Novela

1/1/2021

Invisible Carmes�

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Novela

Amanecer

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Ricardo Hubert despertó sobresaltado cuando el tren se detuvo en una de las estaciones intermedias. Al principio, debido al cansancio producto de la falta de sueño de la noche anterior, no logró comprender muy bien lo que pasaba. Miró un instante por la ventana, y pudo divisar el letrero de la estación Anchorena. Al instante se vio impactado por el espectáculo de la costa en ese sector del bajo San Isidro. Nunca había llegado tan lejos, a pesar, paradójicamente, de vivir tan cerca. Solo lo conocía por comentarios o alguna historia de fin de semana de algún conocido. Mientras tanto, el calor era insoportable.

La frente apoyada contra el vidrio de la ventana, dejaba correr un fino hilo de transpiración que caía sobre su brazo. Nada servía para refrescarse. El aire de la costa revoloteaba enrarecido, calcinante. Ni siquiera la imagen de la gente refrescándose en la playa podía conmoverlo. De todas formas, no se permitió permanecer ajeno al paisaje.

Las maravillosas barrancas, revestidas de mansiones y bosques de jazmines brotando de las entrañas, ofrecían un ambiente de paz y distención al cotidiano desenvolvimiento de la gran ciudad. El ambiente era pesado, por el calor, pero el perfume de las flores permitía, al menos por momentos, tomar cierto respiro ante tal reverberante atmósfera.

Por aquel entonces, el tren del bajo corría gentilmente por toda la costa del Plata, entre Olivos y San Isidro, para luego internarse nuevamente en las entrañas de los suburbios de una ciudad que parecía detenida en el tiempo.

A esa hora de la tarde, el sol estaba a medio camino entre el cenit y el crepúsculo. Era el peor momento para no estar a reparo del verano. Al menos, por algún instante, las grandes copas de tipas y sauces permitían filtrar el ígneo resplandor que podía fulminar en pocos segundos a algún insecto por demás desprevenido. Las estaciones estaban casi desiertas. Solamente había gente en la incipiente playa, o caminando al reparo sin otra intención que buscar la preciada sombra salvadora. Fue entonces que la imagen del San Isidro de mediados de siglo apareció dominante sobre la margen izquierda, con su imponente catedral y las barrancas cubiertas de azahares y olores penetrantes de sustratos, que emergían para sumergirse en un hálito de quietud y somnolencia. Solo el crepitar de las ruedas sobre el riel emitía algún sonido. Por un instante, el hombre atinó a bajar del tren y recorrer aquella ciudad, de la que tanto había oído hablar.

Pero el calor ofrecía demasiada resistencia. Pensó que ya era bastante el tener que soportar aquel viaje, así que solo atinó a girar la cabeza y contemplar solo hasta donde sus ojos le permitían ver. El río podía divisarse desde San Isidro R. Las casas del bajo, contrastaban casi agresivamente con las mansiones situadas por sobre las barrancas. En algunos momentos, Hubert conseguía dormirse tan solo por segundos, pero el calor y el ruido del tren hacían de ello una tarea imposible. Tal vez -pensó- debíó haber hecho el viaje a última hora, pero los horarios de las lanchas no iban a esperarlo, y seguramente hubiese perdido un día de ese tortuoso viaje.

Para colmo de males, los viejos coches Metropolitan Vickers de madera, que para entonces realizaban el servicio entre Retiro y Delta, no eran precisamente lo que se conoce como un despilfarro de confort. Con el movimiento del tren, los frentes de madera rechinaban con cada vaivén, creando una sinfonía muy particular, que adicionalmente le otorgaba otro condimento a aquel viaje, a esta altura, casi incomprensible.

Al llegar a la estación Delta, todo pareció rejuvenecer. Si bien eran las tres de la tarde, el hecho de haber alcanzado un primer destino, otorgaba cierto alivio ante semejante espectáculo sofocante. Inmediatamente caminó hasta el final del andén y entró en el bar indicado, dejando a un costado su bolso, y tendiéndose en una silla sin la menor intención de levantarse, al menos, hasta poder reponer mínimamente sus fuerzas.

El mozo, un hombre mayor, calvo y con muy pocas ganas de moverse, hizo un inmediato ademán, y apesadumbradamente, se dirigió a la mesa del recién llegado.

- Señor. ¿Qué puedo servirle?

- Por favor, tráigame una soda.

Sin pronunciar palabra fue en busca del pedido y al cabo de cinco minutos vino con el refresco.

- La radio acaba de decir que son 43 grados.

- Ayer llegó a 39 - agregó Hubert - pero creo que a partir de allí ya da lo mismo que sean 39, 43 o 50 …

- No va a llover por lo menos hasta la semana próxima. Vea - dijo señalando a los árboles - es noreste, viento muy caluroso, hasta que no cambie, nos vamos a cocinar.

- Y en Buenos Aires está peor.

- ¿Hacia dónde viaja?

- Más allá de la segunda sección.

- Pues le espera un viaje de dos o tres horas, quizás algo más, va a llegar casi de noche.

- Eso creo, lo peor es que no tengo muy claro dónde voy.

- En la estación fluvial- dijo señalando hacia el río - le van a indicar con mayor precisión. Allí conocen hasta el último rincón de las islas. Y dígame buen hombre. ¿Qué lo trae por estos lugares?

- Asuntos del trabajo - agregó Hubert sin demasiadas explicaciones - tengo que apurarme porque no conozco bien los horarios de las lanchas.

- Si es un lugar lejano no hay muchos servicios durante el día. ¿Usted viene de capital?

- Sí - respondió sonriendo, sin dar demasiadas explicaciones.

En cierto momento, un hombre ingresó al bar y tras escudriñar todos los rincones se dirigió a sitio donde Hubert estaba instalado.

- Disculpe, ¿Es usted el Señor Ricardo Hubert? -preguntó con cierta timidez.

- Sí, lo estaba esperando, tome asiento.

De inmediato Hubert pidió otro refresco para su invitado, un hombre mayor, de unos sesenta a setenta años, de aspecto bastante desalineado.

- Dígame entonces Señor …

- Francisco. Francisco Maidana, para servirle.

- Bueno Don Francisco, usted estuvo conversando en varias oportunidades con mi jefe, el señor Lofreda de la redacción. ¿Verdad?

- Así es joven, hablamos por teléfono, en realidad yo me comuniqué por consejo de un amigo, digamos mi compadre, quien me dijo que, a lo mejor, a ustedes les interesaba el tema.

- Es verdad - interrumpió Hubert - estamos interesados en ver cuánto de verdad hay en esto.

- Bueno, en ese sentido - repuso el hombre - puede quedarse bien tranquilo, no solo es de buena fuente la información, sino que no estaría aquí, si yo mismo no hubiese tenido relación con el tema.

- ¿Usted lo vio?

- Si señor, aunque le cueste creerme, esté bien seguro que así fue.

- Bien, no vamos a entrar en detalles ahora, pero. ¿Cuándo fue esto?

- Y hace unos cuatro meses, tal vez cinco.

- ¿Usted vive en la zona?

- No, no, yo estaba ocasionalmente allí, por una venta de madera sabe, yo soy de la región del Talavera, es un poco más lejos, tengo un monte y comercio maderas. En aquel tiempo hice un negocio importante con un hacendado del lugar y tuve que viajar para el Miní, por el tema de una venta, y para arreglar algunos detalles. Estuve allí dos días.

- ¿Y allí sucedió el hecho entonces?

- Si, estaba yo volviendo en la lancha, ya tomando por el canal aliviador, cuando lo vi. Al comienzo no me di cuenta, recién al otro día comentándolo con mi compadre, empezamos a atar cabos con una historia que él había escuchado, y bueno, en fin, creo que están relacionadas.

- Bueno, dígame entonces. ¿Dónde debo ir exactamente?

- Me imagino que no tiene lancha propia.

- No mi amigo, para nada.

- Tiene dos posibilidades, o va en una lancha de línea, o se alquila alguna por aquí. El problema es que la de línea lo deja a mitad de camino, o digamos menos que eso.

- ¿Tan lejos es?

- Son unos cincuenta kilómetros, más o menos, tal vez estoy exagerando un poco pero no es muy cerca. Vea, vamos a hacer una cosa, yo ahora vuelvo hasta mi plantación, que es en realidad en otra dirección. Puedo desviarme un poco, hacia el Miní y acercarlo a unos diez kilómetros.

- Perfecto, luego buscaré la manera de llegar a destino.

- Seguro, la gente allí es muy amable, alguna lancha va a conseguir que lo lleve, hasta le pueden alquilar alguna. ¿Piensa estar mucho tiempo?

- No tengo una fecha definida, simplemente hasta averiguar algo sobre el tema. Respecto al pago Don Francisco, aquí está la mitad de lo prometido - dijo Hubert sacando un paquete con dinero - son dos mil pesos. El resto, en este mismo sitio al comprobar la veracidad de la historia, todo a cuenta de la redacción.

El hombre tomó inmediatamente el dinero, sin pronunciar una palabra y señalando hacia el muelle invitó a Hubert a acompañarlo. La lancha era una pequeña barcaza de unos quince metros de largo, bien angosta y tapada con mercadería. Tenía un pequeño motor y un timón de mano. Hubert quedó medio sorprendido al verla, como preguntándose a sí mismo: ¿En esto vamos a viajar? Pero, en fin, ya estaba bastante comprometido con el tema y no estaba como para ser tan exigente.

El viaje que siguió fue extremadamente placentero. Hubert, sentado en la proa y su anfitrión precisamente en el otro extremo de la embarcación. Solo había que admirar el paisaje. A las cuatro de la tarde pusieron proa a través del Río Luján hasta el Canal Gobernador Arias, desde allí remontaron para llegar a eso de las seis y media, a la inmensidad, si se quiere, del Paraná de las Palmas.

Era un espectáculo de agua y monte incomparables. Desde casi el nivel del agua, el río se veía enorme, desplazándose lento y silencioso hacia la desembocadura, unos veinte kilómetros hacia el sudeste. Ya, al caer la tarde, los sábalos comenzaban a jugar su melodía tan particular sobre las barrosas crestas danzantes.

El Paraná se erguía como una herida sobre la tierra aún candente, tras una jornada de refulgentes hedores de juncos y bancales. Sobre la costa, a unos trescientos metros de la embarcación, el monte se hincaba sobre la aterciopelada corriente, como pidiendo encarecidamente por algo de alivio tras la infernal jornada que estaba terminando.

Cuando el manto de la noche empezó a ganar terreno por sobre las últimas luces del día, los dos navegantes estaban entrando en el brazo sudeste del Canal De la Serna, que los llevaba directo hasta el Miní. Aún no habían completado la mitad del trayecto. Con la negrura, empezó a menguar el calor, y una débil brisa del noreste reflejaba sobre la piel empapada de sudor de todo el día, un estigma de frescura aliviadora. Alrededor de las diez y media de la noche entraron, impasibles, a los dominios del Paraná Miní.

La noche mezquina, guardaba celosamente todo el esplendor del espectáculo reservado para el alba. En esas circunstancias, Don Francisco aconsejó detener el viaje y esperar la mañana. Se apearon en un paraje abandonado a la vera del Miní. El hombre tenía todo lo necesario, para pasar la noche a la intemperie, desde alimento hasta mantas y tabaco. Sujetaron la barcaza al muelle y sobre este se sentaron a conversar, invadidos por el tenue brillo de las estrellas que parecía reflejarse por sobre los remolinos y vaivenes de la corriente del Miní.

- ¿Y contra los mosquitos? - preguntó Hubert desesperado - ¿Qué se puede hacer?

- Nada más que acostumbrarse, fíjese -dijo señalando su brazo que semejaba cuero - por aquí las picaduras ya no penetran.

- Lamentablemente no puedo decir lo mismo, están terribles.

- Con un poco de suerte, para la medianoche la brisa tal vez ayude un poco, aunque tengo otra solución.

Inmediatamente el hombre encendió un fuego al que agregó algunos yuyos verdes que originaron una impresionante humareda.

- Único remedio contra los mosquitos.

Luego de comer algunos trozos de carne enlatada y pan, los dos hombres se sentaron junto al muelle abandonado a conversar y fumar tabaco. Don Francisco narró durante más de tres horas todas las más impresionantes aventuras que le tocó vivir en sus casi setenta años a la vera del Paraná.

- Cuénteme algo de usted mi amigo - agregó Francisco - yo estuve hablando casi toda la noche.

- Yo trabajo para la redacción del diario desde hace tres años, soy periodista y me especializo en cierta forma en este tipo de historias. Lamentablemente siempre me tocan estos trabajos donde hace falta más que fuerza de voluntad que ganas de llevarlo adelante, lo digo por el entorno que uno tiene que manejar - decía mientras luchaba denodadamente contra los mosquitos - pero en definitiva no me quejo. Me interesan todas estas historias y por sobre todo las de este tipo, que guardan en cierta manera, algún toque muy especial.

- ¿Usted no cree mucho en esto verdad?

- ¿Usted sí? –Respondió Hubert con otra pregunta.

- Mire, toda la gente de estos pagos se maneja siempre con ese tipo de cosas, viene con uno desde el vientre de su madre. Y más aún si encuentra justificación con los hechos acontecidos.

Los dos hombres estuvieron conversando hasta pasadas las dos de la mañana bajo un manto de calma y placentera quietud que el Paraná ofrecía por esas horas. La temperatura había descendido considerablemente, y si bien no hacía frío, debieron cobijarse con unas mantas que Don Francisco siempre llevaba en su embarcación, para no caer presa del rocío de la madrugada.

A eso de las siete, ya con el sol sobre el horizonte, despertaron, y mientras calentaban algo de café, se sentaron a contemplar el maravilloso paisaje que el Paraná Miní ofrecía en un día que aparentaba ser tan calcinante como su predecesor.

En la otra margen, la costa se dibujaba como pintada, formando una casi perfecta silueta que entremezclaba monte, con un cielo pálido y desafiante, ante la inmensidad del río, y que parecía disputarle el trono de magnificencia que el espectáculo ofrecía.

En ese ámbito, los dos hombres tomaron la embarcación y continuaron su camino. Luego, casi sobre el mediodía, con un ignífugo sol perforando sus cabezas, llegaron al lugar indicado y Don Francisco entonces dio las últimas indicaciones a su pasajero.

- En la finca de Don Hernando Plaza, sobre un arroyo que desemboca en el Miní, podrá encontrar todo lo necesario para continuar con su viaje. Allí con suerte encontrará un bote o el mismo Plaza lo alcanzará hasta “Las Acacias”, que es donde debe llegar. Otra cosa muy importante, amigo, para que tenga en cuenta: la gente de la isla es, en general, muy especial. Algunas veces son algo recelosos con los visitantes. Usted deberá ganarse su confianza. Es gente buena, pero debe proceder con cuidado a la hora de indagar sobre el tema en cuestión. Ellos siempre tienen miedo, no entiendo muy bien a qué cosa, tal vez que venga gente a su lugar y altere esta paz que tanto les ha costado ganar. Pero, en fin, sea lo que sea recuerde proceder con cautela. Usted sabrá cómo manejarlo seguramente. Busque algo que los deje satisfechos, pero nunca, en ningún momento mencione la razón real de su visita, porque no va a obtener buenos resultados. Deje que ellos le permitan entrar en su medio, y luego seguramente el tema saldrá solo. Solo debe tener paciencia.

De esta forma, Don Francisco se despidió de Hubert y lo dejó en el muelle de la finca de Hernando Plaza. Luego de caminar unos cien metros hacia el interior de la isla, cuatro perros de aspecto no muy amigables salieron a su encuentro. Ciertamente, Hubert quedó por un momento petrificado, pero de inmediato, un grito proveniente de la casa que estaba al frente los hizo retroceder. Allí estaba un hombre alto, barbudo, de unos cincuenta años parado en la puerta, que de inmediato hizo señas a Hubert para que avanzara.

- Hernando Plaza para servirle, mi amigo.

- Ricardo Hubert, es un placer.

- No se asuste por los perros, no pueden hacerle daño a nadie, solo están de adorno, son cobardes los desgraciados.

- Yo le diría que a simple vista no lo parecen.

- Por eso los tengo nomás, para que asusten, aunque por estos pagos no hay mucho que asustar. ¿Que lo trae por aquí mi amigo?

- Estoy de paso solamente, me dejó aquí en el muelle Don Francisco Maidana, ¿Lo conoce, verdad?

- Claro que lo conozco. Es una víbora. ¿Así que anda dando vuelta por estos pagos? Es un bicho ladino. ¿Y él lo trajo hasta aquí desde Tigre?  Algún favor bastante importante debe haberle hecho usted para que se desvíe de tal forma. El muy zorro.

- Y, que le va hacer mi amigo, nada sale gratis hoy en día.

- ¿Y qué puede hacer por usted este servidor?

- Don Francisco me dijo que usted podría encontrar la forma de hacerme llegar a Las Acacias, allí es donde yo voy.

- No hay problema mi amigo, estamos a ocho kilómetros por el arroyo, en cuanto termine un par de cositas lo acerco

- Pero, solo si no es molestia para usted.

- No para nada, mi amigo, de todas maneras, tenía que ir para el almacén, es el más cercano. Tengo que ir por lo menos día por medio a buscar provisiones, y por sobre todo algo muy importante: la caña. Ahora pase, venga a la casa, vamos a conversar un poco mientras bajamos unos amargos.

Después que Hubert contó su historia -por cierto, a medias- le tocó el turno a Plaza, que indudablemente era una máquina de hablar. Cuando terminó con el mate, se puso de pie, con una pasmosa tranquilidad, y trajo la botella de caña, con dos vasos.

- Yo por el momento, mi amigo, voy a pasar. - agregó Hubert- no es por desprecio, solo que no estoy acostumbrado demasiado a esta hora del día.

- Pues si va a quedarse el tiempo que dice, va a tener que empezar a acostumbrarse, por acá no hay mucho que hacer más que ir al monte, cortar leña, de vez en cuando buscar algún patí, y pegarle a la caña.

- ¿Suele ir usted a pescar seguido?

- Y sí mi amigo, no le queda otra si quiere comer. La carne de res hay que buscarla a Tigre, aquí al almacén llega una vez por semana nomás.

- ¿Y cómo anda con la pesca?

- Uno se las ingenia sabe, pero acá en el arroyo no, solo de vez en cuando algún paticito o tararira. El pescado grande suele andar por el Miní. Tengo sacado en la boca del Carabelas un buen manchao de cuarenta kilos la semana pasada, y algún que otro dorado puede verse, aunque no es la temporada.

- Cuarenta kilos de pescado. ¡Qué barbaridad!

- No se crea, los hay más grandes aún. Cuando vaya a Las Acacias, pregúntele a Don Sini que sacamos el año pasado en las bocas del Talavera.

- Talavera ¿no es por allí donde vive Maidana?

- Sí, él está a unos cuatro kilómetros de la boca, pero no sabe aprovechar lo que tiene, allá está el río grande, va a tener que hacer alguna vez un viajecito para conocerlo, mi amigo, el Guazú no es cualquier cosa, allá sí que hay bichos grandes.

- Y bueno, será cuestión que me invite algún día.

- Pero cuando usted guste, instálese en Las Acacias que un día de estos lo paso a buscar y nos vamos a visitar al amigo Francisco, para ver si le enseñamos a pescar cosas importantes, solo tenemos que llevar el anzuelo, la carabina, y la caña … y todo listo.

- Estaré esperándolo con gusto, descuento que va a ser extremadamente interesante.

Los hombres continuaron conversando amenamente hasta pasado el mediodía. Plaza era una de esas personas que no pueden parar de hablar. Siempre encontraba algún tema de conversación, y si en algún momento se establecía una pausa en el diálogo, de inmediato se encargaba de encontrar algo nuevo en qué poder explayarse. Mientras conversaban, Plaza se dedicó a armar algunos bultos, que visto sea de paso, transportaría hasta las Acacias.

La actividad principal de Plaza era comerciar con quebracho. Una madera utilizada en la zona ya sea para leña o la venta a los ferrocarriles para fabricar durmientes. Por cierto, el mayor volumen de quebracho destinado a este último fin, provenía de la región del Chaco y Formosa, pero algunos isleños también se dedicaban, entre otras cosas a producirlo para tener un negocio adicional, sin la intención -ni la posibilidad, por cierto- de competir con los grandes productores del norte. La calidad de la madera también era otra. Por ello, el mayor volumen de la producida en las islas, estaba destinada para leña.

Plaza proveía madera a la gran mayoría de los parajes de la zona, entre ellos, Las Acacias. El campo de Plaza estaba emplazado en uno de los arroyos adyacentes del Miní: El arroyo grande, comunicaba el Miní con el Canal 5, la continuación del Carabelas, uno de los grandes ríos del delta bonaerense.

El arroyo grande era un curso -pequeño río tal vez- de unos veinte metros de ancho y -según Plaza- una profundidad máxima de tres metros, en su parte central. A su paso conectaba varias fincas y Parajes. De estos últimos, Las Acacias era el más importante, debido a la población y servicios que agrupaba. El arroyo era bastante irregular, en cuanto a su trazado; con muchas curvas y contra curvas, se hacía por momentos muy angosto, llegando a tener menos de diez metros en algunos sectores, lo que hacía necesario contar con una navegación experimentada ya que los troncos sumergidos y restos de canutillos, no eran visibles para aquellos ojos no acostumbrados a la geografía del lugar.

Navegar por el arroyo grande era fantástico. Parecía como si uno estuviese entrando a un hábitat de fantasía, en medio de un monte compacto y refulgente de vida, verde y sonidos. El grito de la selva tomaba intensidad a cada metro recorrido dentro de la espesura. Parecía como si el monte encerrase una infinita reserva de seres qué, a cada paso, no podían por ningún motivo ser vistos, solamente escuchados. Uno sentía la sensación de que cientos, tal vez miles de ojos estaban observando el lento desplazar de la proa, cortando silenciosamente, el espejo casi inmutable de agua amarronada que el cauce del pequeño río ofrecía. El sonido de la selva tapaba el mismo paso del agua al desplazarse. Y los ojos asombrados de Hubert, ante tal maravilloso espectáculo, no bastaban para contemplar y asimilar al mismo tiempo, semejante magnitud de la naturaleza. De pronto, en un instante, un impresionante estruendo estalló casi sobre su cabeza, y sin entender nada de lo que sucedía, Hubert se dio vuelta para mirar a Plaza con los ojos desorbitados por la quietud quebrantada:

- ¡Fallé! -gritó azorado Plaza- bicho del demonio, se me escapó.

Hubert se quedó contemplándolo sin emitir una sola palabra.

- Una nutria.

Y así mudo, Hubert fijó nuevamente la vista hacia proa, tratando de recuperar el aliento, luego del impresionante susto recibido. Estúpido -pensó para sí mismo- la nutria afortunadamente se le escapó, pero a mí casi me mata del susto.

De esta forma, y luego del sobresalto, siguieron internándose en la espesura del monte, poco a poco, hasta que luego de una de las curvas, comenzaron a divisarse las primeras siluetas del caserío de Las Acacias, su destino final. Luego de amarrar la embarcación a uno de los muelles, Plaza se despidió, indicándole a Hubert hacia donde debía dirigirse para encontrar el Hotel.

