casa, en este caso sobre la calle San Lorenzo. Pero al final del mismo, girando a la izquierda el panorama cambió radicalmente.

El aspecto ahora, cuando entendía que se encontraba en la parte trasera de la casa, era bastante descuidado. Parecía como si fuese el área de servicios de la mansión y se encontraba solamente iluminado por una lamparilla en su parte central. Hacia el frente continuaba seguramente para comunicarse con el corredor que había tomado primeramente al llegar, el de la derecha, por eso, en su momento pudo vislumbrarlo a oscuras. Ahora tenía hacia la izquierda una enorme puerta de dos hojas de cedro, bastante descuidado y corroído. Hacia la derecha una escalera. También de mármol y pasamanos de hierro de fundición, de unos ochenta centímetros de ancho, con el mismo aspecto de deterioro. Una subía y la otra bajaba.

Pero estaba totalmente a oscuras, buscó vanamente alguna llave de luz pero no la encontró y realmente no se aventuró a tomar alguno de los dos caminos. Fue entonces hacia la puerta de doble hoja. Estaba cerrada con llave. Trató de forzarla pero no fue posible. De esta forma, decidió recorrer las habitaciones de ese sector buscando algún elemento de iluminación. No encontró nada, inclusive algunas habitaciones no tenían luz.

Luego de transcurrido un largo rato sin resultados, se sentó en la escalera a meditar la situación. Estaba casi en penumbras y pudo deducir que quien quiera que fuese, deseaba que pasara la noche en la casa para retomar la historia al día siguiente. Miró su reloj. Eran las ocho y media de la noche. Ya habían transcurrido tres horas desde que llegó a la mansión McLean.

Finalmente se puso de pie y volvió al salón del primer piso. Todo estaba igual. Ahora muy bien iluminado, pero el muro se mostraba impávido ante sus ojos. Hacia el gran ventanal, pudo comprobar los movimientos de la ciudad a esa hora de la noche, las luces de los autos y la plaza y el ruido normal para una ciudad de esas características.

De esta forma volvió hacia la cocina y ya previendo de antemano lo que iba a encontrar allí, directamente no se asombró al ver sobre la mesa un suculento plato con comida bien caliente, un trozo de pan y un vaso de vino con una jarra de agua. Todo con su correspondiente servilleta. Tomó asiento y cenó tranquilamente, colocando al terminar el plato, vaso y cubiertos en la pileta. Así dijo mirando hacia los cuatro costados.

- ¿Tú también te encargas de lavarlos o debo hacerlo yo?

Acto seguido, salió rumbo al dormitorio, previo paso por el baño. Allí miró su reloj, eran las diez. Se quitó los zapatos, el pantalón y el abrigo. Se acostó pensando cuán difícil podría llegar a conciliar el sueño en esa situación.

Error. Durmió tan plácidamente como en mucho tiempo no lo había hecho. Indudablemente pudo descansar, tomando distancia de aquél tedioso despertador que todas las mañanas a las siete lo hacía estremecer sin poder encontrar remedio a dicha desgracia. Al despertarse miró su reloj luego de tomar entendimiento de la situación en que se encontraba: eran las nueve y media de la mañana.

De inmediato, fue al baño y luego de estar en condiciones y antes de ingresar a la cocina a beber la sorpresa que seguramente lo estaba esperando, pasó por el salón para comprobar la existencia del muro. Todo igual, allí estaba. Desde la ventana intuyó perfectamente un desenvolvimiento normal fuera de la casa.

De esta forma fue hacia la cocina, encontrando una taza de café, una pequeña jarra de leche caliente y tostadas de pan con manteca y mermelada de damascos. De la vajilla de la noche anterior, ni noticias. Una vez terminado su desayuno, puso rumbo hacia la escalera de atrás. Sin dudarlo bajó por ella hacia lo que estimaba era la planta baja. Solo debía encontrar otro acceso hacia la parte delantera de la casa.

Pero este acceso no existía. La escalera daba a un pequeño recinto, donde había una puerta de madera, también de dos hojas y a la misma altura que la del primer piso. También estaba cerrada con llave. Hacia el lado opuesto, o sea hacia los fondos de la casa había un corredor iluminado con luz natural que venía desde la derecha del mismo. Hacia allí fue. Encontró una ventana de dos hojas que no tuvo ningún inconveniente en abrir. Allí, en lo que sería un pulmón de la casa con un muro hacia su frente de unos cuatro metros de altura que, intuyó, correspondía al muro lateral de la calle San Lorenzo, había un inmenso jardín con plantas y arbustos inmensos, bien verde y lleno de fotosíntesis. Un lugar extremadamente húmedo.

