Cuento

15/9/2014

Los dos soles de Clara Miller

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Cuento

Supernova

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Dos treinta de la madrugada. Para Daniel Hase, fue peor que el golpe que lo había derribado dos horas antes sin sentido. Solo podía percibir la silueta de las montañas, que según estimaba, debían estar aún a unos siete u ocho kilómetros. Para una persona a plena luz del día, sin apremios de tiempo y en buen estado, eso no sería inconveniente.

 

Pero no era este el caso. La sed, el calor del refugio del día anterior, el hambre y la oscuridad jugaban decididamente en su contra. Faltaban solo tres horas para que el amanecer diera incio a un calcinante día final de supernova.

 

No debió haber esperado a último momento. El arca del cuadrante sudeste hacía ya tres días que había amarrado junto a la ladera sudoeste el monte Kingston, a la vera del camino entre Sonora y Trejo, los dos poblados más cercanos. Era el último aliento para aquellos que habían logrado sobrevivir a los primeros embates.

 

La hora fijada para la partida era las cinco treinta y cinco, ya con las primeras luces del día. El sol haría su desenfrenada aparición a las seis y dos minutos. Eso sería tarde para cualquier ser viviente sin la debida protección.

 

Cuando Daniel se decidió a abandonar su precario refugio a las nueve de la noche, sabía que no habría retorno alguno. Era la salvación o una muerte segura bajo un clima de infierno de ciento veinte grados Celsius. Y también era su única opción. El arca 242 era la última programada para la víspera de supernova.

 

Sin más presencia que su propio cuerpo y espíritu, emprendió su camino una hora después de caída la noche. Bajo la calcinante atmósfera dejada por la jornada previa, que evaporaba de inmediato la propia transpiración. No tenía ni idea de cuánto camino había recorrido antes de tropezar y caer por el barranco. Lo que si sabía ahora, es que debió haber estado inconsciente unas dos horas. Al menos había despertado y tendría una muy insignificante oportunidad.

 

Pero había perdido el sendero. Aquél estaba allí arriba, sobre el mismo barranco. Así que decidió continuar a campo traviesa, siguiendo la tenue silueta del monte Kingston que claramente se vislumbraba a lo lejos. Sabía que junto a su ladera estaba estacionada el arca. Esa 242 salvadora que en solo veinticuatro horas estaría en los confines de la Nube de Oort, a una distancia bastante prudencial de la emergente supernova.

 

A pesar de todo, sabía que el camino en línea recta, apartado de la huella, sería más corto. Y cada centímetro ganado bajo estas circunstancias tenía un valor incalculable, aunque lleno de peligros. Así, primero pesadamente y luego algo más decidido, emprendió rápidamente la marcha bajo la exigua visibilidad que el propio resplandor de un cielo cerrado, sin luna podía suministrarle. La vista estaba adaptada a la oscuridad. No obstante, sabía perfectamente que en cualquier momento podía tropezar con alguna roca o saliente. No temía por algún animal, ya que no era posible que cualquier especie haya podido sobrevivir a la infernal víspera. Su mayor enemigo, en definitiva, era él mismo.

 

Decidió entonces trotar, esperando no tropezar con nada, era la única oportunidad. Tenía solo tres malditas horas por delante.

Luego de un buen rato, aunque algo cansado, su estado de ánimo dio un golpe favorable. Nada se había interpuesto en su camino y de a poco iba cobrando confianza. Claro, eso fue hasta que dio de lleno contra un tronco caído de un árbol, que le hizo lanzar un grito que pudo haberse escuchado hasta en las proximidades del arca.

 

En los primeros minutos pensó que ya no podría continuar. Quedó completamente tirado con alguna probable fractura debajo de la rodilla. El dolor era insoportable. Y así, de un momento al otro, todo ese espíritu de hombre a salvo, esa adrenalina que lo llevaba a luchar denodadamente por su vida paso tras paso, pareció derrumbarse inexorablemente bajo el fuego de un amanecer calcinante de supernova.

 

Permaneció tirado, llorando durante unos diez minutos. Sabía que no podría sobrevivir más allá de las seis y media de la mañana, con un poco de suerte. También sabía que tenía dos caminos por recorrer. O se ponía de pie y pese a todo caminaba, o a más tardar en tres horas sería hombre muerto. Así que intentó caminar. El dolor era insoportable. Estaba completamente seguro que había alguna fractura ósea, pero no tenía alternativa.

 

El Monte Kingston parecía estar en el mismo lugar que a las nueve de la noche, como si no hubiese recorrido distancia alguna. El trayecto se hacía pesado. El pensamiento también. Los recuerdos, las ideas prácticamente no tenían cabida en su cerebro. Era como que necesitaba eliminarlos para poder apoyar con una idea el mismo instinto de salvación.

 

Había caminado tal vez algo más de dos horas, cuando en dirección a las montañas pareció divisar una luz roja que parpadeaba. Caminó entonces con mayor decisión, casi en un paso desesperado, pudo comprender que lo que parpadeaba eran las luces de posición del arca. Estaba allí, casi al alcance de su mano.

 

Entonces aceleró la marcha, pesada pero decididamente. Se propuso aplicar sus últimas energías a ese esfuerzo. Creyó inclusive atravesar un alambrado. No le prestó ni la más mínima atención. Solo continuó adelante hasta que finalmente pudo divisar las pequeñas ventanas del arca y todo el movimiento de emplazamiento junto a ella. En ese momento empezó a gritar y agitar sus brazos para que lo vieran. Fue entonces que una luz proveniente de la dirección del arca lo apuntó para hacerle saber que había sido visto. Con un alivio desbordante se dejó caer, consumiendo el resto de su energía en ese acto, mientras escuchaba los pasos salvadores que se acercaban.

 

A las siete de la mañana, el sol, en aquel día infernal previo a la supernova, apareció por sobre la silueta de las montañas y todo aquel ser viviente que no hubiese encontrado para entonces algún reparo, solo podía sobrevivir unos pocos segundos a semejante aluvión de infierno y fuego.

 

Bajo esas circunstancias, siendo las siete y un minuto, el cuerpo de Daniel Hase yacía, con una pierna rota, desgarbado junto a un enorme tronco quemado de pino, totalmente calcinado, sin el más mínimo vestigio de vida.

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