En ese lugar el río no debía tener más de ocho metros de ancho. El muelle estaba emplazado en un recodo, y a pocos metros, podían divisarse otros atracaderos, todos ellos formando parte del paraje Las Acacias, parecía -a simple vista-, un paraje bastante grande. Hubert aguardó en el muelle, hasta que la embarcación de Plaza reiniciara su marcha, internándose aún más en el arroyo. Cuando esta desapareció en la curva orientada hacia el oeste, Hubert disfrutó del silencio y el canto de los pájaros, estudiando concienzudamente el entorno de sauces, ceibos y paraísos que resaltaban aún más la paz y somnolencia que provocaba aquel mágico lugar.

Eran ya casi las cuatro de la tarde, de otro día de fuego e infierno, donde parecía -entre otras cosas- no haber ningún tipo de solución para el tema de los mosquitos, que estuvieron asediándolo desde -prácticamente- el mismo momento que pisó las islas.

De esta forma, Hubert se encaminó por un sendero que emergía del muelle hacia el interior de la isla. Este sendero -de unos cinco metros de ancho- parecía incrustado en un monte granítico, espeso y a simple vista inexpugnable. Luego de caminar, lo que calculó unos quinientos metros, hacia el interior de la isla, el sendero comenzó a ampliarse, y claras señales de asentamiento humano fueron emergiendo.

Algunos troncos de quebracho y otra madera blanca -que no supo bien qué era- se encontraban desperdigadas junto al camino, y dos perros, recostados junto a la sombra de los árboles, ni siquiera se inmutaron ante el paso del desconocido. Luego el camino hizo una curva hacia la izquierda y allí estaba, frente a él, una casa de dos plantas, elevada sobre pilotes, totalmente construida en madera.

Pudo ver hacia el fondo de la misma, un pequeño arroyo, de no más de tres metros de ancho, junto a un terreno de césped, en apariencia, recién cortado, que descendía en forma de barranca hacia el contacto con el agua. La casa, rodeada por cuatro o cinco perros, en actitud similar a los observados en el camino de ingreso, tenía una escalera en su parte central que -a simple vista- parecía ser la entrada principal, y que terminaba en una inmensa puerta de dos hojas, ahora cubierta por un toldo verde, para resguardar el acceso del calcinante sol de la tarde -que en ese sector- debido a lo apartado del monte, golpeaba crepitante sobre toda la madera del edificio. Por sobre el toldo, y entre la planta principal -que no era la planta baja, por estar la casa elevada- y el primer piso, había un cartel tallado en cedro muy bien barnizado y reluciente: Hotel Las Acacias.

Antes de disponerse a ingresar en la casa, Hubert escudriño con suma atención el resto del paraje. Hacia la derecha del camino por el cual había llegado, emergía otro sendero que se perdía en un recodo entre los sauces. Hacia la izquierda había algo así como un galpón o granero, con sus puertas trabadas y del color natural de la madera, no como la casa principal que combinaba madera barnizada con un fondo blanco -casi recién pintado- con que estaban revestidas las paredes. Más allá del granero y junto al río, había un tanque -del tipo australiano- con un molino y detrás de este, otro sendero se perdía siguiendo un sentido de paralelismo, respecto del arroyo.

En toda la explanada - por así decirlo- que estaba frente a la casa, habían gran cantidad de faroles, sobre postes de madera pintadas de verde, parecían tener controlado todo el aspecto lumínico del paraje. Hacia atrás, en dirección al sendero de acceso al hotel, había una bicicleta, junto a un árbol y un bebedero, qué, sin lugar a dudas, estaba destinado para caballos. Este fue entonces el primer contacto de Hubert, con el paraje Las Acacias. Justo en el momento en que se disponía a ingresar al hotel, una silueta se asomó por la puerta, le dio la bienvenida y lo invitó a ingresar a la casa:

- Basilio Sini. Molto piacere.

Sini, era italiano y dueño del Hotel. Tenía unos sesenta años y en todo momento se desvivía por ofrecerle a Hubert, todo lo que pudiese estar a su alcance. Algunas veces, resultaba algo difícil comprender su vocabulario, porque mezclaba un italiano duro, áspero, con un español por demás bastante elemental. Con el tiempo, Hubert comprendió, que para comunicarse con Sini, y no tener problemas, debía pedirle que hable lentamente, en ese caso, casi mágicamente, el italiano desarrollaba un español casi lidiando con lo comprensible.

Luego de un discurso de casi una hora, donde Hubert trató de explicar y encontrar la forma de entender lo que Sini quería decir, éste lo guio a lo que sería su lugar de hospedaje, por el tiempo que durase su visita a las islas.

La habitación estaba en la segunda planta de la casa, hacia los fondos, o sea con vista hacia el pequeño arroyo. El paisaje adyacente era maravilloso. Hacia la derecha una plantación de frutales: ciruelos, duraznero, limoneros junto con mandarinas y hasta manzanas salpicaban el reborde del arroyo. Frente a él exactamente había dos higueras y hacia la izquierda, junto al molino, tres árboles de olivo y varias plantaciones de romero y laurel además de otras plantas aromáticas. La ventana tenía -como no podía ser de otra forma- un mosquitero que permitía el ingreso de la brisa de la tarde a resguardo del abrasador sol que -en esta hora del día- se encontraba justo en sentido opuesto. Hubert calculó que la luz del amanecer daba precisamente sobre dicha ventana, y ese hecho le agradó realmente ya que lo inspiraba al momento de tener que escribir, tal como sucedía en su casa de Buenos Aires.

La habitación era pequeña, pero tenía todo lo necesario: un baño independiente, una cama, un escritorio con lámpara, una mesa de luz y un armario para la ropa. Estaba además amueblada con elementos rústicos que daba al sitio un aspecto virgen, y de calidez extrema al mismo tiempo. En el centro de la habitación había un candelabro, y, además, sobre el escritorio además de la lámpara mencionada había otra a querosén. El clima de paz y tranquilidad que se vivía dentro de esa habitación, al igual que en el mismo paraje, era abrumador.

Hubert acomodó primeramente sus pertenencias, y luego de darse un baño reparador, se puso algo de ropa cómoda y se encaminó al hall del hotel. Un griterío desencajado con la armonía del lugar lo sorprendió a mitad de la escalera:

- ¡Animale de un demonio, rápido con el prosciuto! -los gritos provenían de Sini, que desesperadamente corrió hacia la puerta del hotel y de un salto salió de la casa con un palo en su mano y gritándole a uno de los perros que acababa de arrebatarle medio jamón en un descuido imperdonable del italiano.

- ¡Basilio no lo mates! -gritaba su mujer, mientras corría tras el desesperado personaje, que no llevaba otra intención que dar cuenta del animal.

- ¡Que no lo mate, bicho discraciato … devuelveme il prosciuto!

Hubert contemplaba atónito la escena del hombre corriendo tras el perro, al cual se le unió el resto de la jauría, trenzándose en dura lucha por obtener el premio hábilmente conseguido por el can. Y la mujer atrás tratando de calmar a Sini, era realmente una escena típica de sainete.

Mientras Sini intentaba infructuosamente de atrapar al asaltante -aunque ahora eran cinco los perros que se disputaban el botín-, un joven moreno, que salió no se sabe bien de dónde, acudió con gran rapidez a la escena del crimen, y de varias patadas logró dispersar a los delincuentes, obteniendo como recompensa, un trozo de jamón todo masticado e imposible de recuperar. El joven lo levantó, luego lo miró a Sini quien, al tomar en su mano el prosciuto, detuvo el ataque y luego agregó:

- Basura.

- Maldito bicho demoniaco. Mañana le pegase due tiros.

- Patrón -continuó el joven- vosé no tiene cuidado. La semana pasada el bicho robó dois salames. Vosé debe cerrar bien la puerta.

- Due tiros, Geraldo, due!

Y mientras Geraldo continuaba tratando de explicar que el perro iba a seguir robándole la comida si no tomaba precauciones, la respuesta de Sini, era siempre la misma: due tiros.

Sini estaba tan desencajado, que ni siquiera advirtió la presencia de Hubert, quien ya se había sumado a la escena. Entró en la casa golpeando la puerta, y gritando due tiros, mientras Geraldo miraba a Hubert intentando explicarle ahora a éste, que el perro no tenía la culpa.

- El patrón está loco, pero no se preocupe usted señor, es inofensivo -agregó Geraldo mientras arrojaba los restos del jamón nuevamente a los perros, quienes al comprobar que Sini ya no estaba, regresaron por la carroña- Geraldo siempre le dice que el animal como carne, y él le deja la carne para que se sirva. Patrón nao ten prevención.

El joven ahora se presentó a Hubert como Geraldo Gonçalves, el peón del hotel. El muchacho, de unos veintiocho a treinta años era brasileño. Según contaba, estaba trabajando en el hotel desde hacía tres años, donde llegó, por recomendación de un conocido, tras haber deambulado de estancia en estancia durante varios años.

El joven era de Goiania, y desde hace diez años estaba trabajando en el país. Según sus dichos: "Vine con el Paraná", recalando de pueblo en pueblo, hasta que encontró en el delta, su lugar definitivo. Con el tiempo, Hubert se daría cuenta que Geraldo, era el compañero ideal para su estadía en Las Acacias. Conocía todo el territorio a la perfección y le gustaba muchísimo recorrerlo y por sobre todas las cosas hablar. Geraldo hablaba todo el tiempo, incansablemente, con su mezcla de español aportuguesado muy particular. Él estaba siempre contento; y si no estaba hablando, silbaba. Un joven simpático. En ese momento, mientras conversaba con Hubert apareció la esposa de Sini, María, que era argentina, y que con la cual, jamás tuvo problemas de comunicación con el lenguaje:

- Escucha Geraldo -acotó María, volviendo al tema de los jamones- ya logré calmarlo. Hazme un favor. Busca esos malditos jamones y llévalos al galpón para terminar el estacionado, bien altos, lejos de los perros. Realmente no sé porque este buen hombre decidió sacarlos de allí; todas las semanas hace lo mismo. Parece que quisiera rezarles una plegaria para que terminen de madurar más rápido. Y otra cosa: busca al negro -en referencia al perro- y hazlo desaparecer por un tiempo, como la otra vez, porque si lo ve Basilio lo mata.

- Vosé tranquila, patrona. Geraldo va buscar los jamones y luego me llevo al perro a lo de Ruiz Moreira para que me lo guarde una semana.

- Fíjate si puedes regalárselo. Si le toca de nuevo esos fiambres, no voy a saber cómo pararlo.

- El patrón es muito testarudo.

- Pues ya lo sé -agregó la mujer amagando retirarse, cuando se dio cuenta de la presencia de Hubert.

- Usted buen señor, sepa disculpar estas escenas. Son bastante frecuentes, lo que pasa que mi marido quiere más esos jamones que cualquier otra cosa sobre la tierra.

- ¿Él los prepara? -acotó Hubert, ya sabiendo la respuesta.

- Si, son su orgullo. Y entre nosotros, son realmente buenísimos. Ya lo vamos a invitar para que los pruebe. Todavía nos queda de la carneada anterior. Estos aún no están listos. Pero el viejo no quiere entenderlo.

Hubert trataba de contenerse para no romper en carcajadas.

- ¿Y prepara alguna otra cosa, aparte de los jamones?

- Seguro, hacemos toda clase de factura: salame, queso de cerdo, morcillas, cuero, y unas costillas ahumadas. ¡Que ni le cuento!

- Me muero por probarlas.

- Pues entonces, para esta noche le voy a preparar una picadita, mi marido estará feliz de recibirlo, a ver si podemos cambiarle el humor por la pérdida que acaba de sufrir.

- Estaré encantado.

- ¡Geraldo! - gritó la mujer - llévalo al señor a recorrer el paraje mientras preparo la cena.

- Pero patroncita, vosé me ha dicho que junte los jamones, y los perros y ahora …

- ¡Haz lo que te pido! y no me contradigas. ¡Sabandija!

Geraldo no se callaba.

- Pero patroncita …

- Yo me encargo de los jamones y al perro lo buscas a la noche.

- … buscar el perro a la noche, bah, una locura. La noche no tiene luz, bicho del demonio … y encima el perro es negro … patrón va a pegar dois tiros, pum, pum, y chau negro -refunfuñaba mientras hacía señas a Hubert para que lo siguiera- Pum, pum, chau negro.

Este fue el primer contacto de Hubert con aquellos maravillosos personajes de Las Acacias. Durante todo el tiempo que duró su estadía, no paraba de divertirse con estas situaciones que se multiplicaban a diario, y que ofrecían un espectáculo aparte del que la naturaleza permitía. Una diversidad de matices, se entremezclaban en el lugar. Por un lado, la belleza del paisaje, y el entorno calmo y silencioso, contrastando con estas situaciones que daban un aspecto pintoresco a la escena. Además, la interacción de lenguajes lidiando entre el español, italiano y portugués de estos dos personajes cerraban esta armonía casi perfecta, como para no añorar en lo más mínimo el hogar, en apariencia, lejano.

Hubert pensaba a esta altura, en las bondades de haber hecho este viaje. Al principio había dudado, porque la causa que lo originaba revestía cierto hálito de inseguridad. Pero ahora, encontraba en el lugar, una nueva chispa para tejer algún otro tipo de historia, que quizás resultase interesante. Respecto a estos tres personajes que acababa de conocer, y apuntando a su objetivo original, pensó que Sini, no sería en principio, de gran ayuda, primeramente, por el lenguaje, que creaba un muro entre ambos, bastante difícil de sobrepasar. A Doña María, no la veía con las luces como para poder establecer un relato cierto acerca del tema en cuestión. En cambio, Geraldo, parecía conocer muy bien el paraje -según sus propios dichos- y era tal vez la persona indicada como para poder empezar a tirar algunas líneas en busca de algo.

De todas formas, había que aguardar cierto tiempo. Recordando las palabras de Don Francisco, había que trabajar un poco el tema. Pero ciertamente, Geraldo iba a ser el inicio de la cuerda, a no ser que apareciese algún otro personaje, hecho que, como venían las cosas barajadas, no podía descartarse por ningún motivo.

Mientras caminaban por el sendero, Geraldo iba realizando una exhaustiva guía acerca del lugar hacia donde se dirigían, con una verbosidad sublime, impregnada de términos equidistantes entre el español y el portugués, que asombraba. Al término del sendero, a unos cuatrocientos metros del hotel, ya sobre el albardón central, se levantaba una construcción, también de madera, y con su correspondiente galpón, qué, según las indicaciones del joven, era el almacén. Franco Pardal era el propietario. La tienda era atendida por él y su esposa María, que se encargaba de las tareas del bar.

El lugar era una maravilla para los ojos de un visitante desprevenido. Vendían absolutamente de todo. Desde comestibles frescos como frutas, cítricos de las islas, carne fresca y disecada, hasta elementos tales como tornillos, insecticidas, palas, alfileres, telas, querosén, patos, gallinas, y todo lo que alguien pudiese imaginar. También era una fonda, donde se servía, además de bebidas -por sobre todo licorosas- minutas, no en una gran variedad, pero minutas al fin.

Junto al galpón había leña y carbón, como así también bidones de combustible -que eran principalmente para los generadores- ya que no había corriente regular. Por supuesto, en la entrada estaban los perros, siempre deambulando en busca del algo para masticar. Allí vimos en un momento al negro, confundiéndose con el resto de la jauría y aun recuperándose del susto tras el episodio de los jamones. En ese ambiente, los dos hombres estuvieron largo rato, bañados por una umbría atmósfera de oscuridad y olores, propia del almacén. Geraldo presentó a Hubert y conversando con Pardal acerca del libro que -supuestamente- éste iba a realizar, fue cayendo el crepúsculo sobre el paraje.

En un instante todo se iluminó dentro de la tienda. El generador había iniciado su marcha, y las luces, ahora dejaban ver con mayor detalle, el conglomerado de elementos que el recinto exhibía. Como luego pudo saberse, el generador no funcionaba todo el día, tanto en el almacén, en el hotel, como en el resto del caserío que dispusiera de uno. A eso de las siete de la tarde en verano, y a las cinco en invierno, se encendían, y funcionaban hasta la medianoche; fuera de ese horario, el querosén se encargaba del resto. El ruido del motor quebraba la quietud del monte. El tac, tac del motor y el aroma a combustible carburado inundó de inmediato la atmósfera.

Conversando con Pardal, un hombre muy servicial, y dispuesto, con buena predisposición al diálogo, Hubert fue enterándose acerca del funcionamiento integral de Las Acacias. Y vale el término funcionamiento, porque el caserío era un conglomerado de piezas de precisión, que dependían exclusivamente del accionar de las restantes. El almacén se movía gracias a la necesidad del resto de los pobladores, quiénes a su vez, aportaban algunos de los productos comerciados por Pardal. Otros venían del Tigre, gracias a las lanchas almacén, que una vez por semana -o acaso dos-, llegaban a través del curso del Miní.

Ciertamente, Las Acacias, era un paraje alejado. Los había más aún, pero el hecho de encontrarse en la segunda sección, casi lidiando con la tercera, hacía de ello un lugar poco frecuente para los comerciantes del río, acostumbrados a proveer a los sectores más cercanos a la estación fluvial.

La lancha que traía las provisiones llegaba hasta el Miní. El arroyo grande no tenía el calado necesario para permitir el ingreso de un porte semejante, qué, si bien no era grande, lo era lo suficiente como para fondear. De esta forma, en los plazos establecidos, Pardal y aquellos otros que quisiesen gozar del beneficio, debían realizar el trayecto hasta la convergencia del Arroyo Grande y el Miní, un tramo de ocho kilómetros. Había también otra alternativa: por tierra hasta el punto denominado Cuatro Bocas. Lo cierto era que dicho camino no era muy conveniente ya que había que hacer casi diez kilómetros por un sendero poco propicio para el traslado de mercaderías y bultos. Ciertamente, podía hacerse a caballo, pero resultaba siempre más cómoda, como medio de transporte, la lancha.

Además, ese sector de territorio -también considerado como parte de Las Acacias- estaba regado de esteros y algunas veces el camino se hacía pantanoso, según los vaivenes del agua. Ese sector más alejado de Las Acacias, se utilizaba para conectarse principalmente con Tigre, ya que el tráfico por ese sector del Delta, era mucho más fluido, estaba a tan solo veintiocho kilómetros de la estación fluvial, contra los cincuenta y tres que significaban el transporte por agua.

Durante los primeros días de su estadía, Hubert se dedicó de lleno a conocer el paraje, todos sus rincones y habitantes. La gente -tal como lo había mencionado Francisco Maidana- era muy amable y predispuesta con el visitante. Ese fue todo un trabajo, que Hubert tuvo que ir desarrollando para ganarse la confianza de la población y comenzar luego, a indagar más profundamente sobre el tema principal que lo había llevado a ese paraje.

Los días transcurrían muy apacibles; por la mañana, lo primero que hacía al levantarse era escribir. Hubert tomaba apuntes de todas las experiencias que iba asimilando, ya que entre sus planes estaba la realización de algún trabajo o nota sobre el lugar, independientemente del tema central que lo había llevado hasta allí.

Luego se dedicaba a caminar por la zona, acompañado algunas veces por Geraldo y por supuesto, por algún perro. Con respecto a éstos, estaban desperdigados por toda la isla. Cada caserío contaba con, por lo menos cinco de ellos. También había gallinas y pavos, por todos lados. Por las noches, cada propietario contaba con una tarea adicional, que era juntarlas para que no caigan presa de algún gato montés, u otro bicho que merodeaba por la isla cuando la noche caía.

Al mediodía, almorzaba generalmente en el hotel; otras veces lo hacía en el almacén, en compañía de algún peón o con Geraldo, con el cual había trabado una gran amistad, al principio por conveniencia, pero con el correr del tiempo se tornó casi en una necesidad, un poco para matar el tiempo, y otro poco para interiorizarse de las costumbres del lugar. Por las noches, siempre cenaba en el hotel, ya que le camino al almacén -cuatrocientos metros- se hacía algo difícil de sobrellevar.

Aquella mañana, tal como había sido planeado, Hubert, Sini y Geraldo, partieron de día de pesca. Apenas el sol asomó, acomodaron todos los implementos en el bote a motor e iniciaron la marcha, primero hasta la finca de Hernando Plaza. Este los estaba esperando, con sus cañas, redes, algunos comestibles y por supuesto, la bebida. De inmediato cargaron todo y pusieron proa hacia el Miní. La idea era fondear en un paraje cercano a la desembocadura del Miní, con el Paraná Guazú. A eso de las nueve de la mañana llegaron a la convergencia y, bajo las órdenes de Plaza, quién argumentó conocer un buen sitio, giraron a la derecha, descendiendo unos cuatro kilómetros por el Guazú.

En ese sector del delta, el Paraná Guazú hace una curva pronunciada a la izquierda -siguiendo su curso descendente-, para luego unos cinco o seis kilómetros después del desvío, volver a tomar la dirección hacia la desembocadura. En aquel punto, el río tiene unos tres kilómetros y medio de ancho. Todo un espectáculo.

El río Paraná, en su ingreso al delta, se va abriendo en varios brazos, desplegando un importante número de ramales principales y afluentes, que convergen finalmente en su desembocadura, vertiendo sus aguas, en el río mayor por excelencia, el Plata. Son el Paraná Guazú, y Paraná de las Palmas, los principales brazos, que luego, van dando lugar a otros ramales de menor caudal: el Paraná Pavón, Paraná Ibicuy, Paraná Bravo y Paraná Miní.

Por requerimiento de Plaza, Geraldo, que estaba al mando del motor de la embarcación, sentado junto a la popa, bajó la velocidad, hasta casi deslizarse a paso de hombre.

El río estaba casi planchado. Y el sol, a medio camino del mediodía, ofrecía un espectáculo digno de ser admirado. Se fueron aproximando hacia la margen derecha, pero manteniéndose a unos treinta metros de la costa.

Luego, en el lugar indicado y sin decir palabra, Plaza tomó el ancla, y la arrojó a un costado de la borda. Geraldo sorprendido, apenas pudo atinar a apagar el motor.

-Éste es el lugar - dijo Plaza.

-¡Vosé debe avisar que pare el motor!

-Acá tenemos dos lugares desde un mismo punto, -agregó Plaza ignorando completamente el comentario de Geraldo, y dirigiéndose a Sini- para lo chico, allí -señalado a los juncales- para lo nuestro, para allá, en dirección al centro del río.

-¿Qué profundidad hay in questo sitio? -preguntó Sini.

-Unos veinte metros.

De inmediato y en el escaso espacio con que contaban en el bote, comenzaron los preparativos para la pesca. Geraldo acomodó su caña en busca de algún patí o dorado chico, cerca de los juncales. Sini y Plaza estaban para cosas mayores. En toda esta ceremonia, Hubert se mantenía quieto y callado, sin dejar de prestar atención al mínimo detalle de los preparativos. El italiano y Plaza, empezaron a armar una línea descomunal, con varios anzuelos de unos diez centímetros de largo. En cada uno enganchaban un pedazo de sábalo de tamaño también importante. Colocaron luego un elemento flotante muy difícil de describir, al cual engancharon la línea. Una soga adicional sostenía dicho elemento. Dicho aparato cumplía la función de boya, y al colocado en el agua, la corriente se lo llevaba, amarrado de la soga por un lado y por otro arrastrando la línea que empezaba a desplegar un enjambre incalculable de anzuelos.