- Y esto –se dijo- ¿Qué hace esto aquí? ¿Cómo crecen las plantas si no llega la luz del sol?

Luego cerró la ventana y tras un gesto de incomprensión siguió su camino. El corredor desembocaba en un baño. Pero no era un baño cualquiera, era inmenso, similar a un vestuario o el que podemos ver en una estación de ferrocarril, por ejemplo. Estaba reluciente. Tenía distintos receptáculos con retretes, varias piletas y unas diez duchas, todo con broncería de primera calidad que brillaba, como si estuviese recién pulida. Decorado con azulejos blancos, muy simples, pero limpios, muy limpios con un perfume en el ambiente de fresquísimo aroma. Se escuchaba correr el agua. Eran los retretes que en forma automática y periódica dejaban correr un torrente, como para mantenerlo siempre limpio.

Hasta allí llegaba el camino. No había, en apariencia ningún otro pasillo donde continuar. Volvió entonces hasta la escalera, dentro de la casa y recorrió toda la planta baja. Nada. Volvió nuevamente al gran baño y allí casi por casualidad encontró, en el último receptáculo, en un costado, muy disimulada, una puerta. Estaba sin llave. La abrió y daba a un corredor hacia la izquierda. El corredor estaba oscuro aunque se veía iluminado en el fondo, hacia la derecha. Lo recorrió y tras unos diez metros desembocó en una bifurcación en forma de letra ‘T’. Hacia la izquierda, oscuridad total y un hedor rancio y frío. Tomó entonces, recordando las indicaciones de Cabañas, hacia la derecha. Luego de recorrer unos ocho metros desembocó en el fondo de la casa, sobre una plataforma de cemento de unos tres metros de largo por cuatro de ancho.

Ahora bien, el aspecto del lugar era muy misterioso. A su izquierda había una pared, recta, de unos dos metros de alto y que terminaba en el fondo del terreno, sobre el paredón de la calle Príngles. Hacia el frente y la derecha era un enorme patio o pileta de un cuarto de hectárea aproximadamente, todo cubierto con agua. Pero no era un agua normal. Ésta era totalmente negra. Hizo un cuenco con sus manos y la palpó. A simple vista era totalmente transparente, pero en el conjunto se veía negra. Vaya a saber qué tipo de pigmento contenía para tan curiosa coloración.

Fue en ese momento, mientras contemplaba el líquido (no se atrevía a llamarlo agua) que lo escuchó por primera vez.

Primero pasó casi desapercibido, hasta que prestó oídos con atención y pudo diferenciarlo. Era un murmullo. Como para que tengan una idea, era como un gran grupo de personas, todas hablando al mismo tiempo, a la distancia. No llegaba a identificarse ninguna frase. Era simplemente un murmullo de mucha gente hablando y parecía provenir del otro lado del muro divisorio. Demasiados muros para una sola casa, se dijo. De inmediato y como no era muy alto, lo trepó, asomándose solamente para ver que había del otro lado. Era un patio, un gran patio, sin agua, pero,¡oh!, sorpresa, al trepar al muro el murmullo cesó repentinamente. Entonces se soltó de la pared y volvió a la plataforma de cemento. Ahí, nuevamente el murmullo.

- ¡Que me parta un rayo! –se dijo.

Sin dudarlo un solo instante, volvió a trepar por la pared y pasó al patio contiguo. Éste, de similares dimensiones que el cubierto con agua negra, tenía desperdigados por varios sectores, montículos de escombros de construcción, ladrillos y maderas, casi todas corroídas. Hacia el muro trasero, sobre la calle Príngles había una pequeña construcción. Hacia allí se dirigió. La misma tenía ventanas pero sin los correspondientes cerramientos, al igual que la puerta de acceso. Parecía como si estuviese a medio terminar. Adentro había más escombros, una pala, un par de baldes de albañilería y una vieja escalera. La analizó, vio que era lo suficientemente alta y no lo dudó. Tomó la escalera y la apoyó sobre el muro de los fondos. Trepó teniendo cuidado de pisar en los bordes, puesto que no sabía si iba a resistir y al llegar arriba solo estaba a metro y medio del borde del muro. Se trepó a él, pudo contemplar desde allí toda la magnificencia de la casa y teniendo cuidado, porque eran casi cuatro metros, dijo a viva voz:

- Lo siento Cabañas, hasta aquí llegué- y luego saltó fuera de la casa McLean.