El procedimiento duró una media hora, al cabo de la cual, la boya ya no era visible y se había internado hacia el centro del río. En un momento, Plaza dijo "ya es suficiente" y pegó un fuerte tirón a la línea, la cual supondremos- se despegó de la boya y se hundió en la profundidad del lecho del Guazú. Luego, con la soga, empezó a arrastrar la boya hasta recuperarla.

- Questo sistema -agregó Sini- hace que el pescado no se entere del ruido del motor. Así va trescientos o cuatrocientos metros sin movernos.

- Magnífico - repuso Hubert asombrado por el “mecanismo”.

La pesca prosiguió en un ambiente de calma y silencio. Sini y Plaza dedicados a conversar en voz baja y compartir una botella de caña. Geraldo sacaba y sacaba del agua, todo tipo de piezas de mediano tamaño.

A eso del mediodía, cortaron unos salames, queso y vino y de esta forma almorzaron. Hasta en un momento Hubert se aventuró a la pesca, siempre ayudado por Geraldo. Plaza y Sini se turnaron para hacer una pequeña siesta, pero siempre uno de ellos estaba despierto atento a la gran línea que habían arrojado. Sini sabía que alguna que otra pieza había enganchado ya. Pero estaba buscando otra cosa.

-Lo que nosotros esperamos es un gran bicho -habló el italiano- la otra semana trajimos uno de cuarenta. Acá usted puede ver, Robertino -mostrando la tensión de la cuerda- hay pescado enganchado, pero chico, como aquello que está sacando aquel marmota -señalando a Geraldo.

-Vosé, patrón -contestó Geraldo, sintiéndose agredido- fala muito, pero Geraldo, no ve todavía ninguna pesca, como vosé ve aquí -señalando su captura.

-Ma ¿Cuánto pescado tiene usted ahí?

-Unos doce, patroncito.

-Ma en peso, en peso. ¿Cuánto pesa todo junto?

-Serán seis kilos.

-Ne aspettiamo uno su quaranta.

-¡Ja! ¡Cuarenta! Éstos ya están afuera patrón -concluyó Geraldo- el suyo todavía, ni asomó.

En ese momento, ya cerca de las tres de la tarde, Plaza sentado en la proa, con una mano sujetando la cuerda y con la otra la botella, habló dirigiéndose a Hubert.

-El surubí come de fondo. Es un gran bicho. Él va nadando en contra de la corriente. A gran velocidad. De pronto, si se cruza algún bocado en su camino, simplemente lo engulle. Así como viene, entero. Por eso hay que estar atento al tirón. Y luego mi amigo, hay que saber pelearlo. Pero parece que hoy no tenemos suerte. ¿Levantamos Don Sini, a ver si le hacemos alguna competencia a Geraldo?

Geraldo sonrió y luego dijo:

-¿Vosé patrón, no quiere que le preste alguno de estos paticitos? Va a tener que sacar unos cuantos para alcanzar a Geraldo. Hasta el amigo Hubert tiene más capturas que vosé.

-No te rías mascalzone, hay que saber esperar. Y tú, aspetta ancora un po  -dirigiéndose a Plaza- el surubí está dando vuelta.

-Espero que termine de dar vueltas -respondió Plaza riendo- porque yo ya estoy mareado, no sé si es por eso, o por la caña.

Y en el mismo instante en que todos reían sobrevino el tirón. Plaza que estaba sujetando la cuerda, y se había puesto de pie un instante antes, casi se cae al agua. Sini, lo agarró con una mano y con la otra manoteó también la cuerda. El bote se bamboleaba de un lado al otro hasta que la situación fue finalmente controlada. Los dos hombres entonces, se colocaron en la proa, mientras que Hubert y Geraldo debían hacer contrapeso en la popa. El italiano entonces, le dijo a Geraldo que arrojara otra ancla, porque los estaba empezando a arrastrar.

Acto seguido, Plaza le dio más cuerda, la cual se escapaba a una velocidad asombrosa. Mientras tanto Sini, tomaba un tramo de esa cuerda y la enganchaba en un aparejo casero que estaba instalado en uno de los rebordes de la embarcación. Tomó luego un balde con una sustancia aceitosa y lubricó el rodillo junto con la cuerda. A la orden de Plaza, el italiano tensó la cuerda y un fuerte tirón arrastró unos centímetros al bote.

Es muy grande -dijo Plaza- nos lleva. Geraldo, tirá dos anclas más.

-Dois anclas patrón, listo -arrojando una a cada costado del bote.

Ahora el bote parecía tener la resistencia exacta. Fue entonces que Plaza tomó el aparejo y empezó a recoger. Era un trabajo un arduo. Recogía un instante y luego le daba cuerda. Así se iban turnando entre ambos. O mejor dicho, entre los tres, porque después de una hora y media, las fuerzas de los dos hombres habían menguado lo suficiente como para requerir de la ayuda de Geraldo, que desde el comienzo del pique, había abandonado totalmente su pesca. Hubert miraba atónito el espectáculo. En un momento ofreció su ayuda, la cual fue convenientemente aceptada.

Hasta entonces, el pez se había llevado unos doscientos metros de cuerda, casi al límite de su largo. Ahora estimaban que estaba a veinte o treinta metros de distancia. Tanto pez como pescadores estaban extenuados. El sol comenzaba a bajar rápidamente, y el crepúsculo insinuaba su débil presencia a la distancia. De todas formas, no tenían apuro.

La excursión de pesca estaba planificada para dos días, pero ya era hora de acercarse a la orilla y establecer el campamento. Lógico, aún había un pez que no tenía la más mínima intención de dejarse derrotar.

Llevaban ya cuatro horas cuando la enorme cabeza del surubí asomó por primera vez. Todos se quedaron atónitos.

-Bárbaro -exclamó Plaza- nos quedamos cortos en el cálculo.

Madonna santa! Deben ser sesenta kilos.

-Patroncito, achique, achique –acotó sonriendo.

-Ma idiota, no viste esa cabeza, vamos a comer surubí por due meses.

-Patroncito, hay que sacarlo todavía.

-Escuchen un momento todos -interrumpió Plaza- vamos a traerlo ahora. Hubert y Sini, ustedes dos a la popa a hacer contrapeso, Geraldo al lado mío con el gancho. Yo voy a intentar traerlo. Cuando asome la cabeza, lo enganchas.

-Pirfeito patrón.

-Ahora voy a tirar.

Plaza aplicó todas sus fuerzas, una y otra vez. El bote se bamboleaba en forma impresionante. Inclusive el río ya no estaba tan calmo como al mediodía y con las últimas horas de la tarde había empezado a picarse. En el preciso instante en que el pez asomaba la cabeza, Plaza gritó:

-¡Ahora! ¡Clávale el gancho!

El gancho entró limpiamente por el lugar indicado. La fuerza que debió hacer Geraldo para sostenerlo fuera del agua lo superó.

-¡Ayúdelo Sini! -gritó Plaza- lo va a tirar al agua. Yo acá no puedo aflojar porque se nos va. Lo tengo, Geraldo - interrumpió Sini- usted Robertino, no se mueva porque nos damos vuelta.

Ahora Sini y Geraldo sostenían el gancho, mientras Plaza amarraba la cuerda en uno de los bordes para clavarle otro gancho. La embarcación estaba a menos de cinco centímetros del agua, y se bamboleaba cada vez en forma más amenazante. En ese instante Plaza clavó el segundo gancho y aun así el surubí siguió ofreciendo resistencia.

Estamos al límite -gritó Plaza- vamos a tener que llevarlo a la costa porque de aquí no lo sacamos. Sini estaba desesperado. Gesticulaba, le daba a Geraldo órdenes sin sentido, y ya no sabía de dónde sacar fuerzas.

-¡Geraldo! -le dijo- ¡la carabina! ¡Agarra la carabina e métele un tiro!

-¿Está seguro Don Sini? ¿No quiere que lo llevemos a la costa? -preguntó Plaza- el bote se bambolea mucho, y este chambón –dudó mientras señalaba a Geraldo.

-Vosé no se preocupe patrón, Geraldo maneja muito bem la carabina.

Ahora bien. No pueden imaginarse ustedes la cara de sorpresa e incredulidad de los otros tres hombres, cuando Geraldo, con carabina en mano, apuntó a la cabeza del pez, y en el mismo momento en que éste pegó un tirón, bamboleando desmesuradamente el bote, apretó casi a ciegas el gatillo. La munición pasó a menos de diez centímetros del pie de Don Sini. ¿Del pie? Sí, del pie. Por lo tanto, fue a dar al piso del bote, abriendo un agujero de diez centímetros de diámetro, por donde el Paraná entero, pareció que estaba entrando.

-¡Pero la putana, maledetto delinquente!

-¡Ahora sí que estamos bien! -gritó Plaza soltando los dos ganchos de la cabeza del surubí- ¡Rápido, encendé el motor, a la costa! -mientras intentaba levantar dos de las anclas- Ricardo, por favor, levante las otras dos, pero no le deje hacer nada más a este inconsciente –mirando inquisitivamente a Geraldo- Sini, maneje usted el motor.

-¡Tremendo bruto animale! ¡Io sono manejare bene la puta carabina! -en tono burlesco- ¡Io sono manejare bene! ¡Bene! ¡Bene! ¡Tú no sabes manejare nada, bruto cavallo!

-¡Deje de gritarle Don Sini, apure el motor que nos hundimos!

-¡Ma nos hundimos por culpa d'este maledetto! ¡Ven aca! ¡Planta el culo en el agujero para parar el agua!

Instintivamente lo sentó a Geraldo encima del agujero y agarrándolo de los hombros, con una mano, hacía presión para abajo, mientras con la otra le daba instrucciones a Hubert para que manejara el timón.

-¡Tú, no te mueves de aca, mascalzone! E tú Robertino, solo dale más potencia y enfila a aquella playa.

A todo esto, Plaza que había soltado los ganchos de las branquias del surubí, solamente le soltó cuerda, pero no la cortó. No estaba dispuesto a dejarse vencer. Desde la costa sería mucho más fácil. A pesar de la sentada que Geraldo, llegaron a la playa con casi diez centímetros de agua dentro del bote. Todo se había mojado. Desde la comida hasta las cobijas y la ropa adicional que traían para pasar la noche.

Inmediatamente sacaron la embarcación del agua, y Plaza tomó el mando en la pesca del surubí. Amarro la cuerda fuertemente a un árbol y colocándose unos guantes especiales que no había tenido oportunidad de usar en la pesca desde el bote, empezó a tirar.

-¡Dejen todos ese bote! -les gritó a los demás que estaban más preocupados por el agujero en la quilla, que por el pescado- después nos ocupamos del bote, ahora ayúdenme a sacar a este cabrón.

-Tú Geraldo, ve a ayudar, después arreglaremos el bote.

-Ya va, ya va patroncito. A vosé nadie lo entiende... "Geraldo toma la carabina" ... "Geraldo métele el tiro" ... "E Geraldo mete tiro, mais el barco se movía ..."

-Cállate animale, casi me quitas el pie, y muero dissanguato.

-Pero vosé patroncito fala todo el tiempo. Vosé fala e fala e Geraldo no puede fazer tudo.

-¡Geraldo non può fare niente di buono!

-¿Porque no dejan de discutir? -interrumpió Plaza- y me ayudan a sacar a este condenado.

Ahora los cuatro hombres, tiraban de la cuerda y el pez no pudo, en esas circunstancias, ofrecer ningún tipo de resistencia. Al cabo de diez minutos, ya estaba afuera.

-Impresionante -afirmó Hubert- nunca vi nada igual.

-Io tampoco Robertino, io tampoco.

-Es realmente grande -agregó Plaza- no sé si alguna vez sacamos algo como esto, debe andar por los setenta kilos.

-Vosé ten razón. Es impresionante -concluyó Geraldo admirado.

Los hombres se quedaron varios minutos contemplando al pescado, cuando ya la noche estaba cayendo.

De inmediato se pusieron en marcha para encender la fogata e intentar recuperar alguno de los pertrechos que se habían mojado con el imprevisto.

-Los fósforos están mojados -agregó Plaza, mientras revisaba sus pertenencias- ¿Alguien trajo otros?

-lo, pero todos están empapados.

-Yo tengo - agregó Hubert - están bien secos, pero hay solamente cuatro.

-Suficientes -agregó Plaza- ¿Geraldo, puedes buscar algo de leña para la fogata, mientras junto algunas ramas?

-No hay problema patrón.

Bajo esas circunstancias, los hombres pasaron toda la noche, conversando, secando la ropa al fuego e intentando reparar el bote, lo cual consiguieron en forma muy precaria, pero lo suficiente como para permitirles llegar a Las Acacias.

A la mañana siguiente, tras colocar la embarcación en el agua, amarraron el surubí a la popa para arrastrarlo y pusieron proa de regreso a casa. Llegaron ya entrada la tarde.

Esa fue la primera gran anécdota que Hubert pudo guardar en sus recuerdos, pero no la única. Algunas más agradables que otras.

No obstante, no fueron pocos los momentos en que Hubert se encontró en problemas. El primer inconveniente, surgió una mañana cuando se dispuso a recorrer solo la isla. Generalmente, el acceso a todos sus rincones era posible sin demasiados sobresaltos. Había sí, algunos lugares, donde la vegetación no permitía el acceso sin la ayuda de un Collins. Pero como no contaba con ello -hasta que se dio cuenta que era imprescindible- lo hizo solamente con lo que llevaba puesto. Ese día estaba nublado, y la amenaza de lluvia era inminente. Primeramente, atravesó el arroyo Las Vacas, que no era otro que aquel que corría por detrás del hotel, en un tramo que podía hacerse a flor de agua. Hubert se internó en el monte de sauces contando solamente con la compañía, casi siempre infaltable del negro, aquel exiliado que aún no había perdido la condición de tal.

Junto con Geraldo, el animal pasó casi necesariamente a convertirse en su mejor amigo. El perro, ni por las sombras se animaba a acercarse a menos de doscientos metros del hotel. Siempre se lo veía en las cercanías del almacén; hasta llegó a encontrárselo en lo de Ruiz Moreira, cuya casa estaba situada a la vera de las Cuatro Bocas.

El negro era un animal por demás inteligente, en todo sentido. Cuando Hubert tomaba un camino equivocado, o mejor dicho, que podía presentar alguna dificultad, el perro se paraba delante de él y le ladraba, y tengan la seguridad que no iba a poder pasar por aquel sitio. En varias oportunidades, Hubert pudo comprobar que el perro lo protegía, de algún estero cubierto por camalotes, o incluso sitios empantanados, que podrían haberle ocasionado problemas. Hubert caminaba adelante, y cada vez que se detenía, el perro también lo hacía. Si la detención era prolongada, entonces él se sentaba, y empezaba su denodada tarea con las pulgas. Pero aquel día, Hubert se internó demasiado dentro del monte, cuando precisamente comenzó a llover. Fue allí en que se percató de su imperdonable error.

Digamos que no fue una lluvia pasajera, como quién dice. Parecía como si todos los cursos del delta descendieron sobre su cabeza. La cortina era tan maciza e impenetrable, que no podía verse más allá de los tres metros. En esa situación, Hubert se encontró desorientado, e indefectiblemente pudo comprender que estaba perdido. El perro en ningún momento se separó de su lado. La única esperanza que tenía, estaba acompañándolo. Ahora bien, es difícil suponer que ha de encontrarse una solución en un territorio absolutamente desconocido, de más de cien kilómetros cuadrados -tal era el tamaño de la isla- y surcado de arroyos que no se sabe a ciencia cierta si van o vienen o si simplemente es, que se piensa que es. Cuando la lluvia disminuyó a límites razonables habían pasado tres horas. El camino que antes era un sendero o descampado cubierto de matas cortas, era ahora un inexpugnable pantano.

Hubert, mientras tanto miraba al perro, quién no se alejaba a más de dos metros de él, como queriendo encontrar en los ojos del animal una solución a la pregunta: ¿Hacia dónde vamos ahora? Pero el animal no se movía. Cuando Hubert intentaba tomar alguna dirección, el perro se ponía de pie y le ladraba. Lo intentó hacia los cuatro puntos cardinales, siempre con el mismo resultado.

- Debo entender que quieres que nos quedemos aquí.

Y el perro lo miraba por un instante, y continuaba luego rascándose como ignorando la presencia del hombre. Al principio todo estaba bien, pero cuando la lluvia cesó por completo, y el día, ya daba los primeros indicios de querer dar lugar a la noche, Hubert comenzó casi desesperadamente a inquietarse.

Calculó que antes que se desatara la tormenta habían caminado unos cuatro a cinco kilómetros en dirección noreste. Pero luego, bajo la lluvia habían continuado la marcha, sin un sentido concreto. La actitud del perro, aunque Hubert no podía llegar a comprenderlo, tenía alguna justificación.

A eso de las tres de la tarde, cuando la lluvia estaba amainando, Sini le preguntó a su peón:

- ¿Ha visto usted a Robertino Húbere?

- No sé, patroncit. ¿Estará en su habitación?

- ¡Ma qué en su habitación! … ¡María!, ¿Usted ha visto al joven Húbere?

- Se fue a caminar por la isla a la mañana, por lo menos eso es lo que dijo, y no es Robertino. Se llama Ricardo. ¿No ha vuelto?

- Madonna, se te lo chiedo è perché non l'ho visto.

- Patrón, voy a ver a lo Pardal.

- Pronto. Vaya rápido.

A los quince minutos volvió Geraldo corriendo:

- Patroncito, no está en el almacén.

- Madona mía. El bambino se ha perdido seguramente.

- ¿Cómo se va a perder? -agregó la mujer- no va a ser tan inconsciente de alejarse demasiado solo. Además, no es ningún bambino.

- Ma tu, non hai visto la pioggia? I polli sono quasi annegati! Vamos a buscarlo, Geraldo. Busca al perro.

- Enseguida voy con vosé, patrón.

- Trae el Collin y la carabina … E tú mujer, llama por radio a l'estacione forestal. Por si acaso.

Inmediatamente, los dos hombres salieron con tres perros, quienes de inmediato los llevaron hasta el arroyo e indicaban con ladridos que había que atravesarlo. Aquel otrora hilo de agua, era para esos momentos un curso con una corriente bastante considerable.

- El arroyo se desborda.

- Vosé patroncito, el agua seguramente tapó las huellas. Con un poco de suerte, estaba con el negro. Siempre lo sigue a todos lados.

- Cane assassino. Lo mangerà.

Los dos hombres caminaban guiados por los perros, que ciertamente tenían bastante dificultad por encontrar el rastro, debido al agua caída. Pero iban en la dirección correcta. Al principio, estaba todo bajo control, pero luego de internarse aproximadamente un kilómetro en el monte, comenzaron las dificultades. El terreno estaba empantanado. Ya en el albardón central, la arena, junto con el barro y el agua, habían logrado anegar gran parte del terreno y continuar era verdaderamente una locura.

- No podemos seguir.

- Tampoco podemos volver, patroncito.

- Andiamo, Geraldo. Hay que buscar ayuda. Non posso continuare.

- Yo voy a seguir con dos perros, Patroncito. Vosé vuelva y pida ayuda a la estación. Dígale hacia dónde vamos. Quizás puedan entrar desde el canal y llegar más rápido.

- Bueno, llévate el Collin y la carabina.

De esta forma Sini, retornó en busca de ayuda, mientras Geraldo intentaba por todos los medios continuar el camino. Se hacía difícil, pero lo estaba logrando. Lo importante era llegar a Hubert antes que cayera la noche. Volver al hotel antes del crepúsculo, por más que lo encontrase, ya no iba a ser posible. Geraldo estaba realmente preocupado. La noche cerrada y lluviosa, en medio de un terreno virgen, y a la merced de las criaturas nocturnas, que por esos lugares merodeaban, no era tarea fácil de digerir. El problema era la lejanía del poblado. Durante la noche, en las inmediaciones de Las Acacias, los animales no se acercaban, por la proximidad del hombre. Pero del otro lado del arroyo Las Vacas, era otra cosa. Ya sea por imprudencia o desconocimiento, Hubert no había tomado las precauciones necesarias para aventurarse en aquel territorio. Y eso podía costarle caro. El hecho que tal vez el negro estuviese con él, en cierta forma lo tranquilizaba. Pero no era suficiente.

En estas circunstancias, tras haber recorrido, en lo que pensaba era la dirección correcta, unos dos kilómetros desde el hotel, la noche desplegó su manto sobre el delta del Paraná.

Eran las dos de la mañana, según su reloj, cuando un sonido, proveniente del norte, volvió a sobresaltarlo. La noche ahora estaba totalmente estrellada y de no ser por el pantano que lo rodeaba, no habían quedado indicios de la lluvia de la tarde anterior. Hubert estaba petrificado por el terror. El perro se encontraba impávido a su lado, dormitando, pero sin perder en ningún momento el control de la situación. De a ratos abría los ojos, levantaba unos centímetros la cabeza, escudriñaba minuciosamente a su alrededor y luego volvía a su descanso.

La situación de Hubert era totalmente diferente. No solo no podía pegar un ojo, sino que cada movimiento en las hojas de los árboles, era amenazante. Se maldijo mil veces por haber tomado la decisión de salir a caminar por la isla, cuando la lluvia avanzaba. Pero, en fin, ya estaba hecho, y ahora dependía exclusivamente del instinto de un perro, para pasar el mal rato. El desconocimiento absoluto de la situación era su mayor temor, el no saber qué hacer ante determinado evento. Por supuesto, pensaba en la fauna del lugar, y que le era desconocida. Con sentido común, se imaginó de repente alguna inmensa serpiente, traída por la crecida del río, devorándolo ante la mirada irremediable de su compañero de desgracia.

En cierta forma, la tranquilidad del perro lo calmaba. Cuando el animal parecía haber escuchado algo y levantaba su cabeza, el pánico lo invadía. Luego, al retornar a su posición de descanso, las pulsaciones disminuían considerablemente. Pensaba en ese gran compañero que tenía a su lado. ¿Y si en el momento en que hubiese iniciado la caminata, el perro no estaba? ¿Qué hubiese hecho solo en aquellos lugares? ¿Su corazón hubiese resistido semejante terror? ¿Qué otra cosa podía depararle aquella situación? No comía desde hacía más de un día. Y si bien el hambre empezaba a manifestarse, ciertamente no estaba ahora entre sus prioridades.

Al principio, aquel sonido, pareció confundirse con el viento. Pero inmediatamente desapareció. Tal es así, que el negro ni siquiera levantó su cabeza. La segunda vez, fue similar, pero esta vez el animal abrió los ojos, sin saber hacia cual sector dirigir su mirada. Como a la media hora, volvió a aparecer. Parecía viento. Pero los árboles estaban petrificados. De inmediato una sensación de frío le corrió desde la punta de los pies hasta la cabeza y solo atinó a gritar: ¡Negro! Como para poner alerta al animal.

Éste se puso inmediatamente de pie, y giraba hacia ambos lados su cabeza en busca de detectar el lugar de dónde provenía aquel sonido qué, a esta altura, Hubert comprendió, que el perro también había percibido. Luego el perro emitió un breve gemido, leve; y seguía mirando a todos lados. Hubert mientras tanto miraba los árboles. Ni el más mínimo indicio de brisa había en el lugar. El perro, muy lentamente comenzaba a inquietarse, y emitir nuevos gemidos. Ahora caminaba, alrededor de Hubert, casi sin sentido, balanceando la cabeza hacia ambos lados, y gemía insistentemente. El hombre lo miraba, ahora con un terror desmesurado ya que comprendía que su protector, su única esperanza en aquel páramo, estaba irremediablemente asustado. Intentó decirle algo al animal, pero las palabras no salían de su boca.

En un instante, una percepción imposible de describir con palabras, inundó su espíritu. Hubert comprendió que, en aquel sitio, había “algo”. Estaba mudo, no podía moverse. El terror había ya pasado los límites del sentido de la misma palabra. Sus pulsaciones estaban fuera de control.

Fue entonces que el perro ahora ladró. Primero en un sentido, luego en el opuesto. Y luego nuevamente el gemido, que ahora era casi llanto. Aquel sonido se intensificaba, venía del mismo lugar que, en los casos anteriores. Ahora el perro pudo detectar la dirección por donde se acercaba. Y empezó a ladrar, ininterrumpidamente. Ladraba y gemía. También había sido presa del pánico.

Aquello semejaba viento, pero no podía, literalmente, serlo, puesto que nada se movía a su alrededor. Fue entonces cuando Hubert torció la cabeza hacia su izquierda y comenzó a ver algo. Simulaba ser a simple vista una niebla. Muy tenue, pero era niebla y venía de la misma dirección que el sonido. En un instante, el pánico cedió. Como si hubiese sido tocado por algún misterio absolutamente incomprensible, el miedo desapareció y dio lugar a la curiosidad. Mientras tanto el perro no dejaba de ladrar. Hubert sintió una sensación extraña. Excesivamente extraña, que invadió todo su cuerpo, y que de repente le había quitado todo aquel pánico. En un momento miró al negro y le dijo: "No tengas miedo negrito, está todo bien". Y fijó nuevamente la mirada en el suceso. A esa altura de los hechos, la niebla, que estaba a unos doscientos metros sobre el descampado, pareció emitir una especie de resplandor.

En ese momento, el perro estalló en terror. Dejó de ladrar, y tras un profundo gemido, retrocedió, se dio media vuelta, y se lanzó a la huida en dirección contraria al evento. Allí Hubert perdió toda la paz que había logrado adquirir en los últimos dos minutos, y corrió tras el animal, de la forma que nunca antes había corrido.

El negro saltaba charcos y bañados y sin saber cómo, Hubert también lo hacía. En cierto momento el perro -que seguía gimiendo constantemente- disminuyó la marcha, para que Hubert le diera alcance. Recorrieron en esta forma un tramo cercano al kilómetro cuando de repente el animal clavó su cuatro patas, Hubert patinó en el barro, trastabilló, y finalmente cayó pesadamente, mientras su rostro fue a dar contra el suelo, junto a las botas de Geraldo.

Los dos hombres, seguidos por los tres perros, caminaron, en grandes zancadas sin detenerse un solo instante. Geraldo iba adelante, mostrando el camino y los animales se entrelazaban entre sus piernas, siguiendo el consistente trajinar de los humanos. Luego que Hubert contó la historia que acababa de acontecer, Geraldo suspendió repentinamente su descanso, se puso de pie, e hizo una seña inconfundible a su compañero para que lo siguiera. Durante la hora y media que caminaron hasta llegar a Las Acacias, el brasileño no pronunció una sola palabra. Es más, cuando llegaron al hotel, de inmediato saludó con la mano a Hubert, y se fue a su cuarto, ubicado junto al galpón.

Recién al tercer día Hubert volvió a ver a Geraldo, como siempre lo hacía, trabajando con la leña o en las inmediaciones del hotel. Fue entonces que se aproximó para hablar con él:

- Te estuve buscando todo el día, y anteayer también ...

- Tuve que hacer una diligencia en el sector de la plantación, para el patrón, sabe.

- Decime una cosa Geraldo. ¿Qué te pasó la otra noche?

- ¿Cuándo patroncito?

- Sabes de lo que te estoy hablando -Ricardo se puso serio- saliste corriendo de ese pantanal apenas terminé de contarte lo que había pasado, sin decir una palabra. Hasta te digo que me costó bastante seguirte el paso. Es más, hasta los perros, creo entender, tuvieron que salir disparados para alcanzarte.

- Vosé ten razón, patroncito. Geraldo estaba muito asustado.

- ¿Por lo que te conté?

- ¿Y que más patrón? ¿Con que otra cosa Geraldo va asustarse?

- ¿Qué crees que es lo que yo vi entonces? Algo tenés que saber al respecto.

- ¿Quiere que le diga yo patrón? ¿Vosé esta muito seguro?

- Te escucho.

- Bah, bah, patrón. Vosé no sabe nada de esto. Nada. -repetía el joven sin dejar en ningún momento de demostrar su nerviosismo. Hablaba sin interrumpir su tarea con la pala- lo que vosé ha visto no pantano es muito serio.

- Geraldo, sin vueltas. ¿Qué es lo "muito" serio que estás hablando?

- La “mininha invisible” o la “donna” como la llama Don Sini.

- ¿Qué cuernos es la “mininha invisible”?

- Vosé no entende, ¿Verdad?

- Para ser sincero, absolutamente nada de lo que estás diciendo.

- ¡La Aparición!

Hubert hizo silencio. Luego prosiguió.

- Perdón Geraldo, ¿qué es la “Aparición”?

Ahora el que hizo silencio fue Geraldo. Un minuto después empezó a explicar.

- Desde que Geraldo llegó a Las Acacias, conoce el tema de la aparición. Primero fue Ruiz Moreira quien falando com Geraldo hizo conocer la historia. Luego, con el tiempo otros dois hombres han falado com Geraldo acerca de la aparición. Uno es Pardal el otro o patrón Sini.

-¿Qué es la aparición, Geraldo?

- Es una mininha que algunas veces se deja ver no pantano.

- ¿Mininha?

- ¡Mulher, patrón, mulher!

- Y que hace una mujer en el pantano, si es que tiene alguna relación con lo que yo vi, porque que yo recuerde y te aseguro que esa noche no había tomado ni comido nada, allí no había ninguna mujer.

- Vosé no ha llegado a ver na mininha simplemente porque no quiso mostrarse. Mais ten seguridad que lo que vosé ha visto la otra noite, ha sido la mininha invisible.

- Bueno, supongamos, digamos que en cierta forma es así. La aparición tal como la llamas, se presentó aquella noche en el pantano. ¿Con qué fin? ¿Con qué sentido?

- Para ayudarlo a vosé.

- ¿Ayudarme a mí? ¿Ayudarme a qué?

- A salir del pantano. Según vosé le ha dicho a Geraldo, el negro estaba plantado. El negro se plantó porque el perro es muito inteligente. El perro conoce bien el pantano. El perro sabe que no ten salida a causa de agua. Por eso el perro se ha plantado. A mininha asusta al perro. O animal presiente la aparición. Muito mais que el humano. El perro ha visto a mininha. Vosé a dicho a Geraldo que el negro gemía, lloraba. El perro estaba asustado. Y la mininha ha hecho que el perro corra y que busque la salida. Así vosé ha corrido y ha encontrado a Geraldo para sacarlo del pantano.

- Digamos qué si fuera creíble, la historia cerraría. Pero ...

- Pero vosé e muito cabeza dura. Como el patrón Sini. Él no cree a mininha. Mais Sini no ha visto nunca a mininha, e vosé patroncito, vosé ha visto a mininha. Ten seguro de ello.

- Debo reconocer que el hecho no fue muy normal, pero de allí a tratarse de un tema de “aquellos”, no estoy bien seguro. Debe haber una explicación más racional. Lo que yo vi era niebla. Bruma. Y un resplandor que bien pudo haber sido la luna reflejándose en la niebla, o en el agua de pantano.

- Bicho cabeza dura. Hay luna nueva.

- Bueno, no sé. La noche estaba estrellada.

- El patroncito es incrédulo. No quiere reconocer lo que ha visto.

- Bien, voy a hacer un esfuerzo. Digamos nuevamente que es verdad. Debes reconocer que tengo mis razones para mi escepticismo. No es algo muy común lo que me estás planteando. Bien puedo dudar un poco sobre esa realidad. Además, tu no lo has visto nunca. ¿Verdad?

- Verdad.

- ¿Cómo estás tan seguro entonces? ¿Basándote en los dichos de otros?

- Mucha gente ha visto a la “mininha invisible”.

- ¿Gente que está aquí en Las Acacias?

- Alguno que otro, sí.

- ¿Puedo saber quién?

- ¿Para qué quiere saber quién patrón?

- Porque ahora me picó la curiosidad. Me ha tocado vivirlo, bueno, si fuese verdad. De ser así, tengo derecho a conocer acerca del tema y, ocasionalmente, hablar con otros que hayan visto lo mismo.

- Tengo sabido que el padre de Ruiz Moreira la ha visto. También la ha visto o prefeito a estacion forestal.

- ¿Son todos de Las Acacias?

- No, solo Ruiz Moreira.

Ahora Hubert se quedó pensando un rato y luego agregó.

- ¿Puedes llevarme a conocer a Ruiz Moreira en algún momento?

- Sí patroncito, cuando quiera. Está cerca das Cuatro Bocas. Allí vive Moreira y su familia. Geraldo lo llevará a caballo.

- Gracias Geraldo. Ahora despreocúpate. No es necesario seguir hablando del tema.

A decir verdad, Hubert estaba algo confundido respecto al acontecimiento. Si bien no tenía la predisposición a creer en aquellos hechos, lo cierto era que estaba completamente seguro, que algo había sucedido aquella noche en el pantano. Sería bueno, entonces, cambiar opiniones con otras personas que hayan vivido una experiencia similar. Respecto a la actitud de Geraldo, era fácil de entender. El muchacho se manejó siempre dentro de un entorno que permitía, sin ningún tipo de desviaciones, el entendimiento de aquellos hechos como algo perteneciente a la vida cotidiana. Y eso le provocaba mucho temor. Era consciente que el hombre debía convivir con tales situaciones, pero en cierta medida, dentro de su mente no tenía el espacio suficiente como para digerirlas como algo normal. Bien cierto que no lo era.

Durante los primeros días, Geraldo se mostraba apartado de lo que normalmente era su relación con el resto de la gente. Luego, poco a poco, fue tomando su ritmo normal, siempre y cuando no se hablase del tema. Hubert también, decidió enfriar un poco la cuestión y no profundizó respecto a este hecho con nadie más, retornando a su ritmo normal dentro de la isla. Eso sí, por el momento decidió no realizar más paseos solo, por lo menos hasta conocer bien acerca de los límites de Las Acacias. Dentro del paraje, no había problemas porque siempre encontraría a alguien realizando algún tipo de tarea. Por lo tanto, sus excursiones ahora se limitaban a recorrer el caserío con mayor lujo de detalles.

En uno de esos trayectos conoció a Ruiz Moreira, casi por casualidad. Fue una mañana, cuando con la compañía inseparable del negro, se dirigió hacia la región sur del paraje, lindante con el Canal 5. En ese sector de Las Acacias estaba la que denominaban plantación, la zona de huertas y la escuela. Precisamente esta última se localizaba sobre la costa del canal. Allí acudían diaria o periódicamente, niños de un área bastante importante, inclusive fuera de los límites de la isla donde la escuela funcionaba. El trayecto por sendero desde el hotel hasta la escuela era de seis kilómetros. Hubert ya se había acostumbrado a recorrer tales distancias a pie y en menos de una hora y media de caminata, llegó al lugar.

Allí se presentó ante el maestro, Patricio Montes, un hombre de unos cuarenta años, que estaba cumpliendo con esas funciones en Las Acacias, desde hacía diez. A la escuela -según el relato de Montes- concurrían veinte niños aproximadamente. Lo hacían, en general a través del río, aunque algo menos de la mitad, provenían del mismo paraje. La escuela era una construcción de madera, por supuesto, con techo a dos aguas y contaba con una cocina, un baño, dos aulas y una habitación, donde vivía Montes. También tenía un fondeadero con muelle, donde estaba siempre amarrado el bote a motor del maestro. El edificio estaba alejado de la costa, a unos cincuenta metros. Todo ese terreno intermedio, era utilizado por los niños para sus juegos y correteadas. Montes hacía las veces de maestro, padre, enfermero, y psicólogo social, ya que los niños que acudían a la escuela -en su gran mayoría- pertenecía a familias de bajos recursos que encontraban en los derivados del río su única fuente de ingresos posible.

La lucha cotidiana de Montes, se basaba en hacer tomar conciencia a los padres -tarea por demás complicada- acerca de la necesidad e importancia de enviar a los niños a la escuela. La distancia, en muchos casos jugaba en contra de su tarea, ya que algunos niños tenían que cubrir diariamente más de veinte kilómetros por agua para concurrir a clase. Algunos debían pasar la noche en la escuela, para lo cual Montes había tomado las debidas precauciones y normalmente acondicionaba cuchetas en una de las aulas. Respecto a la comida, allí no había inconvenientes. Si algo no faltaba en Las Acacias era la posibilidad de obtener alimento, ya sea procedente de la huerta, como el aportado por la gente del lugar para beneficio de la escuela.

Bajo estas circunstancias, aquel día Hubert conoció a Ruiz Moreira cuando éste llevaba -como siempre a caballo- a sus dos hijos a la escuela. Inmediatamente, luego de presentarse, Hubert trató de entablar conversación con el hombre, para, en algún momento dejar abierta la posibilidad de encontrarse nuevamente. Moreira, de esta forma, invitó a Hubert a visitar su casa, ubicada a dos kilómetros de la escuela, frente a las cuatro bocas, y luego se despidió.

La excursión de Hubert prosiguió en la plantación. Ésta comenzaba a unos setecientos metros de la escuela, hacia el norte. Era un terreno de aproximadamente cinco kilómetros cuadrados, bien delimitados, donde los pobladores tenían sus parcelas y cultivaban principalmente caña, cítricos de todo tipo -principalmente naranjas-, ciruelas, duraznos y otras variedades de frutales. La caña crecía en forma salvaje en la isla, pero en la plantación existían sectores controlados. Toda la producción de la plantación, era vendida luego a comerciantes de la zona de Tigre, principalmente al puerto de frutos. La caña se utilizaba básicamente, para la construcción de mobiliarios. También proveían de mercadería a las lanchas almacén que se abastecían desde un fondeadero ubicado en la margen del Canal 5. Siempre había gente trabajando en la plantación, sobre todo por la mañana. El golpeteo de las palas y picos contra el suelo, retumbaba en el monte contiguo y pasaba a formar parte del conglomerado de sonidos del ambiente, mezclándose, con el canto de los zorzales, cardenales, y jilgueros que inundaban en desmesuradas bandadas, aquel derroche pleno de naturaleza. Bajo aquella atmósfera eufónica que daba al espíritu los nutrientes necesarios para llevar adelante la vida, el tiempo transcurría en la plantación, con el trabajo y la tranquilidad reinante dispersada en el ambiente.

Una mañana, después del desayuno, cuando ya había pasado casi un mes de aquel suceso tan particular, Hubert tuvo la oportunidad de hablar con Sini, justo antes de iniciar su visita a Ruiz Moreira. El italiano, estaba sentado sobre un tronco, a un costado del hotel, mientras arreglaba algunos candelabros de la sala principal. Al ver a Hubert saliendo preparado para una caminata, entablaron una conversación que derivó en el tema antedicho.

- ¿Ruiz Moreira? En las Cuatro Bocas. Larga travesía. Tenga cuidado de regresar prima di stasera. A ver si tengo que enviar al Geraldo a buscarlo con el Collin.

- No se preocupe Don Sini -respondió Hubert riendo- no tengo pensado ir al pantano hoy. Ya tuve bastante con aquella experiencia.

- El Geraldo me ha dicho algo acerca di la “donna”.

- Bueno, según dijo él, aquello que yo vi esa noche estaba relacionado con lo que usted menciona. Realmente yo no creo mucho -dijo haciéndose el desentendido- pero bueno, ustedes son del lugar y tendrán razones más justificadas para afirmarlo.

- Mire usted Robertino, io tampoco tengo visto aquello, ma, algo de verdad hay. Hace veinte años que vivo aquí, y muchas veces e oido parlare del tema. Ma le repito, nunca he podido comprobar nada. Si a usted le sirve, es bueno que lo vea a Ruiz Moreira, él sabe mucho sobre aquello.

La casa de Ruiz Moreira quedaba a unos diez kilómetros del hotel. Geraldo le facilitó un caballo, ya que el trayecto no estaba para realizarlo caminando. En Las Acacias había un sendero que se internaba en la isla y llevaba hacia el extremo sur de la misma. Hubert ya lo había recorrido en oportunidad de visitar la escuela y la plantación. Pero unos ochocientos metros antes de la costa había una bifurcación que llevaba hacia el arroyo Las vacas, límite sur del paraje. Allí había un puente, de unos tres metros de ancho que atravesaba el arroyo y comunicaba con el resto de la isla. A trescientos metros de dicho puente estaba la costa, precisamente en el sitio denominado Cuatro Bocas. Era verdaderamente un sitio impactante. Los cursos del Canal 5 y el Canal De la Serna se entremezclaban en un nudo de corrientes y remolinos, en un frenesí desenfrenado de vertientes que sacudían el agua desde el centro hacia las restingas.

En esa época en particular, el río tenía un maravilloso caudal y su nivel estaba algo por encima de lo habitual, producto de las fuertes lluvias que se estaban produciendo en todo el litoral y sur del Brasil. Junto a este espectáculo de verde y marrón vivificantes, estaba la casa de Ruiz Moreira, justo a la vera de la playa. Hubert pasó todo el día en la finca, por supuesto siempre en compañía de su inseparable amigo, el negro. Cualquiera fuese la distancia que el hombre recorriese, el perro estaba siempre a su lado. Y así, de esta forma, Hubert aprendió a querer al animal y a prestarle más atención que al resto de los perros. Desde hacía unas semanas, por las noches iba al almacén y compraba algún alimento que luego se lo daba como complemento a su tradicional dieta de buscavidas.

Tal vez hacía esto en agradecimiento, por haberlo sacado aquella noche del pantano. Lo cierto era que el perro ahora cumplía un papel muy importante en su estadía en Las Acacias. Cuando alguien quería saber dónde estaba Hubert, podía buscar al negro y viceversa. Hubert ponía siempre especial cuidado cuando el perro merodeaba las cercanías del hotel. Si bien aquel exilio implícito que Sini le había puesto parecía haberse levantado, no confiaba mucho ni en el cuidado del italiano al manipular su factura, ni en los instintos del perro. Así que como le había tomado cariño, debía cuidarlo él mismo, y evitar que se acercara a áreas peligrosas.

La casa de Ruiz Moreira estaba emplazada sobre clásicos pilotes a un metro y medio de altura. Contaba con los elementos característicos de estas fincas, inclusive un generador. Ruiz vivía con su esposa y cuatro hijos y su madre de casi noventa años. Dos de sus hijos eran ya adolescentes y ayudaban a su padre en los trabajos. Vivía de la pesca, la leña y la recolección de caña, para el cual tenía destinada una parcela en la plantación, y fuera de los límites de Las Acacias, donde él vivía, aquella crecía prácticamente sin control.

Los dos hombres se sentaron junto a la ribera y allí Hubert narró, con lujo de detalles la experiencia vivida en el pantano, luego Ruiz Moreira habló:

- Toda mi vida la pasé en estos pagos. Inclusive mis padres cuentan con el mismo antecedente. Mi padre que falleció hace diez años, vivió todos sus setenta y cinco años de vida en este lugar. Así que vea usted si conozco esta geografía. Respecto a lo que usted me cuenta, lo que yo sé, son todos dichos de otras personas. Jamás he podido ver a la “figura invisible”, como la llaman los lugareños, pero conozco bastante sobre el tema. He hablado con mucha gente que tuvo contacto con ella, principalmente con mi padre. Él la vio en tres oportunidades, dos de ellas en el pantano, donde usted tuvo la aparición.

- ¿Por qué la llaman “figura invisible”?

- Porque muchas veces no se deja ver. Se presenta como una luminosidad a veces acompañada de sonidos y ocasionalmente bruma. O sea, como usted me relató.

- Tengo que pensar entonces que lo que yo vi está relacionado con ese hecho, ¿verdad?

- Quiero creer que sí.

- Usted Moreira, de todas las personas que he hablado sobre el tema, me parece ser la más, digamos … “creíble”. Puedo percibir en sus palabras un cierto aire de, digamos, inseguridad o es incredulidad tal vez.

- No, no, no es que yo no crea en ello por no haberlo visto. Me basta con los dichos de mi padre. Eso no es. Que existe, tenga la plena seguridad que estoy convencido. Lo que dudo es el origen de ese hecho. Por más que lo hubiese presenciado, no creo poseer los suficientes conocimientos sobre el tema para poder afirmar ante qué estamos. Y eso es lo que mantiene encendida una luz de inseguridad, como usted dice. Por lo demás, no tengo dudas. Esté bien seguro que hay algo allí en el pantano y en sus inmediaciones.

- Cuénteme por favor un poco, como fueron las apariciones de su padre.

- El la vio por primera vez cuando tenía veinte años.

- Entonces -interrumpió Hubert- Estamos hablando de hace setenta años. ¿Verdad?

- Mas o menos, pero hay testimonios más antiguos. En aquella oportunidad, mi padre estaba pescando en la boca del Guazú y el Miní. Cuando se disponía al regresar debió esquivar las corrientes que se desencadenaban desde el centro del nudo hacia las restingas del Miní, tomó entonces un rumbo paralelo a la costa, a unos cincuenta metros de ésta. De pronto vio en un remanso, junto a la costa a una mujer vestida con una túnica o algo parecido, de color blanco, que llamó la atención. La mujer tenía unos cabellos castaños largos, muy largos, y comenzó a hacerle señas a mi padre como llamándolo, para que se acercara. Mi padre comenzó entonces a aproximarse a la costa, porque pensó que la mujer necesitaba ayuda. Pero la corriente no lo dejaba acercarse. Era muy fuerte y empujaba a la embarcación hacia el centro del cauce. Finalmente, no pudo prestar más atención a aquella figura, porque debió poner todo su empeño en salir del remolino. Cuando finalmente lo logró y llegó al sitio donde la había visto, simplemente ella ya no estaba. Mi padre bajó del bote y recorrió todo el terreno en busca de la mujer, pero nadie estaba allí. Tampoco había alguna población estable en el lugar, ni ninguna embarcación estacionada. Ese fue el primer contacto y la única vez que pudo verla, en todo el sentido de la palabra.

- Asombroso.

- Ella le hacía señas para sacarlo de la corriente. Lo previno y pudo salvarlo de un naufragio seguro.