Caminó casi apresuradamente, giró por la calle San Lorenzo en dirección a la plaza. Allí empezó a notar algo extraño en el ambiente que le llamó la atención, pero no le dio mucha importancia.

Ahora bien, al llegar a la plaza volvió a paralizarse. Miró a los cuatro sentidos, contempló el frente de la casa y entendió a la perfección aquella advertencia de Cabañas: “la única salida de esta casa es por el mismo lugar por donde ingresa”.

Lanzó algunos insultos hacia el paraguayo y volvió a contemplar una ciudad totalmente desierta. Caminó, vio automóviles estacionados, comercios abiertos pero sin nadie en su interior. Inclusive autos detenidos en medio de la calzada con sus cuatro puertas abiertas. Semáforos jugando solitarios su danza de colores, pero ni un alma en toda la ciudad.

Al pasar por un teléfono público lo levantó: totalmente muerto. Caminó entonces en dirección a su departamento sin cruzarse a su paso con persona alguna, ni siquiera un perro, o gato o inclusive aves. Al llegar, antes de entrar en su hogar, fue al departamento del encargado. No hubo respuesta. Entró en su piso, levantó el teléfono: mudo. Encendió el televisor: solo imagen de lluvia en todos los canales. Lo mismo con la radio, ninguna estación trasmitía, inclusive no había sonido de interferencia.

Atónito, se sentó en su sillón e intentó analizar la situación. Miró la hora: eran las cuatro de la tarde. Luego de un rato de meditarlo, solo encontró una salida a este problema, pero se iba a tomar su tiempo, después de todo, no tendría muchas más oportunidades de disfrutar semejante soledad y silencio.

De esta forma, se dio un baño de inmersión, preparó una buena comida y se puso a leer. A eso de las diez de la noche salió a la calle, Comprobó que todo seguía igual y volvió entonces a su hogar, a dormir hasta el día siguiente.

En la mañana, tras desayunar y asearse ya tenía todo planeado. Tomó una mochila, puso algo de ropa y luego salió. En la calle, nada había cambiado: desierto total. Tomó rumbo de la casa McLean a eso de las diez de la mañana. Antes, pasó por la ferretería, estaba abierta por supuesto, pero nadie atendió su llamado. Entonces pasó detrás del mostrador, tomó una linterna, unas baterías, una barreta de hierro de unos ochenta centímetros, un martillo grande, tipo masa y un cincel. Antes de retirarse, abrió su billetera y dejó dos billetes de cien pesos sobre el mostrador. Al salir tomó una escalera de madera que estaba apilada en la puerta y partió rumbo a la calle Príngles.

Al llegar calculó la distancia por donde había saltado y puso la escalera. Trepó quedando a casi dos metros de lo más alto: algo difícil. Entonces arrojó todos los elementos, mochila y herramientas del otro lado del muro e intentó trepar. Casi se cae perdiendo el equilibrio, pero luego de varios intentos lo consiguió. Al llegar a lo alto del muro pudo ver que había calculado mal. Estaba a unos cinco metros de la escalera que había puesto para salir de la casa. Fue entonces que arrastrándose, llegó al lugar indicado y descendió.

Tomó todas las herramientas y se puso la mochila. Traspasó el muro del patio hacia la plataforma junto al agua negra y antes de ingresar a la casa pudo escuchar nuevamente el murmullo. No le dio importancia.

De inmediato entró, llegó a la bifurcación en forma de ‘T’, alumbró hacia el túnel oscuro y pudo ver que descendía en una explanada, pero no pudo ver el final. Volvió entonces hacia el gran baño, dejó las herramientas al subir al primer piso junto a la escalera y al pasar por el dormitorio, comprobó que estaba todo igual. Arrojó la mochila adentro. Luego rápidamente fue hacia el salón del primer piso y tal como esperaba, el muro aún estaba allí.

Ahora faltaba solo una cosa, verificar su teoría. Se acercó entonces hacia la ventana y pudo comprobar tal lo había calculado, que afuera, la ciudad se desenvolvía normalmente, inclusive vio algunas siluetas caminando por la plaza a través de los vidrios esfumados.