- Veamos la segunda historia …

- La segunda vez fue cuando tenía cincuenta años. Fue en el pantano, muy cerca de donde usted la presenció. Mi padre estaba recolectando cañas. Era un terreno bastante peligroso. Allí, luego de las lluvias, las arenas y el barro flojo, forman una mezcla bastante peculiar, y se arman ciénagas, todas muy peligrosas. El día anterior había llovido, y el terreno estaba bastante intransitable. Pero mi padre era muy testarudo y había visto unos días atrás unas cañas muy buenas y quiso recolectarlas. Era de tarde, a eso de las cinco, cuando divisó a unos cien metros una luminosidad dentro del monte de ceibos, un lugar oscuro por la falta de luz a causa de los árboles. De inmediato se sobresaltó. El perro empezó a aullar y el caballo se puso también inquieto sin causa aparente.

- ¿No escuchó un sonido, algo así como el producido por el viento?

- No, en esa oportunidad no.

- Continúe Moreira …

- Bien, entonces mi padre empezó a prestar más atención al hecho, y la luminosidad empezó a intensificarse, desde la base de los árboles hacia la copa. Era imposible que algo racional produjese ese fenómeno.

- Y luego ¿qué hizo?

- Fue tan grande el julepe que se pegó, que se subió al caballo y salió casi volando de allí.

- ¿Y qué conclusión podemos sacar de este otro hecho? ¿Lo “empujó” a salir del pantano quizás?

- Aparentemente. No fue tan contundente como la primera vez, pero yo creo que sí. Eso quería que se fuera porque era un terreno peligroso.

- Todo pareciera indicar -agregó Hubert- que ella está decidida a ayudar a la gente que está o puede llegar a estar en peligro. Si analizamos estos dos hechos, y el mío del mes pasado, todo parece converger en el mismo razonamiento.

- Así parece, aunque no siempre sucede así. La figura invisible tiene guardadas también otras cartas, como veremos en el tercer caso.

- Escuchémoslo entonces …

- Esto sucedió poco tiempo antes de morir. Mi padre estaba ya muy anciano y cansado, fue una vida muy larga, y muy dura por estos pagos. Tenía desde hacía unos años algún problemita de salud, pero se defendía bastante bien. Pero su corazón estaba cansado. Muy cansado. Fue que un día se despertó y me llamó a su habitación diciéndome que quería hablarme, sin que supiese mi madre. Así fue entonces que me contó que había tenido un sueño, que consideraba por demás real. En ese sueño había visto aquella figura. Ella estaba en la orilla del río allá, en el Miní. En el mismo sitio del primer encuentro y bajo la misma situación. Pero esta vez, cuando él llegó a la costa con su bote, la joven estaba allí, esperándolo. Él bajó del bote, con sus veinte años, y ella se le acercó y extendió sus dos manos hacia él y le dijo que necesitaba hablarle. Se sentaron en la playa y le dijo que lo estaba llamando para decirle algo de mucha importancia. Él la escuchó atentamente. Entonces ella le dijo que estaba allí porque tenía que prepararlo para un largo viaje que él iba a emprender en poco tiempo y necesitaba trasmitirle la paz de espíritu necesaria para semejante travesía. Parece que conversaron durante largo rato, no me dijo todo lo que la mujer le había contado, pero bueno, finalmente, le dijo que ya no la volvería a ver y que luego de ese encuentro ya estaría en condiciones de iniciar su viaje. Él le manifestó que no comprendía en realidad, el objetivo de ese viaje, ni de la presencia de la joven. Ella le respondió que en el futuro entendería la razón de su mensaje. Así mi padre se subió al bote y al mirarse reflejado en el agua ya no tenía veinte años, era el anciano de ochenta el que estaba en ese lugar. Luego mi padre despertó y me llamó de inmediato para contármelo. Por un lado, fue maravilloso, por otro bastante triste, ya que mi padre falleció a la semana.

- Realmente Moreira, no puedo dejar de asombrarme. Es una historia muy fuerte, muy contundente.

- ¡Qué le parece mi amigo! Ahora dígame usted una cosa, ¿cómo puedo yo no creer en esto?

- Seguro, a mí me pasaría lo mismo.

- Ahora, sabe usted cuantas veces, sobre todo desde que mi padre murió, acudí a ese pantano. La necesidad que se creó en mí por presenciar aquel hecho fue tan grande que recién hace pocos meses me di por vencido. Indudablemente aquello está hecho para gente que realmente lo necesita. Tal como le sucedió a usted la otra noche. Realmente mi amigo, debo reconocer que en cierta forma lo estoy envidiando. ¿Sabe cuánto daría yo por ver a aquella mujer y darle mi agradecimiento por haberle llevado la paz a mi querido padre en el momento más indicado? En fin, así es la vida nomás. De todas maneras, creo haber percibido su mensaje. Cada uno obtiene de la vida lo que necesita, en el momento indicado. No tiene ningún sentido el desesperarse por conseguir algo que no está programado por el propio destino para uno. Si hablamos de algún objetivo material, eso es otra cosa. Uno puede luchar, y es más debe hacerlo por obtener un bienestar para sí mismo y su familia. Pero en el otro aspecto, en los hechos de la vida cotidiana y en los espirituales, por sobre todo, los límites están fuera de nuestro alcance. Tenga la plena seguridad de ello. Si tiene que venir, si ya está escrito que así será, seguro vendrá, es inútil buscarlo.

- Don Moreira, sabe, ha sido muy gratificante haber podido hablar con usted. Creo que de aquí me llevo una imagen totalmente distinta de aquel hecho. Desde ya le digo que me ha sido de gran ayuda para poder comprender lo que tuve el privilegio de presenciar. Muchas cosas han cambiado para mí a partir de ahora.

Ya estaba cayendo la noche en el sendero, cuando Hubert y el perro regresaban para el hotel. Había sido un día muy gratificante. Ahora la imagen de la figura invisible, empezaba a tomar forma más real, dentro de la mente del hombre. Lo que había comenzado como un desafío, en busca de una nota para llenar tal vez, media página del periódico de algún domingo, se había convertido ahora, por los avatares del destino, en una necesidad, más allá del objetivo y justificaba plena y absolutamente, la estadía de Ricardo Hubert en Las Acacias.

 

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"El río corre, lento, sobre las restingas, bailotea en una danza desafiante hacia la tierra, que emerge de un lecho vivificante de sustratos y nitritos candentes bajo el sol de la mañana. El río ensaya el día, corre, sin prisa hacia las durmientes de los Bajos del Temor. El río aguanta la tarde, deleitosa, aguardando el invisible carmesí. Aquel carmesí que resplandece sobre el monte azotado por los mezquinos albores de un día de fuego. Aquel carmesí que surge tras la tormenta de la tarde, como queriendo demostrar que siempre está presente, aunque el manto del río, elevado hacia un cielo abstracto, por momentos lo niegue. El carmesí está presente sobre una hoja, junto a la lucha denodada de una lágrima que el viento, caprichosamente ha depositado para entregarle cierto respiro tras el día de infierno.

Y cuando el verano muere, el frío de esa misma tarde hace que el río se abrace más y más a la tierra, para darle el calor emergente desde el lecho en su suave deslizar. Así también el carmesí está presente. Presente está también en el pensamiento. El recuerdo de aquel remanso recostado a la vera del Miní. Del suave deslizar de una canoa sobre la durmiente estela de un arroyo que nace en el mismo monte y vierte su sangre de cieno y hedores de verde sobre el río, dándole a éste majestuosa presencia.

El recuerdo de juncos y camalotes durmiendo tras el escarceo de una corriente en claro proceso de extinción. Un recuerdo claro, limpio, y suave, como la flor del irupé. El río siempre denota su presencia. En la atmósfera, en el cielo, en el carmesí penetrante de la tarde, y en mi propio pensamiento. ¿Cómo olvidar la presencia del río, que tanto y tanto ha calado en lo más profundo del corazón?

Con su sola presencia el río ensaya. Desafía al hombre y sus propios sentimientos. Lo mide. Lo calcula y lo pone a prueba. Intenta descifrar cuan fuerte es aquel hombre. Le da un tiempo y luego se sienta a esperar. ¿A esperar qué? Muy simple. A esperar cuanto puede resistir hasta verse sometido y derrotado por semejante belleza.

Y entonces, el río luego goza. Ha capturado un alma nueva y sabe con certeza que ya nunca, jamás ha de perderla, porque ha logrado cautivar su corazón. El río todo lo captura. Los débiles sucumben al instante. Otros resisten algún tiempo, pero tarde o temprano también han de caer. Y así, bajo este entorno, no hay antídoto para el alma, obligatoriamente está perdida.

Y el pensamiento se convierte irremediablemente a su voluntad. Y ahora lo digo, sin avergonzarme, que también yo he caído, de la misma forma que la tierra, hace ya de esto mucho tiempo, sucumbió por las heridas de ese río. Las heridas de la tierra son visibles y palpables. Las mías se han depositado en la mente y el espíritu, a través del corazón. Los recuerdos, como meandros y guijarros que la tierra llora, es mi llanto en exacta equivalencia. Y así, con recuerdos y llanto, vuelvo al río buscando una respuesta, dormida en el tiempo que reverbera con la misma corriente, pero que aún, después de tanto tiempo, aún, no se deja ver."

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Aquel día Hubert despertó con el claro convencimiento que debía realizar algo muy importante. Inmediatamente fue a ver a Sini, y le pidió prestado un bote con la intención de hacerle una visita al Don Francisco, para aclarar algunos temas que habían quedado en el tintero, y que ahora, después de estos nuevos hechos, cobraban mayor relevancia. El italiano se mostró, como siempre muy servicial y no solo le proveyó el bote, sino que también le aconsejó que Geraldo lo acompañara en su travesía, ya que Hubert aún no era muy conocedor del manejo, ni mucho menos de la geografía del lugar.

El viaje hasta la finca de Don Francisco era bastante largo, aproximadamente unos cuarenta kilómetros. Para el mediodía, ya habían preparado el bote con elementos y comida para dos días y partieron remontando el arroyo grande en dirección al Miní.

En ese instante, el sol caía suave sobre las correderas del meandro, cuando los dos hombres tomaron contacto con el Paraná Miní. Los primeros frescos del otoño daban al día un aspecto agradable, ya casi dejando atrás los últimos calores de un verano de infierno.

Recorrieron unos quince kilómetros hasta toparse con el Guazú. Hubert pensaba que el Miní era un río imponente, pero lo otro, y sobre todo visto desde el bote, era realmente cosa de otro mundo. La costa opuesta del Guazú apenas estaba a la vista. De inmediato Geraldo tomó un camino paralelo a la costa oeste, o sea dentro de los límites de la provincia de Buenos Aires. La correntada era realmente muy fuerte, y el motor de la embarcación, se notaba de solo escucharlo, estaba trabajando a pleno. Hubert se limitaba a admirar el paisaje, mudo. Geraldo hacía lo propio, sosteniendo un cigarrillo con una mano, y el timón con la otra. De tanto en tanto esbozaba alguna frase cargada de admiración hacia el paisaje que estaban contemplando.

- Geraldo tiene recorrido muito río … No norte, ao longo do litoral de Curitiba, o sino cuando Geraldo trabalhaba a "Ilha do Bananal" … certamente muito río, mais otro río, muito diferente, esta hermosura e incomparavel.

- ¿El río de tu país no es tan hermoso como este?

- O si, Geraldo solo dice que es diferente. Vea usted patroncito. Geraldo ha recorrido el Araguaina durante un verao completo, sabe usted que significa eso …

- No.

- Bueno, es muito difícil poder describirlo. Alla hay selva, no monte como usted ve aquí -dijo mientras señalaba a su alrededor- selva, cosa muito distinta. Y el río, ah el río. No, vea usted patrón, el Araguaina no es un río, es un demonio. El Araguaina lo devora en muito menos tiempo del que se imagina. Lo consume, y cuando vosé se da cuenta ¡Zas!, ya es tarde. Si logra salir vivo, ya no sirve para nada. Geraldo estuvo allí dois meses, y perdió media vida. La selva es otra cosa. El calor, bah, esto no es calor, aquí hay invierno y primavera. Allá solo verao y mosquitos. Nada existe como aquellos mosquitos. ¡No mueren los condenaos! Solo con el humo logra espantarlos, pero poquitinho, véase. Es un ataque constante. Bicho del demonio.

- ¿Y las vívoras?

- Las vívoras verdaderas son los mosquitos. Peor que cualquier cosa. También las hay, pero no muito más importantes que las de aquí. Mais, el Araguaina es un cultivo de enfermedad. Vosé está enfermo por la peste, el calor, la fiebre. O río do demonio.

- Un paraíso, Geraldo …-acotó Hubert riendo.

- Si vosé sale vivo de los mosquitos y la peste, lo está esperando el yacaré o la piranha.

- Entrar al agua es cosa de cuidado.

- No patroncito, entrar al agua es suicidarse. Vosé debe ser un gran conocedor del río para saber si puede entrar o no al agua. La piranha no se ve, se presiente. Igual que el yacaré. Y sino, si está el junco, está la vívora, o peor, la anaconda.

- ¿Y por qué estuviste solo dos meses en aquel lugar?

- Vea patrón, Geraldo fue a hacer un trabajo al garimpo, pero se dio cuenta a tiempo al ver al resto de la gente, as mulheres de veinte o treinta años, que parecían de sesenta. Terrible. Entonces un día Geraldo conoció a un hombre del sur de Curitiba no estado de Paraná que le ofreció trabajo en su estancia. Y Geraldo no lo dudó. Salió de "Ilha do Bananal". Luego con el tiempo bajó por el Paraná recalando de estancia en estancia hasta llegar hasta aquí. Un paraíso.

- ¿De dónde sos vos, Geraldo?

- Geraldo nació en realidad en un poblado cercano a Ouro Preto, al norte de Rio de Janeiro. Mais desde muy pequeño, vivió en Goiania, cerca de esa nueva ciudad que están por fazer ahora … no me acuerdo el nombre …

- Brasilia.

- Certamente. Dicen que va a ser la capital.

- Sí, creo que esa es la idea.

- Los brasileiros están todos locos. Geraldo está ahora lejos, muy lejos y su vida son esta agua do Paraná. Maravilhoso el Paraná. Miré usted patroncito qué paisaje …

- ¿Estuviste viviendo en Río alguna vez?

- Cinco años. Desde los quince hasta los veinte. Mi padre trabalhaba allí. Mi padre muy buen peón. Ha tenido trabalhando muito forte al monte. El fazia trabalhos de mantenimiento en la Floresta da Tiijuca. Allí Geraldo aprendió tudo esto que vosé ve ahora. Mais, era otra vida.

- ¿Y por qué te fuiste?

- Mi padre falleció. Mi madre tiene viviendo ahora en Río con mi hermana y mi otro hermano partió hacia el norte a Salvador. Geraldo siguió trabalhando a la Floresta e un buen día partió al Araguaina. Y la historia sigue como se la relaté.

- ¿No volviste a verlos?

- No. Pero Geraldo escribe. Geraldo va a trabalhar muito unos años más, y luego volverá con su familia.

- Bien, veo que tenés buenos planes. Espero que tengas suerte y puedas reunirte con ellos pronto. Aunque si no esquivamos aquello que viene allá, creo que vos no podrás cumplir con tu objetivo, ni yo con el mío -dijo mientras señalaba al frente un grupo de troncos que bajaba amenazante en dirección de la embarcación- ¡Geraldo!, vamos derecho hacia a ellos.

El peón maniobró de inmediato poniendo rumbo hacia el centro del río para esquivar un grupo de troncos, todos alineados que bajaban con la corriente y aceleró aún más el motor. La masa tenía unos cincuenta metros de ancho y cuando finalmente lograron esquivarla a unos diez metros del último tronco, Geraldo exclamó:

- ¡Uf! Pensé que no llegábamos. Geraldo se distrajo hablando.

- ¿De dónde viene todo eso?

- Parece ser serio. Esos troncos vienen del Alto Paraná. Indudablemente la crecida está llegando, y vamos a tenerla por aquí en los próximos días. Debemos apurarnos porque esta es una señal de la creciente, y a más tardar en dois jornadas debemos estar en Las Acacias para tomar las precauciones.

- ¿Por qué decis que viene la crecida?

- Porque ningún alma dejaría ir semejante cantidad de madera. La inundación ha dado cuenta de algún aserradero. Y esa madera no es de estos lugares. Vamos a apurar la marcha para avisar por radio y que resguarden algunos troncos. Muito buenos.

A eso de las cuatro de la tarde pasaron por el puesto de balsas que cruzaban el Guazú hasta Puerto Ibicuy. A un kilómetro del lugar estaba la boca del Talavera. En ese lugar el Paraná Guazú tiene casi cuatro kilómetros entre ambas costas y el Río Pasaje Talavera más de uno. Geraldo entró por el centro del pasaje enfilando la lancha hacia la margen norte, a cinco kilómetros de la estancia de Don Francisco.

Cuando el sol ya comenzaba a esconderse entre el monte divisaron el caserío y hacia él se dirigieron. Don Francisco salió de inmediato a su encuentro:

- Como le va mi amigo, recibí ayer su mensaje, estaba esperándolo con un buen asado y unos mates.

- ¿Cómo anda Don Francisco? -contestó Hubert- vine aquí con mi amigo Geraldo.

- Sí, ya nos hemos visto alguna vez en Las Acacias. ¿Cómo anduvo ese viaje?

- … baja tronco o río -interrumpió Geraldo- debemos avisar a Don Sini.

- Si, ya me he enterado hace un par de días. Habrá creciente ya en pocas horas nomás. La altura en Puerto Constanza aumentó cuarenta centímetros desde ayer. Parece que viene fuerte.

- ¿Por dónde anda el pico? -preguntó Geraldo.

- Ya está pasando a la altura de Rosario, o más abajo, probablemente por San Nicolás, quizás Ramallo.

- Patroncito, a más tardar mañana al mediodía debemos partir.

- No hay problema Geraldo -respondió Hubert- después del asado arreglo unas cosas con Don Francisco, luego dormimos un rato y volvemos. Habrá buen vino, me imagino.

- Del mejor -dijo Don Francisco riendo- venga que le muestro el asador.

Los hombres cenaron y bebieron vino, con mesura por supuesto, ya que la intención de Hubert era no perder la sobriedad, hasta bien entrada la noche, junto a un fogón. En determinado momento, Geraldo, que tal vez había bebido más de la cuenta se retiró a dormir y los dos hombres quedaron solos.

- Y bien mi amigo -comenzó Don Francisco- entendí que estaba esperando que Geraldo se durmiera, ahora ¿Qué lo trae por aquí?

- Es cierto, Geraldo es un poco, digamos susceptible con estos temas, por eso estaba esperando que nos dejara solos para preguntarle …

- Bien, lo escucho mi amigo.

- Veamos Don Francisco, vamos directo al tema en cuestión y considérelo como parte del trato que tenemos entre nosotros. La pregunta es clara y concisa: ¿Qué fue lo que realmente vio en aquella oportunidad que lo motivó a llamarnos? Para ser más preciso, necesito que me relate los detalles de aquel evento.

- Lo noto bastante preocupado con el tema -agregó Don Francisco sonriendo- parece que ha averiguado ya alguna cosa ¿verdad?

Hubert sonrió y no se explayó.

- Vea entonces mi amigo -continuó Don Francisco al no encontrar respuesta- voy a intentar relatarle con lujo de detalles.

- Perfecto.

- Navegaba con mi balsa por el Canal De la Serna, haciendo el viaje desde Tigre, digamos el mismo viaje que hice la otra vez cuando lo traje a usted. Ese día tenía que pasar por lo de Sini a llevarle un pedido que me había hecho. Estaba ya cayendo la tarde y llovía. El río estaba bastante movido. Fue entonces que ya cerca de la convergencia con el Miní, vi algo bastante curioso en la costa de la isla grande. En uno de los remansos, donde se formaba una playa -que con la marea baja puede divisarse- había una persona allí saliendo del agua.

- ¿Saliendo del agua?

- Sí, sí, estaba saliendo. Cuando la vi tenía el agua por las rodillas. Yo estaba a unos cincuenta metros del lugar. Era una mujer. Y como me llamó la atención aquella situación, puse más atención en el hecho. Tenía un vestido, digamos color arena. Y bien recuerdo porque puse mucha atención que solo estaba mojado de la rodilla hacia abajo. Como si hubiese entrado al agua hasta ese punto y no más. Me llamó la atención porque era un paraje bastante alejado del caserío y un punto de muy difícil acceso desde tierra.

- ¿En la parte norte del pantano?

- Sí, noreste, a casi un kilómetro del Miní. Entonces me dije: ¿quién es esta persona y que hace en ese lugar?

- Muy curioso …

- Entonces quise enfilar la embarcación hacia la costa. Fue allí cuando se percató de la presencia de la lancha y se volteó para mirar. La corriente era bastante fuerte en ese punto, pero no había problema en acercarme. Entonces ella quedó mirándome unos segundos -yo estaba ahora a unos cuarenta metros, o sea bastante cerca- y luego, sin dejar de mirarme me hizo una seña con su mano como diciéndome NO.

- ¿No quería que se acercara?

- Exacto. Allí dejé de acelerar el motor y me quedé mirando. Ella se dio vuelta y continuó su camino saliendo del agua en dirección a la maleza. Yo quedé con la mirada fija en la figura para ver que hacía y justo unos metros antes de llegar a la vegetación, ya fuera de la playa, volvió a darse vuelta y repetir la misma seña. No se detuvo, giró nuevamente y se internó entre el monte y no la vi más.

- ¿Pudo reconocer en ella a alguien de Las Acacias?

- No. Jamás la había visto. Es más, estaba yo bastante cerca como le dije a unos cuarenta metros, que fue la distancia mínima que nos separó en aquel momento y pude ver bastante bien su fisonomía.

- ¿Cómo era?

- Tenía un cabello castaño que sobrepasaba su hombro, era de tez, joven, bastante joven. No pude ver muy bien en detalle su rostro, solamente lo que una persona puede reconocer a esa distancia y durante los pocos segundos que duró el encuentro. Pero no creo haberla visto nunca por aquellos lugares en oportunidades anteriores.

- ¿La reconocería si la viera de nuevo?

- Hum … no sé. En realidad, no lo creo porque no estaba lo suficientemente cerca como para ver los detalles de su rostro. Además, fue muy corto el tiempo.

- ¿Y qué hizo después?

- Bueno, me quedé un par de minutos luego que desapareció en el monte, para ver si volvía, pero entendí que ya no habría de hacerlo.

- ¿Pensó que este hecho estaba relacionado con el tema de la figura invisible?

- Si bien ya había escuchado la historia en otra oportunidad, en un primer momento no me di cuenta y no lo relacioné. Ya un rato después, mientras navegaba y al no haber podido desprenderme del pensamiento de aquella visión, entonces me acordé de aquello y empecé a atar cabos. Allí me di cuenta que podía llegar a tratarse del tema.

- ¿Lo comentó con alguien más?

- Sí, con mi compadre, cuando llegué a la plantación. El me ayudó a relacionarlo con aquel tema y me aconsejó comunicarme con ustedes ya que él tenía un conocido en el diario y bueno, se podría armar alguna historia o investigación con el tema.

- ¿Hizo usted alguna otra investigación por su cuenta?

- Simplemente pregunté a algunas personas que habían oído hablar de eso y solo averigüé algunas cosas que son las que usted mismo debe conocer.

- Hay algo que no me cierra en todo esto -replicó Hubert- en todas las apariciones que he escuchado había una causa que las justificaba. Qué quiero decir, la aparición estuvo siempre relacionada con un hecho de peligro -en todos los casos que escuché- y esta mujer previene acerca de alguna situación que pueda constituir algún riesgo para quien tiene la aparición. En este caso, por lo que usted me dice y a simple vista, no había ninguna situación de ese tipo, más que la tormenta, que no parecería ocasionar problemas ¿verdad?

- Si, estaba todo bajo control, no había de qué preocuparse o por lo menos yo no lo percibí así.

- Entonces ¿qué papel desempeño en ese caso la figura invisible?

- Ciertamente amigo Hubert, no lo sé.

- Además es muy curioso el hecho que solo respondió a la intención suya de acercarse para tomar contacto. Solo le dijo que no lo hiciera. Déjeme ver, es como si usted la hubiese sorprendido en un momento que ella no lo esperaba. Como que estaba desprevenida.

- Sí, puede ser que haya sido eso. También puede ser que no esté para nada relacionado con el tema de la figura invisible y simplemente haya sido alguna persona que ocasionalmente estaba en el lugar. Pero déjeme decirle amigo Hubert que no lo creo así. Nadie bajo aquellas circunstancias hubiese estado en aquella costa sin que luego me hubiese enterado de ello. Realmente no lo creo.

- De todas maneras, Don Francisco, todo este relato me ha parecido muy interesante y de mucha utilidad, y bueno, en definitiva, es un elemento más que tengo para esta investigación.

No fue exactamente lo que Hubert esperaba escuchar, ya que cambiaba un poco el aspecto del hecho que se estaba tratando, pero, en definitiva, contaba ahora con un nuevo componente para la investigación. Los dos hombres continuaron luego charlando hasta altas horas y a la mañana siguiente con las primeras luces, Hubert y Geraldo pusieron proa de regreso a Las Acacias.

El tema de la creciente pasó a tener protagonismo en los días subsiguientes. Los preparativos para recibirla en Las Acacias fue todo un evento. Igualmente, un clima general de preocupación se instaló en el lugar y Hubert que fuera del tema que lo había llevado, no tenía otra actividad. Entonces, bajo estas condiciones, se sumó a los trabajos de toda la comunidad para poder sobrellevar el momento.

Ahora bien, una cosa es mencionar el tema de la creciente, y otra muy distinta era la de vivirla. El agua corre. Y bien que corre. No había forma de detenerla. Todas las precauciones que, a simple vista parecen que se toman, quedan desechas en contados minutos.

Dos días después de haber regresado de la finca de Don Francisco, el agua llegó a los límites de la contención del arroyo grande. De allí hasta el hotel, un camino de cuatrocientos metros, y algo más elevado, el agua prácticamente, no encontró obstáculo para proseguir su avance.

Aquella mañana, al levantarse, Hubert encontró un panorama desolador en la puerta del Hotel. Allí ya estaba el agua y Sini corriendo de un lado al otro dando instrucciones a Geraldo y su esposa María, poniendo a reparo los elementos más importantes del galpón. Por supuesto, sus jamones estaban en el primer lugar de la lista del orden de prioridades:

- ¡Geraldo, rápido, trae la carreta!

- ¿A dónde lo llevamos patroncito?

- Arriba a la habitación alta, ¡Madonna santa!

- ¡Basilio! -gritaba su mujer- ¡falta llevar la harina!

- Y el azúcar mujer.

- ¿Don Sini, puedo ayudarlo en algo? -preguntó Hubert.

- Grazie Robertino, aiutame con la fatura.

Bajo ese espectáculo, el agua avanzaba unos cinco metros por hora. Finalmente, cuando terminaron de transportar todos los productos, el agua ya estaba en el primer escalón del hotel.

- ¿Y qué pasará con los perros? -preguntó Hubert visiblemente preocupado por el negro.

- Van por ahí a la tierra alta. No se preocupe.

El espectáculo de la creciente agregó un nuevo condimento a todo este conglomerado de emociones, personajes y hechos que Hubert había vivido desde su llegada a Las Acacias. Sin dudas, un condimento muy importante ya que afectó considerablemente el ánimo y las costumbres de todos los habitantes. Ésta en particular, había sido una creciente muy fuerte. En su pico más alto, que fue una semana después del comienzo, el río estaba tres metros por sobre el nivel normal, lo que produjo la inmediata desaparición de todos los terrenos lindantes a las construcciones. El espectáculo era desolador. En las inmediaciones del hotel, el agua estaba exactamente a cinco centímetros de la entrada y había cubierto toda la escalera de dos metros y medio de altura. El galpón junto al hotel estaba cubierto por la mitad y fuera de ello solo emergían los árboles. Todos estaban varados dentro del hotel, sin más que unos botes para comunicarse con el resto del paraje. Lo que antes era un sendero, se había convertido ahora en un arroyo más, solo rodeado por árboles. Luego de una semana de incomunicación, Hubert pidió a Geraldo si lo acompañaba con el bote a buscar al negro.

Geraldo y Don Sini ya le habían dicho que el animal estaría vagando por allí, junto al resto de la jauría, por alguno de los terrenos altos de la isla. Pero Hubert no confiaba en ello, ya que pensaba que no era posible que existiese algún terreno que estuviese por sobre la superficie. Sea cual fuere la suerte corrida por el animal, Hubert quería saberlo.

Fue así que tomaron un bote y siguiendo el sendero llegaron al almacén. Allí no había ningún perro. Solo agua, por todos lados. En el negocio estaba Pardal junto con su esposa y un peón, tratando de poner a una buena altura el resto de la mercadería que aún no se había mojado. El panorama era bastante triste y la gente estaba muy intranquila porque los días pasaban y el cauce no bajaba.

Otro elemento importante que la creciente aportaba era la falta de energía eléctrica. Los generadores habían sido retirados -ya que en su mayoría estaban a nivel del piso- y la luz de las velas había reemplazado el hálito de confort que una simple lámpara eléctrica proporcionaba. Pero, en definitiva, esta gente ya estaba acostumbrada a esto y simplemente, era un hecho más dentro de su vida, por demás bastante ajetreada.

Los dos hombres siguieron en dirección a las Cuatro Bocas, que era donde estaban los supuestos terrenos altos. Al pasar junto a la plantación pudieron ver que ésta simplemente, ya no existía. Era todo río, y como era una región libre de árboles, podía divisarse parte de la arboleda de la otra margen del Carabelas.

Ver un puñado de tierra en esas condiciones era algo lindante con lo imposible. Por ello, cuando divisaron hacia el noreste el reborde aún emergente de la zona de terrenos altos, fue como un alivio. Por lo menos algo no había sido cubierto. Y tal como Geraldo y Don Sini habían afirmado, allí estaban los perros -y entre ellos el negro- que de inmediato al ver la embarcación, comenzaron con una sinfonía acorde y penetrante de ladridos.

El negro, al verlo a Hubert comenzó a saltar de alegría. Ya prácticamente, lo había adoptado como su amo. Y el sentimiento era recíproco. Al bajar del bote el animal parecía desesperado, dando vueltas en torno a su dueño, ante la mirada atónita de Geraldo que no sabía cómo habían sobrevivido en esas condiciones. Los perros estaban flacos, en un estado bastante alicaído. Inmediatamente, los dos hombres tomaron algunos víveres y la desesperación de los animales dio por tierra con todo intento de organizar el reparto. Así estuvieron durante largo rato hasta terminar con toda la comida, luego de quedar verdaderamente satisfecho.

- ¿Qué hacemos con estos animales, Geraldo?

- Nada más que dejarlos patrón, no podemos fazer otra cosa.

- Están verdaderamente flacos.

- Sabe patrón, Geraldo vendrá en dois días con vosé, a traer comida.

- Estarán bien.

- Seguro que sí.

- Mirá Geraldo, la alegría del negro, pobre animal, que daría por uno de los jamones de Don Sini -agregó Hubert riendo- ¿Pensás que podríamos robarle alguno? -concluyó en tono de broma.

- Vea que sí patroncito, si no lo comen los perros verá vosé que el río dará cuenta de ello.

Luego de casi dos horas en el lugar, los hombres abandonaron a los animales, ante la mirada atónita y desesperada del negro y el resto de sus compañeros. Pusieron proa hacia la finca de Ruiz Moreira, en la orilla de las cuatro bocas. Allí la corriente descendente desde el Carabelas era verdaderamente impresionante y se proyectaba al interior de la isla al no haber reparo alguno. El oleaje daba fuertemente contra los pilotes de la casa de Moreira, la cual daba el aspecto de no querer mantenerse mucho tiempo más en pie.

- Impresionante -hablaba Moreira- nunca vi algo así en todos estos años que llevo aquí. Encima estoy pendiente de estos pilotes -agregó señalando a la casa- son muy fuertes, pero la corriente lo es más y no sé cuánto van a resistir.

- Sería bueno fazer un apuntalamiento -agregó Geraldo- nosotros dois podemos ayudar.

Los tres hombres trabajaron sin descanso durante el resto de la jornada. Al concluir el trabajo parecía que la alternativa adoptada podía suministrar cierta tranquilidad. El río ahora parecía estar estable, si bien la marea no disminuyó en los dos días siguientes, es bien cierto que tampoco aumentó, y eso por cierto era un alivio.

Tras dos semanas sin variantes, casi inexorablemente el río empezó a bajar. Al cabo de unos veinte días ya estaba prácticamente en su cauce normal. Pero el panorama que había dejado en el paraje era verdaderamente desolador. Llevó más de dos meses dejar el lugar en condiciones aceptables, sin contar las pérdidas que la creciente había ocasionado sobre todo en la plantación. Bajo esta situación, Hubert se constituyó en un trabajador más. Ayudaba en los terrenos de Don Sini como así también en lo de Pardal donde los destrozos habían sido aún mayores. Tanto había sido el trabajo que Hubert se había apartado totalmente del tema que lo llevó hasta la isla hasta el punto de casi olvidarse por completo de su cometido.

Fue entonces, que una mañana, ya superados los efectos de la inundación, Sini encomendó a Geraldo la recolección de unas cañas para armar un encofrado en el galpón, cuyo objetivo final era, por supuesto, estacionar sus jamones. En tal situación, Geraldo no tuvo mejor idea que pedirle a Hubert que lo acompañara al pantano para ayudarlo en la tarea.

-Es cerca, serán como mucho unos dois kilómetros a pie, entre ida e volta.

-No hay problema, Geraldo -asintió Hubert- con gusto te acompañaré.

Y así, los dos hombres, provistos de Collins, y la infaltable compañía de tres perros -entre ellos el negro, cruzaron el arroyo Las Vacas y se internaron en el pantano. El camino estaba bastante accesible, hacía varios días que no llovía y no parecía haber rastros de la inundación que tantos problemas había ocasionado en el poblado. Mucha de la vegetación del lugar había sido arrasada por el agua, que al retirarse dejó su inconfundible rastro entre las matas y yuyos resecos por la acción del sol.

También podían verse algunos charcos con agua estancada que constituían un espléndido semillero de larvas de mosquitos, que, con el calor de la tarde, formaba un excelente caldo de cultivo para su desarrollo. En su camino, se cruzaron con infinidad de camalotes que la inundación había traído desde el Alto Paraná, en su paso desenfrenado hacia las vertientes del Plata.

Hubert estaba asombrado con los restos que la creciente había dejado en el lugar, donde una innumerable variedad de vegetales desconocidos para él, se exponían por doquier, inclusive en lugares insólitos, como ser, en las ramas de sauces y arbustos que poblaban el ámbito del pantano. También podían verse una infinidad de árboles secos, que el agua en su tarea desenfrenada de llevarse lo todo, se había cobrado como trofeo, de la última creciente.

Las cañas en cuestión, habían sido localizadas unos días antes por Geraldo, en una de sus recorridas por el lugar, y luego de comentárselo a Sini, éste les encontró un destino ideal para llevar adelante su objetivo primordial.

Luego de casi una hora de marcha, pudieron localizarlas muy cerca de un montículo de tierra húmeda. Eran unas veinte o treinta cañas de excelente calidad. Solo necesitaban unas diez para cumplir el cometido. De todas formas, en un solo viaje, no hubiesen podido llevar más.

-Muito bonitinhas las cañas. Parecen muy buenas ¿verdad? El patrón estará feliz con la cosecha de Geraldo, los jamones van a estacionarse muito bem.

De esta forma, comenzaron con la tarea de machetear. La caña, muy resistente, no tenía la menor posibilidad ante el certero golpeteo y filo del Collins, en pocos minutos, la cosecha estaba concluida. Fue así, que mientras Geraldo armaba dos paquetes, a Hubert le despertó su curiosidad una planta que estaba en la base del matorral donde acababan de trabajar. Era un irupé, que, con su forma tan particular, atrajo su atención, sin dejar ver la sorpresa que guardaba. El hombre, no tuvo mejor idea que levantado, cuando sobrevino la picadura.

-¡Mierda! -gritó- sin llegar a entender que estaba pasando.

-¿Qué pasa patroncito?

-No sé. Algo me picó aquí en el brazo.

-Déjeme ver -interrumpió Geraldo mientras miraba la herida y con un pie corría la planta de irupé- ¡Ah!, bicho do demonio, mire, allí está patroncito, es una yarará-i, chiquita la condenada, tengo que agarrarla.

-Geraldo, ¡el bicho me picó! ¿es venenosa?

-Yarará patroncito, yarará, venenosa como la que mais.

-¡Entonces déjala ir y volvamos que me va a matar!

-Vosé pierda cuidado patrón, todavía ten varias horas para morirse. Mais Geraldo, ten que atraparla para llevar a estación forestal. O bicho pica patrón.

Así Geraldo mientras hablaba, comenzó a perseguir con suma agilidad al reptil y ante los gritos de Hubert pidiendo socorro, en un abrir y cerrar de ojos, la tomó de la cola primero y luego con la otra mano de la cabeza, regresando, entre los ladridos de los tres perros, donde estaba el convaleciente Hubert, más repleto de pánico, que de veneno.

-¡Geraldo!, por favor, vamos rápido, creo que ya me estoy sintiendo mal.

-Escuche ahora vosé patroncito, lo que va a decir Geraldo. Muita atención. Vosé ten seis horas para inyectar o antídoto. O tempo suficiente para llegar o pueblo. Mais vosé debe estar tranquilo, no agitarse, porque o veneno corre por la sangre. Ahora Geraldo va a fazer algo que va a doler, mais es muito necesario.

-¿Qué vas a hacer? -preguntó Hubert con temor y desconfianza.

-Geraldo va a chupar herida, vosé no preocupa, Geraldo quita a maior parte do veneno.

Acto seguido, colocó la serpiente en una pequeña bolsa de cuero que siempre llevaba con él y la apartó, fuera del alcance de los perros, dejándola sobre un árbol. Luego sentó a Hubert junto al mismo árbol y dejó al descubierto la picadura.

-Medio centímetro entre colmillos, es muito pequeninha a condenada. Mais muito venenosa.

-¿Qué pensás hacer con ese machete? -preguntó Hubert aterrorizado mientras veía como el peón empuñaba el Collins tomando lo de la hoja de metal- ¿No vas a hacer lo que estoy pensando?

-Si vosé está pensando que vaya cortar en la herida y después chupar veneno, vosé está en lo correcto.

-¡Vos estás loco!

-¡E si Geraldo no fazer chupadura va sé estará morto antes que termine el día!

Ante semejante aseveración, Hubert se quedó petrificado, sin decir palabra mientras Geraldo procedía con la tarea que no llevó más de medio minuto, entre corte, succión y gritos del accidentado. Luego de esto, cubrió la herida con un pedazo de camisa sin hacer demasiada presión sobre la misma.

-Geraldo no va a fazer torniquete. El torniquete hace que o veneno llegue mais rápido a sangre. Con chupada está tudo bem.

-Brasilero demoníaco, espera que me recupere, y me las vas a pagar por esto.

-Geraldo no va cobrar nada por salvar a vida a vosé. Ahora con chupada terminada vamos bem tranquilos o pueblo, allí, ¡pst! ¡pst!, la inyeccion do antídoto. Tudo bajo control.

-Creo que me estoy sintiendo mal.

-Barbaridade, vosé está melhor que Geraldo, o veneno no puede fazer efecto tan rápido, vamos camine vosé, despacito, es solo un kilómetro, dois a lo sumo.

Y así, dejando la cosecha de cañas para otro momento, los dos hombres iniciaron el retorno sin apurar el paso. Al cabo de una hora estaban arribando a Las Acacias. Lo que sucedió después, fue una función digna de comedia:

-¡Patrón! ¡Patrón! -llegó gritando Geraldo- ¡O víbora do demonio! -decía mientras levantaba con una mano la bolsa con la captura y con la otra ayudando a caminar a Hubert.

-¿Qué dice tu mascalzone? -interrumpió Sini.

-Yarará-i a bolsa de Geraldo.

-¿Mataste una Yarará?

-No patrón, camina bicho condenado -abriendo la bolsa y dejándola caer al suelo- mais no anda direito, zig-zag, bicho pica patroncito Ricardo.

-¿Ma qué dice animale? ¿La víbora lo ha picado?

-Si patrón, Geraldo chupa veneno.

-¡Ma irresponsable! ¡Lo ha picado y tu tan tranquilo! ¡María! ¡María! ¡Lo picó!

-¿Qué te picó, Basilio? -preguntó la mujer mientras bajaba las escaleras del hotel.

-A mi nada idiota, al bambino, lo ha picado la víbora.

-¡Jesucristo! -agregó María mientras se persignaba- ¿Y ahora qué hacemos?

-¡Ma que Jesucristo ni ocho cuarto! ¡Jesucristo no va ayudarlo si no le damos suero! ¡Llama rápido a l'estacione forestale!, que venga el doctor. Y tú Geraldo, ayúdame a llevarlo a su habitación.

-Si patrón ...

-... no bruto animale. Primero guarda la víbora que va a picar a otro, rápido.

-Si patrón.

-E tu Robertino, tranquilo, tranquilo que todavía falta para morirte.

-Yo estoy tranquilo Don Sini, -respondió Hubert- el que debiera calmarse un poco es usted, está alterando a todos.

-¡Mujer! ¿Llamaste a l'estacione forestal?

-Espera Basilio -gritó María desde el hotel- ya casi termino.

-¡Madona santa! Dile que se apuren.

-Patroncito, ¿qué puedo fazer con la serpente?

-¡Ma es problema tuyo! No sé para qué catzo la has traído, debe ser para que pique a algún otro.

-No patrón, la traje para la gente de la estación, Geraldo es muito precavido.

-Si tu fueses molto precavido la víbora no hubiese picado a Robertino. Ayúdame a llevarlo a la habitación. Está pálido.

-Si patrón, mais está pálido del susto, no por veneno.

Antes de cumplirse las dos horas de esta escena, dos empleados de la estación forestal, un médico y un ayudante, llegaron al hotel. La estación estaba ubicada a unos quince kilómetros por agua, sobre las márgenes del Miní. De inmediato, revisaron la herida, la limpiaron y aplicaron algunos medicamentos en la misma, finalmente lo vendaron. Al mismo tiempo, se le aplicó la dosis necesaria de suero, asegurando que todo estaba bajo control. Debido a la rápida acción, no quedaría ninguna secuela del tóxico y en un par de días Hubert estaría perfectamente recuperado.

La certera decisión de Geraldo, fue fundamental en el tratamiento antiofídico, resultado de la experiencia de mediar constantemente con estos problemas. Respecto a la serpiente, fue llevada a la estación forestal, con el único objeto de utilizarla para la elaboración de suero.

Bajo esta situación, un buen día llegó una barca, procedente de Tigre. Descendieron de ella dos personas llevando equipaje y elementos como para establecerse en el paraje. Hubert vio las dos figuras -acompañadas por Pardal- pasar por el frente del hotel y perderse luego en dirección al almacén. Era un hombre joven -de unos veinte años- y una joven que aparentaba la misma edad, quienes echaron una mirada escudriñadora en el lugar y sin percatarse de la presencia de Hubert siguieron su camino conversando pausadamente con Pardal.

- Son sus dois nuevos empleados -agregó Geraldo- la señora de Pardal está enferma y no puede con las tareas do almacén.

- Hermosa la joven -acotó Hubert.

- Muito bonitinha patroncito.

 

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"Llevo recorrido este camino más veces que lo que cualquier persona pueda registrar. El sol esta mañana trae algo de alivio al insistente frío del otoño. El invierno reclama su lugar y las calles se hacen duras, insaciables. El manto del invierno sacude el alma y los músculos ya no sienten, palpitan por cuenta propia. Son las mismas calles que hace dos meses, o cinco, o los diez años, o quince, o veinte -ya no sé cuánto- llevo recorriéndolas sin encontrar una causa suficiente para dejar de hacerlo.

El cuerpo ya no existe. Todo es imaginación. El cansancio es cosa del pasado. Pero siempre, en cada esquina uno espera encontrar algún hilo que pueda sustentar semejante ilusión que no termina ni terminará de concretarse. Y esta imagen que tengo ante mí … ¿Qué fue de todo aquello? … ¿Porque el tiempo puede ser tan criminal? Sin duda no le basta con taladrar mi espíritu. También se encarga del medio. Este ambiente, tan perfecto, daña -sin más piedad que la emanada de su propio objetivo- toda mi existencia, perforando el alma, el corazón, sin permitir siquiera tomar cuenta de un eterno descanso dentro de una paz, siquiera, medianamente merecida.

El morir ya no es una preocupación dentro del contexto que la muerte encierra. El miedo por ello no está presente dentro de esa idea. El miedo es otro. Es el de no conocer con alguna exactitud, la causa de mi propia existencia. O tal vez, ¿La causa no será esa misma incertidumbre? Es demasiado inhumano. Quizás no supe tomar de esta misma naturaleza la anestesia que, en su momento, por piedad ella misma me ofreció y no supe comprender. Pero de ser así, ¿Dónde podía encontrarla si nada se manifestó como tal? … Tal vez me faltó imaginación para comprender lo que el hecho significaba.

Y ahora, pisando estas calles que otrora utilicé como medio para elaborar una historia. Aquella historia inconclusa que se robó mi corazón, y mi espíritu y mi todo. Nunca podré terminarla, y menos en este entorno tan diferente, tan abstracto a mis ojos y mis deseos. Tan irritante y lastimoso, cuando la noche cae sin aquella brisa de azahares y aroma de frutales inundándolo todo. ¿Dónde quedó aquella esperanza? Y el río … otra vez el río. Aquellas aguas reverberantes de arcilla de un cieno puro y exuberante de vida, ahora reemplazado por un manto de hedores de carburos que juega un papel desafiante de similitud con la vida, con esta vida. Aquel río de corrientes zigzagueantes y de perfectas curvaturas que abría la tierra como pretendiendo ser parte de ella, que penetraba en sus mismas entrañas para alimentarse de sus sustratos y nutrientes, y que luego esparcía por doquier con el único objetivo de demostrar su presencia.

Ese río ya no está para este hombre, porque el invisible carmesí se lo ha llevado todo y no ha dejado nada para ser disfrutado. Invisible es el río, el sol y la misma tierra. Y el canto de los pájaros en las primeras horas de la mañana, en las crecientes y remolinos del Miní. Invisibles son ahora las tardes y la tierna brisa del crepúsculo, que emana de las entrañas mismas del monte esparciendo los aromas de la selva, otrora virgen y sedienta de presencia. Invisible en las caletas y ensenadas donde el remanso incita al hombre a la mortal cita del atardecer. Cuando el río aplaca, en su meandro todo es quietud y silencio. Y no es el río entonces quien se mueve, es la misma tierra que busca el alto hacia las nacientes, queriendo desterrar aquella herida sangrante de cieno y arcilla. La tierra crece, tras el invisible curso que la arrastra y arrastra poco a poco librando la diaria batalla entablada entre ambos desde siempre.