- Bien –se dijo en voz alta y sonriendo- Cabañas dos, Fredo uno.

Decididamente volvió a donde estaban sus herramientas, en la parte trasera del primer piso. Bajó la escalera hacia la planta baja y se paró frente a la puerta de dos hojas, aquella que estaba deteriorada. La cerradura no hizo demasiada resistencia ante la barreta de hierro, cedió de inmediato. Allí, un salón con un hedor a humedad y cerrado, de aspecto muy pero muy viejo. Encendió la linterna y se encontró ante una inmensa biblioteca.

En ella, sobre las paredes había miles y miles de libros. Buscó alumbrándose por todos los rincones, nada. Ni una salida. Cuando ya estaba dispuesto a salir tomó un libro al azar: “El hundimiento de la casa de Usher, de Edgar Alan Poe” … lo lanzó hacia la oscuridad exclamando:

- ¡Mierda! … demasiada casualidad. –Y se retiró de la biblioteca.

Ahora subió nuevamente al primer piso y enfrentando similar puerta de dos hojas la abrió en forma rápida y precisa con la ayuda de la barreta. Allí encontró una sala con distintos elementos acumulados: muebles, sillas, utensillos, inclusive ropa y telas, algunas cajas vacías y otros elementos que no pudo descifrar a ciencia cierta de que se trataban. Sorprendentemente, antes de retirarse, a un costado pudo ver un par de maderas con grandes hendiduras talladas y un soporte de hierro. “¿Qué diablos es eso?” -se dijo. Salió entonces de la sala con la amplia convicción que aquello se trataba de un cepo para algún tipo de acto de tortura.

Solo restaba ahora el único lugar que no había explorado desde su llegada a la casa McLean: el segundo piso. Subió entonces por la escalera y al llegar a la planta una nueva sorpresa. Aquí todo estaba bien iluminado, no habían pasillos laterales, sino una enorme puerta, más grande aún que la de las otras dos plantas y en perfecto estado de conservación. Parecían recién restauradas y laqueadas. Hasta le daba lástima utilizar la barreta. Pero justo antes de hacerlo intentó abrirla en una forma normal. Estaba sin llave.

Al ingresar al recinto el espectáculo fue abrumador. Era un salón, totalmente iluminado con arañas al igual que los otros salones, el piso, de roble laqueado brillaba casi al punto de enceguecerlo. El salón tenía unos cincuenta metros de ancho por cuarenta hacia el frente de la entrada. El techo a unos diez metros de altura culminaba en una pequeña cúpula de estilo románico. Sobre las paredes laterales, algo que en un principio no llamó demasiado su atención, pero que con los minutos se convirtió en el centro de atención de Fredo: vitrales.

Era un conjunto de unos treinta vitrales, perfectamente alumbrados por la luz del exterior que dejaba ver al detalle todo lo que ellos querían significar. Dejó entonces las herramientas tiradas en el piso y comenzó por donde parecía ser el principio. Entendió que estaba muy próximo a llegar al final de esta pesadilla y también entendió que el objetivo de la casa era que comprendiese a la perfección el significado de los vitrales.

La primera imagen era la de un hombre, vestido con algo similar a una túnica verde que estaba labrando la tierra. Luego, el mismo hombre parecía estar armando algo así como una construcción, un galpón o casa tal vez.

La tercera y cuarta imagen mostraba al hombre, junto con otras personas en una actitud como si estuviese hablándoles a éstas, las cuales estaban siempre de espaldas. En la quinta a décima imagen podía verse, siempre al mismo hombre en distintas situaciones, a veces rodeado de aquellas personas que se mostraban como siluetas, sin definición de rostro como si tenía aquel, estaban a veces labrando la tierra, otras luchando entre ellas con grandes lanzas, inclusive parecía en una imagen ser una batalla con el suelo ensangrentado y siluetas contemplando a las víctimas.

De la décima a la vigésima imagen podían verse esas siluetas, ahora con un rostro más marcado, tipo fantasmagórico, cubrirse con unas túnicas similares a las del hombre, el que ya no aparecía, e ingresando a una especie de cueva muy oscura con un resplandor en el centro que quería claramente indicar una amplia distancia. Luego, en imágenes sucesivas, estas siluetas emergían del túnel con sus túnicas de un gris oscuro e ingresaban en fila en algo así como un baño, una pileta o un lago, emergiendo del lado opuesto con sus túnicas de un blanco muy blanco. “Purificación” –exclamó Fredo a sí mismo.