¿Y quién gana entonces tal batalla? El río. La tierra nunca puede extirpar la espina que la creciente del sudeste parece sumergirse más y más en sus entrañas y extraer su savia de nutrientes para alimentarse y crecer y crecer aún más. ¿Y el carmesí? …

Carmesí es el todo en el crepúsculo. El sol sobre aquel monte ígneo parece no querer entrar al otro mundo. El sol quiere contemplar aquel maravilloso paisaje de irupés y remolinos. Pero siempre hay algo que lo aleja, lo incita a continuar con su camino. Y el sol muere de rabia por su destino inalterable. Y entonces, inocente, busca por sus medios la venganza. Como para querer perpetuarse en el ambiente, también el sol habla. Y lo hace a su manera: tiñendo el monte, monte y río de carmesí candente para dictar de esta forma su presencia eterna y fantasmal en los últimos suspiros de la tarde. Cuando la tarde muere entonces, el carmesí llora. Llora por no poder permanecer en el ambiente, por no poder contemplar la entrada de las fauces de la noche sobre el río, ahora dormido y espectral. Y el carmesí entonces llora, desparramando por el monte toda su desventura que se hace cuerpo en las gotas del rocío. Y así, el invisible carmesí duerme hasta el próximo crepúsculo. Invisibles son las gotas del rocío, el crepúsculo, el meandro y estas calles de otro mundo al que no puedo corresponderme. Así como el río busca y busca desesperadamente una salida para tanta agua, y abre canales, arroyos y riachos en su necesidad imperiosa de mar, yo, tan solo yo pretendo al doblar en cada esquina poder hallar la luz de todo este sufrimiento. Pero la respuesta se fue navegando por el río y hoy, tantas décadas pasadas, debe estar encallada en la playa de un lejano e inexistente mar.

Y el invisible carmesí, ¿Dónde ha quedado? Porqué con toda aquella gama de respuestas desapareciste de mi vida para siempre. ¿Para siempre? Sin una palabra más que el "pronto entenderás" de tu partida. Pero por cierto, aquello no me basta.

Para nada me sirven dos palabras sin sentido en el contexto que me ha tocado vivir. Tal vez pudiera entenderlas en otra instancia, pero no en esta. Y a veces, todo aquello me provoca rabia. Un rencor incontenible de apodera de mi mente, y debo reflexionar para controlarlo y aunque lo consigo no encuentro explicación para ese hecho. No debiera perdonar. Pero mi amor es tan grande, tan extenso, como la herida misma que tal ausencia provoca en mi corazón. Es ella, el más grande territorio que jamás he conocido. Y así, tan simple y complicadamente: te extraño.

Te deseo en cada amanecer junto los camalotes que la corriente pasea y distribuye a su gusto en los meandros del Miní. En las calles, donde ahora me encuentro desde hace ya no sé cuánto tiempo, aguardando una explicación. He visto acompañado solo por mi pena toda la transformación que siguió a tu partida.

El río chico, que baña la ciudad ¡Cómo ha cambiado! Pareciera que su vida se ha ido con la mía. Y aquellos ojos. Santo Dios, aquellos ojos que irradiaban tu mirada al horizonte y devolvía el fulgor del carmesí al occidente en una quieta tarde de verano. ¡Y tus cabellos! Recuerdo tus cabellos desparramados a la brisa del crepúsculo interponiéndose entre el sol y mi mirada. Ese fulgor carmesí que ni en la muerte olvidaré. Quizás, con la ayuda de Dios, si es que en realidad existe, algún día pueda contemplarlos.

También recuerdo tu figura. Esa figura de inocente niña en un cuerpo de mujer, que todo lo daba y lo entendía. Que solo vivía para entregar su amor a la persona amada y otro interés que el de su corazón. Si al menos hubiese tenido una explicación coherente, o hubiese sabido tu destino, no estaría ahora inmerso en este estado de inexistencia y desolación. Es que a veces, al recorrer en bote los vaivenes de un arroyo, te siento aún en el canto de los pájaros y el perfume de frutales que brota justo siempre en cada primavera.

He llegado en un momento a preguntarle al río. Y no en vano, es hijo de la tierra, la más sabia de todas. Y cierto es que el río ha llegado a hablarme, quizás para consolarme o para que de una vez por todas, abandone esa locura que desde el corazón, hace ya muchos años, trepó hasta mi mente. El río es sabio, pero, de todas formas, no puedo llegar a comprenderlo:

"La luz no es otra cosa que la vida misma. Si tú puedes ver, simplemente es porque estas vivo. Pero es cierto. Los ojos no siempre sirven para ver, es más, el corazón es el órgano óptimo para ver. Pero todo tiene una causa, una explicación. Aquello que los ojos no pueden llegar a ver, el corazón lo contempla. Ambos se complementan, aunque uno siempre es más poderoso que el otro: el corazón. Si tú no puedes ver con los ojos, el corazón te guiará, y harás lo posible por cumplir con su legado, y si crees que el hecho de no ver con esos ojos lo que el corazón te está marcando, si crees que eso es lo importante, le estás dando prioridad a tu mirada y no a tu corazón, por cierto, si eso es lo que buscas, estás equivocado.

Tampoco es cuestión de resignarse, a veces es necesaria otro tipo de ayuda. El corazón no mide consecuencias, solo busca su objetivo y eso no siempre es bueno. Los ojos no razonan, simplemente dan permiso al corazón para que sienta. La mente, en estos casos puede arbitrar en ese juego y ten la seguridad que en ella encontrarás la palabra exacta al enigma. Si encuentras el equilibro entre estos tres maravillosos personajes, podrás hallar tu felicidad. Por el contrario, si aún no has podido hallarla, es porque no has sabido administrar correctamente a alguno de ellos. Mientras haya luz, podrás administrarlos, pero ten cuidado, porque todo tiene un tiempo. Si no logras en forma el equilibrio el más terrible de los personajes puede llegar a robarte tus ojos, tu corazón y tu mente: la locura.".

Es quizás a esta altura, tantos años después de tu partida que encuentro en la locura el más perfecto de los remedios para mi pena. Es cierto, en todo este tiempo, no he sabido equilibrar los elementos, pero el río olvidó algo en su legado y es lo que me ha llevado a esta situación: el amor desmesurado. ¿Qué papel juega entre tantos personajes? ¿Cómo poder administrar el uso de la mente ante tan contundente presencia? ¿O no será que el río no está habilitado para amar? Si el todo lo transforma. A su paso, la tierra sufre, arde, se desangra por su cauce. Si por cierto el río amara, no podría provocarle semejante daño.

Y ahora voy de nuevo, ya no sé por cuantas veces, tomaré mi lancha y remontaré por el Luján hasta el canal Arias y luego atravesando aquel gran río del diablo, continuaré derecho hasta el Miní. Tal vez te encuentre recostada entre la grama de algún campo; o en la playa durmiendo tu sueño de fines de semana, o deambulando entre las gentes del poblado haciendo señas al salir del almacén. O quién dice, emergiendo del arroyo, aquel arroyo de sueños y desvelos, como cuentan las historias que desde el tiempo duermen cobijadas por los dichos del lugar. Y hasta creo verte esperándome en el muelle, con tus cabellos al sol, a media tarde, cuando el sol herido no encuentra otra salida que llorar con el roció en un baño de fotosíntesis y cieno, muy dulcemente, creo verte, desparramando, tu invisible carmesí."

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Aquella noche, Hubert decidió cenar en el almacén de Pardal, como lo hacía generalmente una vez por semana. Se acomodó, como siempre en la mesa junto a la ventana y desde allí pudo contemplar aquello que inconscientemente había ido a buscar. La joven aparentaba unos veinte a veinticinco años. Era de tez blanca y cabellos castaños claros. De mediana estatura y una belleza qué, desde un primer momento, al verla pasar junto al hotel, lo deslumbró.

En un momento se dijo: "qué estoy haciendo aquí, esta no es la historia que vine a buscar". Pero inexorablemente se dejó llevar por sus impulsos. La joven le sirvió la cena sin pronunciar una palabra más allá de lo necesario. Cada tanto echaba una mirada hacia el comensal, pero solo conversaba muy escuetamente con Pardal quien estaba dedicado a las tareas del almacén.

Otros comensales también estaban presentes en la sala, pero la joven no dejó de disimular en ningún momento su interés por atender aquella mesa. Finalmente, cuando ya se estaba por retirar, Hubert decidió ensayar algún diálogo:

- … Ezcurra, Laura Ezcurra es mi nombre, señor, pero si me disculpa tengo otros clientes que atender.

- Tal vez en otro momento podríamos conversar más tranquilamente.

La joven se retiró sin pronunciar respuesta a esta última requisitoria. "Es un buen comienzo", se decía Hubert mientras caminaba por el sendero con destino al hotel, por lo menos me dijo su nombre.

El otro joven que había llegado con Laura Ezcurra a Las Acacias se llamaba Diego Molina. Era peón, contratado por Pardal para los trabajos más pesados. Molina Vivía junto al almacén en una de las tiendas contiguas. Laura en cambio tenía una habitación en la casa de caseros del almacén. La joven una vez por semana abordaba la lancha que iba a Tigre. Tomaba siempre la lancha del sábado a la tarde y infaltablemente el lunes por la mañana estaba de nuevo en Las Acacias. "¿A quién visitaría?" se preguntaba Hubert, con gran tono de preocupación, "¿Por qué todos los fines de semana se va?" aquella gran duda, sin desearlo comenzó a martillar su corazón. "¿Qué me está pasando? … si realmente no me importa lo que haga o deje de hacer".

Intentó por todos los medios apartarse de ese pensamiento. Debía retomar su tema por el cual había llegado a Las Acacias. En la redacción estarían empezando a impacientarse. Hacía ya dos meses que no enviaba alguna nota. Fue entonces que dedicó una semana, encerrado en su habitación a elaborar alguna editorial para entregarla en los próximos días. Todo marchaba sobre rieles hasta que, en un momento, cuando ya estaba terminando la nota un nuevo pensamiento nefasto volvió a cruzar por su cabeza: "puedo tomar la lancha del sábado a la tarde, para estar en la redacción todo el lunes, y volver el martes … sí, eso es lo que haré …"

Fue entonces que preparó un pequeño bolso de mano y sus notas. Aquel sábado a la tarde, luego de avisarle a Geraldo y Don Sini, se instaló en el muelle a la espera de la embarcación, casi una hora antes de la llegada de la misma. Empezó a impacientarse cuando faltaban solo diez minutos: estaba solo en el muelle … "no puede ser, no puedo tener tanta mala suerte" … y caminaba de un lado al otro sin dejar de contemplar el sendero que llevaba al interior del paraje. En un instante quedó paralizado al escuchar el crepitar del motor subiendo por el arroyo … "estoy perdido" … y caminaba dando vueltas sobre si mismo sin parar y mirando, ya con desesperación hacia el sendero. Cuando la proa de la lancha apareció en el recodo, a unos cien metros, estaba entregado. La resignación había dado cuenta de él. En ese instante, una figura de mujer, con un bolso en la mano y corriendo casi desesperadamente apareció casi de las sombras por el sendero. El hombre pudo distenderse y haciéndose el distraído subió a la embarcación, ignorando adrede la presencia femenina que acababa de entrar en el muelle. Fingiendo asombro al ver a la joven, se instaló en uno de los extremos de la lancha. Ella hizo lo propio, pero en el extremo diametralmente opuesto. La lancha entonces inició su marcha desandando el camino tomado en dirección del Miní. El pensamiento trabajaba sobre la cabeza de aquel hombre a un ritmo inmensurable, entre la decisión de acercarse o no a la joven. Finalmente, no pudo más y se sentó junto a ella.

- Sería un desperdicio no compartir este viaje con usted -acotó temerosamente Hubert- ¿Le molesta si me siento aquí?

- No hay problema -agregó la joven.

- Tal vez usted desee realizar el viaje sin compañía, pero me he tomado el atrevimiento retomando el diálogo inconcluso de aquella noche …-en referencia a la cena en lo de Pardal.

- No debe justificarse señor, toda la gente de estos parajes se conoce.

- Eso es bueno si uno no quiere verse inquietado por la soledad.

- A veces es bueno.

- Realiza muy seguido este viaje.

- Casi todas las semanas.

- La tranquilidad de Las Acacias parece que la abruma …

- No tanto, tengo algunos compromisos que cumplir.

- Pero es un viaje bastante largo hasta Tigre -agregó Hubert tratando de descubrir hacia donde iba la joven- debe ser cansador hacerlo todas las semanas.

- Un poco, pero no viajo hasta Tigre, solo voy hasta un paraje del otro lado del Paraná Miní, una visita familiar.

- Entiendo, impostergable.

- Así es.

- ¿Tiene parientes viviendo allí?

- Es posible … -la joven no pudo disimular su intención de no hablar del tema, cambiando de inmediato, aunque con un esfuerzo sobrehumano por vencer su timidez, el diámetro de la conversación- y usted, ¿viaja a Tigre?

- Si, debo entregar el lunes unas notas para el diario en que trabajo, me esperan impacientes.

- ¿Es periodista el señor?

- Sí, vine a Las Acacias a hacer unas notas sobre las costumbres del lugar, ya hace unos meses que estoy aquí y es hora que vaya entregando algún material.

- ¿Hay mucho para escribir sobre este lugar? -preguntó con cierta duda la joven-

- Más de lo que usted se imagina.

- La vida es bastante monótona.

- Pero cada personaje hace que esa monotonía esté cargada de elementos que le dan un amplio dinamismo a la composición.

- Entonces, ¿yo podría formar parte en un futuro de alguna de esas historias, como un personaje más?

- Es muy posible. Yo escribo sobre todo lo que hay o lo que creo que pueda ser interesante para el lector.

- No creo que yo sea interesante para nadie.

- Deje usted que los otros decidamos por ese tema -agregó sonriendo- lo que no es importante para alguien, puede serlo en mayor medida para el lector.

- Viéndolo desde ese punto …

- Ahora, cuénteme algo sobre usted … si es que lo desea, por supuesto.

- ¿Pretende incluirme en su historia?

- No, por lo menos por el momento. Es digamos, un interés personal. Me gusta conocer acerca de la gente con que me toca vivir el día a día, y usted ya es parte de Las Acacias, donde actualmente, paso mi día a día. Simplemente por eso.

- ¿Y qué quiere saber acerca de mí?

- Bueno, por ejemplo, de dónde viene, por qué eligió trabajar en este lugar, si le gusta vivir en el río, no sé, lo que se le ocurra contarme.

- Yo no soy de este lugar, en realidad soy de Campana, allí vive mi familia, pero hoy en día debo buscar trabajo donde hay, no hay que tener pretensiones en ese sentido. Aquí en las islas hay trabajo así que simplemente lo tomo.

- ¿Viaja seguido a Campana?

- No muy seguido, estoy algo distanciada de mi familia. Pero voy de paraje en paraje, donde haga falta alguien con mis características.

- Creo que, en ese sentido, que siempre y en cualquier paraje va a ser necesaria una joven con sus características -agregó Hubert sonriendo- eso es bueno.

La joven respondió sonrojándose tras una tenue sonrisa.

- Dígame Laura, ¿puedo llamarla así verdad?

- Seguro …

- Le decía, ¿Le gusta la vida que lleva?

- Eso no sé si quiero respondérselo, es algo muy personal …

- Disculpe mi impertinencia. A veces mi instinto de reportero me lleva a terrenos más allá de lo permitido, involuntariamente por supuesto.

Hubert entonces intentó disimular su falta de tacto cambiando inmediatamente el tono de la conversación. En ese momento, la embarcación había ingresado en el Miní y se encaminaba hacia el centro del cauce en dirección a la orilla opuesta.

- Que panorama estremecedor …

- Es hermoso -agregó la joven mientras comenzaba a tomar su equipaje de mano- yo me bajo allí -dijo señalando hacia un muelle ubicado a un kilómetro aproximadamente.

- Es una lástima no poder seguir disfrutando de esta amena conversación.

- No faltará otra oportunidad.

- Seguro, es más -agregó Hubert bajo un tono de inconfundible inquietud al rechazo- ¿Tiene usted algún tiempo libre durante su trabajo en la semana?

- Puede ser …

- Me gustaría entonces invitarla a continuar con esta conversación tan agradable, si no tiene inconveniente y con el máximo de los respetos.

- Puede ser … -concluyó Laura mientras se ponía de pie y despidiéndose con una sonrisa- … puede ser.

El corazón de Hubert ahora desbordaba de alegría. Vio alejarse aquella figura por el muelle e internarse en la isla imaginándose la charla que posiblemente ser viese concretada la semana entrante. Sintió por un instante que ahora su estada en Las Acacias pasaba a tener otro sentido. Comprendió que nunca antes había sentido lo que ahora le tocaba vivir. Su pensamiento corría a una velocidad impresionante. Constantemente se preguntaba: "¿Con qué ojos me habrá mirado?", "¿Se fijará en mí con los ojos que pretendo que lo haga?", "¿Cómo pude haber sido tan desubicado con aquella pregunta?", "¿Se habrá ofendido?", espero que no

Aquella noche, Hubert hizo por primera vez en cinco meses el trayecto del tren del bajo, hasta la estación Retiro. A eso de las dos de la mañana llegó a su apartamento en Callao y Santa Fe. Las cosas estaban intactas, como las había dejado aquella tarde insoportable de verano cuando tomo un rumbo hacia Las Acacias que ahora comprendía, había dejado una marca en su corazón.

El lunes a primera hora estuvo en la redacción del diario. Quería liquidar rápidamente todos los temas pendientes para emprender el retorno esa misma tarde. Entró al despacho del jefe de redacción, Darío Lofreda quien lo esperaba ansiosamente. Luego de conversar durante más de una hora acerca de lo acontecido respecto al tema central, acordaron que tendría un mes más de tiempo para ir cerrando el tema y regresar al trabajo normal. Esto en principio no le agradó demasiado. Pero nada le importaba en ese momento. Un mes era suficiente para poder entablar alguna relación un poco más estrecha con Laura. El motivo de la historia, ya poco le importaba a Hubert. El único motivo por el cual quería volver, era la muchacha, aunque en ningún momento dejó ver aquel interés ante su jefe. Cualquier diálogo relacionado con otro tema no podía obtener de él algún tipo de concentración. Mientras hablaban acerca de los ejes de la historia, pensaba: "¿Habrá vuelto a horario?", "Ya debe estar trabajando en lo de Pardal", "¿Habrá pensado en mí tan solo por un momento?", "No, ¿Y si la asusté y no vuelve?, no es imposible. Debo regresar de inmediato." Casi desesperadamente, puso fin a la reunión, tomó algunos papeles y luego de pasar por su casa a buscar algo de ropa nueva y elementos de escritura, partió sin perder un instante hacia el Tigre. "Si me apuro puedo tomar la lancha de las tres de la tarde y llegar a Las Acacias para la cena".

El viaje fue una pesadilla. No por el paisaje, por supuesto. Sí por el pensamiento. Si por él hubiese sido, habría realizado el trayecto nadando si eso le aseguraba llegar diez minutos antes. Hasta pensó al llegar a las Cuatro Bocas bajar en lo de Ruiz Moreira, y pedirle un caballo prestado para llegar antes. Pero por un instante el sentido común pudo más que el corazón.

A las diez de la noche la barcaza estacionó en el muelle. Al llegar al hotel se encontró con Geraldo:

- ¿Cómo va vosé patroncito por Buenos Aires?

- Muy bien Geraldo, ¿Y aquí? ¿Pudieron manejarse sin mí?

- Muito complicado, mais sobrevivimos -concluyó riendo.

- Geraldo, amigo, vení, quiero hacerte una pregunta: ¿La has visto hoy llegar a la muchacha?

- Ah, ah patroncito -agregó con una sonrisa picaresca- vosé ten muito interés na mininha, ¿verdad?

- ¿La viste?

- Quédese tranquilo que la joven está en lo Pardal ahora mismo.

- Perfecto.

- Vosé verá patroncito, Geraldo una tumba -decía mientras se tomaba los labios con la mano simulando un broche- Geraldo ni una palabra a Don Sini.

- Mas te vale -concluyó Hubert mientras se alejaba- ni a Don Sini ni a nadie, porque te dejo atado a un árbol donde vimos la "aparición".

- Geraldo una tumba …

Inmediatamente y luego de tomar una ducha, se puso en marcha a través del sendero rumbo a lo de Pardal.

- Hola negrito -comenzó a hablarle a su querido compañero- ¿cómo andan las relaciones con Don Sini?

El perro seguía como siempre la marcha de Hubert y cada vez que entraba al almacén se quedaba a esperarlo en la puerta para acompañarlo en el viaje de regreso. Al entrar al almacén se sentó en la mesa de siempre y su corazón pareció saltarle al ver a Laura que aún no se había percatado de su presencia. Cuando lo vio de inmediato respondió con una leve sonrisa, y al cabo de unos minutos se apersonó para tomarle el pedido:

- ¿Cómo le va señor, el viaje bien?

- Perfecto Laura, podría llamarme Ricardo, así estamos a mano. ¿Lo suyo todo bien?

- Muy bien. Hoy tenemos carne de ternera con papas o ensalada verde. También creo que quedó algo de cordero con espinacas.

- ¿Qué me recomienda usted?

- El cordero tiene muy buen aspecto.

- Entonces tomaré el cordero y un café sin azúcar.

- Enseguida le traigo.

- No se olvide de la promesa del otro día.

- ¿Promesa? … yo no le prometí nada.

- Usted dijo tal vez … dejó abierta la posibilidad, yo lo tomo como una promesa.

La joven sonreía mientras se alejaba murmurando en baja voz … - Tal vez… Mientras cenaba, Hubert no despegó ni por un minuto la mirada de Laura. Ella estaba atendiendo otras mesas, pero de tanto en tanto respondía con una temerosa sonrisa. Al concluir la cena, ella se acercó para retirar la mesa y cuando Hubert ya se disponía a retirarse le dijo:

- Termino mi trabajo a las doce. Podemos conversar en la terraza luego de esa hora, si no tiene inconvenientes …

- Allí estaré.

Hubert salió del almacén casi sin poder contener su alegría. Mientras tanto, allí estaba su perro que miraba casi atónito a aquel hombre que hablaba solo, mientras caminaba por el sendero en busca del hotel. No podía quedarse quieto un solo instante y pasaba el tiempo mirando el reloj con contando cuantos minutos faltaban para las doce. A eso de las doce menos cuarto emprendió el retorno al almacén con su infaltable amigo, al llegar, la joven estaba sentada en uno de los bancos de la terraza aguardando:

- Disculpe la tardanza -se adelantó Hubert- la hice esperar.

- No, usted no se retrasó, yo me desocupé antes.

- ¿No le agradan los perros? -preguntó Hubert en alusión al negro que se había detenido unos metros antes y miraba fijamente a la joven mientras le ladraba insistentemente.