Los diez vitrales finales fueron ciertamente reveladores. En las primeras imágenes, las siluetas volvían con su limpia vestimenta e ingresaban nuevamente en el túnel. Luego aparecía un nuevo personaje, un hombre, que no era el mismo que en los primeros vitrales. Éste estaba vestido con una túnica casi similar a las otras, pero era roja, de un rojo púrpura y sostenía en una mano algo así como un palo con una cruz en la parte superior y en la otra un cuchillo, similar a una daga, por la curvatura de la hoja. Este hombre estaba parado delante de una puerta de la que emergía una luz amarilla muy fuerte desde lo profundo de su interior, y delante de él pasaban caminando las siluetas, las cuales bajaban la cabeza al pasar junto a éste hombre y la elevaban luego de traspasado. En el antepenúltimo vitral el hombre se mostraba caminando por algo así como un pasillo, sosteniendo en una mano el palo con punta de cruz y en la otra un enorme llavero con tres llaves inmensas. En el anteúltimo vitral, el hombre bajaba por una enorme escalera color marfil y en el vitral final, aparecía otro hombre, vestido con una túnica anaranjada al cual el primero le entregaba el palo con punta de cruz y el llavero.

Fredo contempló varias veces todos los vitrales hasta que finalmente se agarró la cabeza, se puso de pie y pegó un impresionante grito a los cuatro puntos:

- ¡Cabañas!, ¡Cabañas! … ¡Desgraciado!

Inmediatamente salió corriendo del salón, bajó la escalera, casi tropezando y en el primer piso, cruzó los corredores hasta llegar al salón central. Tal como lo sospechaba, el muro ya no estaba allí: en su lugar, la escalera de carrara. La bajó dando zancadas y al llegar a la planta baja, allí estaba Cabañas, con un llavero con tres llaves sostenido entre sus manos.

- Por fin mi amigo, pensé que nunca lo lograría –habló Cabañas.
- ¿De qué se trata todo esto, Cabañas? –respondió Fredo en tono más que inquisitorio.
- De lo que usted está pensando, ni más ni menos que ello. –entregándole las llaves- Aquí tiene, son suyas.
- ¿Hasta cuándo esto Cabañas?
- Y eso depende de tres factores.
- ¿Qué factores?
- Su suerte, su astucia y la curiosidad del otro.
- Cuanto tiempo le llevó a usted –interpeló Fredo ahora algo más calmo.
- Lo mío fue dos años, pero el anterior estuvo como quince.
- ¿Debo saber algo más? –preguntó casi con resignación.
- Muy poco, ya todo lo ha visto usted, simplemente un par de, no digamos consejos, porque a esta altura de los acontecimientos ya no lo son, sino reglas. Reglas inquebrantables.  Una ya se la dije cuando entró: ésta –señalando la escalera- y ésa –señalando la puerta principal de la casa- son las únicas salidas posibles de la casa Mclean, creo que usted eso ya lo ha comprobado.
- Ciertamente –respondió Fredo- entiendo que si intento escapar ahora por allí –señalando la puerta- puede suceder lo mismo. –Cabañas solo sonrió.
- Otra muy importante –continuó Cabañas- nunca deberá bajar hacia la oscuridad, jamás. Esto me lo trasmitieron, de la misma forma en que usted lo hará con quien le suceda, y sin preguntas, porque no tengo respuestas. No sé nada más que eso.
- ¿Es donde se bifurca el corredor?
- Usted sabrá entenderlo, mi amigo.
- ¿Algo más? –preguntó Fredo.
- Nada más, el resto será provisto por la casa. No debe preocuparse por todo ello.
- ¿Y dónde está McLean?
- Eso ya debiera saberlo, mi amigo. Ahora usted tiene el poder, nadie podrá pasar por sobre usted. Esa es su principal y más poderosa arma. Sepa manejarla, yo pude, usted podrá con seguridad. Lamentablemente, alguien debe hacer el trabajo, para que lo que está encerrado nunca escape.

Cuando ya Cabañas se disponía a traspasar la puerta de entrada, Fredo lo interrumpió:

- Amigo Cabañas ...
- ¿Si mi amigo?
- … Que tenga un buen día y cierre bien la reja de entrada, por favor.

Comentarios



No hay comentarios para esta publicación.

Publicar un comentario

Copia el codigo de seguridad