- En general sí, pero parece que este no me tiene mucha simpatía …

- ¡Fuera negro! -gritó Hubert mientras le hacía una seña inconfundible para que se fuera- a veces se pone fastidioso cuando no conoce a alguien.

- En realidad -agregó la joven- nunca me miró muy bien desde que llegué …

- No le tenga miedo. Es muy manso, nunca podría hacerle daño. Es más, en una oportunidad debo reconocer que salvó mi vida.

- Eso suena muy importante.

- Lo fue. Sucedió en el pantano. Él logró sacarme de allí durante una tormenta.

- ¿En el pantano? -preguntó la joven cambiando su rostro y algo inquieta- no me gusta ese lugar.

- ¿Estuvo usted allí?

- No, jamás se me ocurriría ir. Le tengo bastante miedo al agua y a las tierras con esas características. Ya tuve algún problema alguna vez en otro pantano.

- Entonces cambiemos de tema. Hablemos de algo más agradable. El joven que llegó con usted a Las Acacias, es conocido suyo.

- ¿Diego?

- Él mismo.

- No, fue solo coincidencia que llegáramos en la misma lancha. No, no lo conocía.

- Lo he visto muy poco desde que llegó.

- Creo que está trabajando en la plantación. Parece que la creciente dejó el terreno en muy mal estado.

- Ah, sí. Fue bastante duro, le aseguro que me tocó vivirlo y no es nada recomendable. ¿Usted estaba en otro paraje durante la creciente?

- Sí, fue difícil - y no se explayó.

- En otro orden de cosas, y sin ánimo de ofenderla por ningún motivo, me llama la atención que siendo tan joven tenga que trabajar tanto, además este tipo de trabajos.

- ¿Tiene algo de malo este trabajo?

- No, para nada, pero una joven como usted y con su inteligencia, digamos que en la ciudad podría tener otras perspectivas más prometedoras.

- Yo he trabajado anteriormente en la ciudad, pero crecí junto al río y esto es lo que me gusta. Además, usted no sabe qué edad tengo -dijo sonriendo- ¿por qué dice que soy tan joven?

- Bueno, digamos que el sentido común me lleva a esa conclusión.

- A ver entonces, ¿qué edad piensa que tengo?

- Me pone en un compromiso bastante serio.

- No tenga miedo, no voy a ofenderme …

- Hagamos primero al revés. Usted Laura, me dice mi edad y luego yo le digo cuanto tiene usted.

- De acuerdo … a ver … usted tiene … ¿veintisiete?

- Casi perfecto. Veintiocho.

- Uf, estuve cerca -contestó Laura riendo- ahora le toca a usted.

- Bueno, voy a arriesgar … ¿veinte?

- Lo que está haciendo es muy tramposo, pero vamos a aceptárselo. De todas formas, se equivocó. Tengo diecinueve.

- Sorprendido realmente.

- ¿Cuánto me daba en realidad?

- En cuanto a la madurez de sus palabras, mucho más de lo que aparenta, pero no, ciertamente pensé que estaba entre los veinte a veintidós años. Estuve bastante cerca.

- Laura, usted dijo anteriormente que el río es lo que le gustaba. Siempre vivió entonces en este ambiente.

- Sí, mi casa materna está ubicada frente al Paraná allá en Campana. Allí tenía contacto con el río y con la ciudad al mismo tiempo. Estoy muy acostumbrada a todo eso. Como le dije antes, he trabajado en la ciudad, más precisamente en una oficina bancaria hasta que …

- … hasta que decidió cambiarlo por esto por alguna causa en especial. ¿verdad?

- Más o menos así, pero bueno, eso fue hace dos años y digamos que no me gusta mucho tocar el tema porque me causa bastante dolor, simplemente sucedió y ahora estoy aquí en esta vida que no me desagrada para nada.

- Hablemos de esta nueva vida entonces, por nada del mundo quisiera lastimarla.

- No, no me lastima, solo que hay algunos hechos de los cuales no quiero hablar. Es más, he tenido una infancia muy feliz. Tuve una gran familia, un buen estudio, pero todo, un día se terminó. Bueno cambiemos de tema. No sé mucho sobre usted. Solo dijo que trabajaba en una redacción -agregó Laura con un claro intento de cortar con el tema anterior- ¿verdad?

- Así es.

- ¿Y pudo concluir su historia?

- Estoy en eso. Me han dado un mes más para terminarla. Tal es así que debo apurarme para continuar recabando datos. Esta misma semana deberé hacer algunos recorridos por la región para luego ponerme a escribir. Sería maravilloso, si no tiene inconvenientes, que me pudiese acompañar en alguno de ellos.

- Usted es bastante meticuloso por lo que veo -agregó Laura sonriendo- no descuida un solo detalle. Antes de terminar con un, digamos ¿encuentro?, como este, ya se está encargando de programar el siguiente.

- Me agrada mucho poder conversar con usted. Me siento muy bien con su compañía. Es simplemente eso.

- Le agradezco. Parece que ha estado bastante solo antes de mi llegada para que piense de esa forma.

- Es posible. Pero no quiere decir que la haya pasado mal.

- ¿Y su vida en Buenos Aires?

- Mi vida en Buenos Aires transcurre desde mi casa a la redacción y viceversa. De vez en cuando alguna salida, pero rara vez. Me gusta mucho escribir y dedico gran parte del tiempo libre a ello.

- ¿Y su familia?

- Vivo solo, mi familia es del interior, pero en Buenos Aires estoy solo afortunadamente, sino no podría concentrarme en mi trabajo.

Concluyó sin dejar de mirar aquellos ojos color de miel que lo habían deslumbrado desde un primer momento. Pareció percibir cierto alivio en Laura al escuchar esta última revelación.

El diálogo con ella fue haciéndose día tras día cada vez más fluido. Aquella timidez de ambas partes percibida durante los primeros días fue perdiéndose poco a poco y con el correr de los días, desapareció totalmente. Al cabo de una semana ya se encontraban dos veces por día. La clásica cita de las doce de la noche y a media tarde, Laura siempre tenía un rato libre que aprovechaban para caminar entre los sauces y ceibos o entre los rebordes de algún arroyo.

- No quiero molestarle demasiado con este tema, pero jamás hemos hablado al respecto -encaró Hubert- tal vez, si me contara, podría ayudarle a resolver su problema, respecto a su relación familiar.

- Es algo complicado …

- ¿Por qué no lo intenta?

- No podría ayudarme …

- No quiero presionarla, pero inténtelo, además, no conozco nada de usted, de su pasado.

- En mi familia somos cinco hermanos, yo soy la menor. Vivimos actualmente en Campana, pero originariamente estuvimos radicados en la zona agrícola de Zárate. Mi padre era hacendado y tenía campos en la zona. Cuando yo era pequeña, cinco años, él falleció en un accidente en el campo.

- ¿Qué le sucedió?

- Fue con una maquinaria de cosecha. Luego de eso mi madre quedó bastante mal. Ya no fue la misma. No quiso saber nada más con aquellas tierras, así que vendió todo, inclusive la finca donde vivíamos y nos instalamos en Campana, en una casa a la orilla del Paraná de las Palmas. Allí pasé toda mi infancia, por cierto, muy desdichada, ya que mi madre -que nunca pudo recuperarse de la muerte de mi padre- no quedó bien psicológicamente. En realidad, mis hermanos mayores se ocuparon de mí. Ellos me enviaron al mejor colegio de la zona, se encargaban de educarme y mantenerme. Mi madre podía aportar poco y nada. Gracias a Dios, ellos pudieron darse cuenta de la situación y lo resolvieron de la mejor forma. Siempre les estaré agradecida. Pero, en fin, fui creciendo y teniendo otras necesidades. Mis hermanos comenzaron a irse, ya sea porque se casaban o buscaban nuevos horizontes y yo me fui quedando sola con mi madre. Si bien para ese tiempo ya tenía suficiente edad como para controlar la situación.

- Perdón, ¿Qué edad tenía?

- Esto fue a los quince años. Decía que, si bien tenía edad suficiente, no me fue para nada fácil. Mi padre nos había dejado un patrimonio bastante importante, con eso era suficiente, pero yo necesitaba salir un poco de aquel encierro, así que busqué un trabajo en la ciudad, en una oficina. Estaba realmente desbordante de alegría con aquella experiencia. Hasta que aparecieron los primeros problemas.

- ¿Su madre?

- Sí, comenzó a reclamarme que no era necesario que trabajara y que yo debía estar dedicada exclusivamente a su cuidado. Esto no me pareció justo. Sobre todo, porque mis hermanos, ahora estaban desaparecidos, se desentendían del tema. Yo sentía como que el hecho de haberse ocupado de mí durante mi niñez, les daba el derecho a derivarme la responsabilidad. Toda esta situación fue dañando más y más la relación con mi madre. Pero, en definitiva, yo sentía que no podía abandonarla, así que me resigné a continuar con esa vida, si se quiere, desdichada. Hasta que un día todo empezó a cambiar para mí y empecé a ver la vida de otra forma.

- Maravilloso.

- Sí, en un principio sí. Sucedió que conocí a un muchacho. Fue en la ciudad, relacionado con mi trabajo.

- Y eso le hizo darse cuenta de la realidad, que había una vida por vivir.

- Exacto. Para mí fue una verdadera bendición. Andrés -así se llamaba- era una persona encantadora. Muy amable, cortés y dispuesto a entregar todo.

- La persona ideal para una joven encantadora como usted.

- Gracias por el cumplido, aunque no creo que sea tan así.

- Continuemos.

- Le decía, Andrés era una persona maravillosa y con el tiempo nos enamoramos y el comenzó, en cierta forma y sin ánimo de perjudicarme, a hacerme ver la realidad de las cosas, que por alguna causa, yo no podía ver. Esto mi madre inexorablemente lo tomó muy mal. Ni se imagina el escándalo que armó cuando se lo presenté. Yo no encontraba la forma de disculparme por el mal trato que le dio. Esa fue la primera y última vez que lo llevé a mi casa. Yo lo amaba lo suficiente como para no someterlo a semejante situación.

- Hizo lo correcto.

- De todas formas, continué con mi relación. Ya no me importaban demasiado los reclamos que mi madre me hacía cuando llegaba tarde, o cuando me ausentaba todo un fin de semana. Muchas veces no volvía y me quedaba en casa de Andrés, que tenía una familia maravillosa que sabía entenderme y por sobre todo apoyarme.

- Creo Laura, que fue lo mejor que pudo pasarle dentro de ese entorno familiar bastante perjudicial. Fíjese, que sabia que es la naturaleza. Siempre crea una vía de escape que nos sirve de apoyo en situaciones difíciles.

- Más que la naturaleza yo diría que Dios estuvo de mi lado.

- Dios es la naturaleza, si lo miramos del lado religioso quizás. Continúe con el relato, me interesa llegar al final de este problema. Cuénteme algo sobre Andrés.

- Como le dije Ricardo, Andrés era maravilloso. Tenía dos años más que yo, pero mentalmente tenía una madurez asombrosa. Poseía gran decisión y siempre estaba dispuesto a entregar todo por una idea que consideraba la correcta. El me aconsejaba de la mejor forma. Si bien su familia no tenía un gran poder económico, estaban bastante bien en ese aspecto. Por eso, no pasó demasiado tiempo para que pensáramos en preparar un matrimonio que me alejara definitivamente de aquella pesadilla. Pero siempre llevaba el peso de mi madre. No quitar esa idea de mi mente, por más daño que me estuviese ocasionando. Algo era seguro. No iba a abandonarla a su propia suerte. Así que un día -con el apoyo de Andrés- reuní a todos mis hermanos -con mi madre también presente- para decidir acerca del futuro y anunciarles mi próximo casamiento. Ahora todos debíamos hacernos cargo del problema.

- Una importantísima decisión.

- Y un gravísimo error.

- ¿Qué pasó?

- Todos, absolutamente todos se pusieron en mi contra. Sentí que, con el hecho de haberlos involucrado en el problema, estaba violando alguna tácita ley familiar no declarada en documento alguno. Ni hablar cómo se puso mi madre. Todos parecieron enloquecer.

- ¿Y usted qué hizo?

- Subí a mi cuarto, tomé una maleta, puse algunas cosas y sin que se percataran, me fui, para nunca más pisar aquel lugar.

- ¿Fue con Andrés?

- Sí. En realidad, él me estaba esperando afuera. Juntos fuimos hasta su casa y allí me instalé por algunos días. Durante esos terribles días, mis hermanos no paraban de acosarme en el trabajo o a la salida de él. Tal es así que un buen día decidí renunciar al mismo para no tener más contacto con ellos. Estuve unas semanas recluida en casa de Andrés y me sentía realmente una inútil y mantenida, con un enorme sentimiento de culpa por lo que había hecho. Le pedía encarecidamente a Andrés que me ayudara a buscar un trabajo en otro lugar, fuera de aquel infierno. Y él siempre tan comprensible lo consiguió.

- Una persona admirable Laura. Sin duda la quería muchísimo.

- Muy buena persona y compañero.

- ¿De qué se trataba aquel trabajo?

- Era en la administración de una maderera, en el delta. El pago era superior al que tenía en el primer trabajo y estaba completamente alejada de todo lo que me dañaba. Así que lo acepté. Y acá comienza todo el drama.

- ¿Perdón? ¿Todavía no había comenzado?

- No, lamentablemente no.

- Continúe Laura …

- Era un sábado por la tarde, en invierno. Andrés decidió llevarme personalmente para instalarme en la maderera, donde había un excelente predio habitacional donde residiría hasta tanto decidiéramos que hacer con nuestras vidas. Él era muy amante de la navegación y tenía una pequeña lancha a motor. Como el viaje desde Campana era de unos veinte kilómetros, no encontró inconveniente alguno para realizar el trayecto. Salimos a eso de las cinco, pero no en condiciones muy favorables. Había mucho viento y el cielo estaba encapotado con amenaza inminente de lluvia. A mí no me gustó mucho aquella situación, pero él estaba confiado, así que me quedé más tranquila. Pero la tranquilidad fue momentánea. Ya cuando estábamos desembocando en el Guazú desde el canal de acceso se desató la tormenta. La corriente era impresionante y nos llevaba hacia el centro del cauce. La lancha tenía un motor pequeño que no tenía la suficiente fuerza para contrarrestar semejante avalancha de agua y viento. Así y todo, llevados más por la corriente que por el empuje de la embarcación, fuimos acercándonos de a poco hacia una de las márgenes donde parecía divisarse alguna playa, aunque la visibilidad por esos momentos era casi nula debido a la cortina de agua que invadía el ambiente. Yo estaba aterrorizada en uno de los extremos de la lancha y él intentando controlar una embarcación con un motor que ni siquiera lograba encausarla por algún instante sobre el rumbo deseado. Fue entonces que sobrevino. Ya a unos treinta metros de la costa, nos agarró un remolino que dio vuelta de campana a la lancha. Yo no recuerdo en ese momento muy bien cómo sucedieron las cosas. Pero en un instante me encontré bajo el agua, en una completa oscuridad pataleando desesperadamente para alcanzar la superficie. Tragaba agua a caudales, pero la superficie no aparecía. Hasta que en un momento, golpeé con algo sólido: la lancha -que estaba dada vuelta- en cierta forma pude aferrarme a uno de los bordes y empujarme hacia arriba hasta que salí a la superficie. En un primer momento no me daba mucha cuenta del gran aprieto en que nos encontrábamos. Fue sí en un instante en que pensé en Andrés. No lo veía por ningún lado. Empecé a gritar su nombre, casi desesperadamente pero no lograba divisarlo. Realicé un esfuerzo sobrehumano, sin medir indudablemente las consecuencias y comencé a nadar en círculos, sumergiéndome de tanto en tanto y manoteando para tratar de asirlo con mis brazos. Pero Andrés no estaba allí. El río se lo había llevado. Tampoco recuerdo como salí de esa situación. Ni como pude llegar a la orilla, que estaba a más de veinte metros. Supongo que nadé hasta allí y allí me quedé hasta que en algún momento alguien me rescató. Solo volví a tener noción del tiempo y el espacio al verme recostada en una cama del hospital municipal de Escobar. Eso fue todo. Nunca más vi a Andrés. Ni recuerdo cuando recuperaron su cuerpo. El río, malvado e impiadoso me lo llevó. Y era todo lo que yo tenía.

- Es una historia realmente muy triste Laura y no sabe cuánto lamento lo que ha tenido que pasar. Espero que mi compañía pueda servirle para tener algún apoyo o por lo menos alguien que pueda acompañarla en estos momentos tan difíciles.

- Le agradezco mucho Ricardo. Me es muy importante su compañía.

- ¿Y su familia? ¿Volvió a verlos?

- Cuando estuve en el hospital uno de mis hermanos fue a visitarme. Trató de disuadirme para que regresara, pero ya era tarde. Nunca más vi a ninguno de ellos, ni a mi madre. En el fondo espero que ella esté bien. Creo que ellos se deben haber hecho cargo del tema. Pero yo ya no podía. El daño que me habían hecho, sumado a este suceso fue algo muy difícil de superar. Por eso decidí alejarme. Y encontré por estos lugares la medicina como para poder afrontar la situación. Ahora estoy bien y me siento bien con esta nueva vida. Tal vez en algún momento la cambie, si es que encuentro algo que justifique plenamente el poder hacerlo.

- Espero que lo encuentre pronto. Más aún, que pueda encontrar pronto su verdadera felicidad.

Para ese tiempo, Hubert no solo comenzó a preocuparse por el momento de la partida, para el cual faltaba cada vez menos tiempo, sino que además entendió que en cada día que pasaba aquella partida iba convirtiéndose en una tarea casi imposible. Por las noches, luego de su encuentro con Laura, se quedaba recostado sobre su cama, mirando hacia el aire profundo de la noche y meditando acerca de la posibilidad de deshacerse de inmediato de aquella redacción y esa historia sin sentido y emprender una nueva vida junto con ella. ¿Ella aceptaría semejante locura?

Luego de varios días comprendió que estaba profundamente enamorado de la joven. Cada mañana, cuando el sol emergía entre los sauces junto a la ventana, existía solamente para ella. Ninguna otra cosa tenía sentido. Ahora almorzaba y cenaba en lo de Pardal, a tal punto que no pasó mucho tiempo para que Don Sini y Compañía se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo con Hubert. Cada vez que salía del hotel, una sonrisa cómplice del italiano traslucía todo su pensamiento respecto a la situación.

- Robertino -interrumpió el italiano un día- usted debe llevarle algo a la bambina. Sini tiene un regalo perfecto.

- A ver ¿qué puede aconsejarme? -rio Hubert ya acostumbrado a que le cambiara su nombre.

- Tengo un prosciutto estacionado que mama mía.

- Animal -interrumpió su esposa que no perdía detalle del diálogo- eso no se le regala a una dama.

- Cállate, tú hablas demasiado. Tu eres la primera che mangia il prosciutto.

- ¡Sos una bestia!

- Ma que bestia, bien que te gusta il prosciutto.

Hubert se fue alejando sin dejar de reír:

- Por ahora paso Don Sini. En otro momento tomaré en cuenta su ofrecimiento.

- Bruto animal -concluyó María- todo lo arregla con esos malditos jamones.

- Bah …

Aquella noche pasearon bajo la luz de la luna llena tomados de la mano. El hecho de despedirse cada noche se convertía día a día en una tarea por demás dificultosa. Normalmente iniciaban su paseo a las doce de la noche y caminaban por el sendero o en dirección a la plantación bajo la única compañía de las estrellas en una total oscuridad. Fue entonces que por primera vez Hubert le manifestó su malestar y desazón por la próxima partida, dándole a entender que hasta el momento no creía posible llevarla a cabo.

Ella no podía ocultar el mismo sentimiento. Un día, luego de caminar por más de dos horas llegaron hasta el borde de la plantación. En cierto momento Hubert le pidió que se sentaran sobre un tronco recostado a un costado del sendero. Allí la tomó de la mano y luego suavemente comenzó a acariciarla. Primero sus manos, luego sus cabellos y su rostro. Así bajo esa situación, la besó por primera vez. Fue un beso profundo. Lleno de vigor y embelesamiento.

Ella respondió con las mismas caricias e ímpetu, en el mismo momento que una voz interior sacudió su pensamiento: “¿Qué estás haciendo?”

Luego de un largo rato bajo ese clima de sopor y entrega, Hubert interrumpió:

- ¿Sabes una cosa Laura?

- ¿Qué cosa?.

- No voy a poder irme. A partir de este momento tú eres mi vida. El resto ya no tiene importancia para mí.

- No puedes abandonar tu vida por completo. Has luchado mucho por llegar a donde has llegado. No quiero ser un obstáculo para ti.

- No has comprendido. Ya nada tiene importancia.

- Podemos buscar otra solución.

- ¿Cuál? … tú tampoco puedes abandonar esta vida porque es lo que deseas. Y lo que yo deseo es que seas feliz.

- El tiempo va a saber guiarnos con sabiduría … vamos que se está haciendo tarde.

Hubert veía en las actitudes de su amada la clara intención de no querer hablar de la partida. Tampoco ofrecía alguna solución viable al problema. De modo unilateral decidió extender un par de semanas más su estadía en Las Acacias. Ya vería la forma de justificarse en la redacción.

- Dime una cosa Laura -habló Hubert- ¿Aún no quieres contarme a quién visitas todos los sábados por la tarde? Que no te incomode la pregunta. Puedes no contestármelo si así lo deseas.

- No tengo problema. Simplemente no visito a nadie. Necesito, por lo menos contar con ese tiempo, una vez a la semana para estar sola y así con la simple compañía del río y la naturaleza poder meditar. Tengo una pequeña casa en ese lugar. Es como un alimento indispensable para la vida. Ese tiempo me da fuerzas para poder llevar a adelante el resto de la semana. Pero en realidad no hay nadie a quién visitar. Digamos que en ese caso hago una visita a mí misma.

- Me parece muy bien. Siempre necesitamos de algún tiempo para poder plantearnos algo acerca de nosotros mismos. Es una buena terapia.

- Este lugar es maravilloso -acotó Laura- solo aquí uno puede encontrar la paz deseada, lejos de la ciudad y rodeada exclusivamente por esta naturaleza que te brinda todo. Todo lo que uno necesita para vivir está aquí. Por eso, esas horas que paso en aquel lugar, me siento la persona más libre del mundo. Me alimento con lo que la naturaleza me da y bueno, no hay nada más que pedir.

- Digamos que es el remedio necesario para seguir viviendo.

- Seguro. Si no lo tuviera, creo que no podría continuar por este camino. De todas formas, pienso que es algo momentáneo que existirá hasta tanto pueda encontrar algo o alguien que me haga cambiar de parecer.

- Espero que puedas hallarlo pronto -respondió Hubert mientras besaba tiernamente su mejilla …

- … espero …

Aquella mañana de sábado le propuso a Laura que ese día no realizara su clásica partida sabatina, para la cual ella jamás había querido que la acompañara. Quería pasar todo el domingo junto a su amada navegando por el Miní. Laura accedió sin titubear. Así de esa forma, el domingo muy temprano pusieron proa por el arroyo en dirección del Miní.

Él manejaba el timón del motor desde la proa, mientras ella sentada en el extremo de proa disfrutaba del paisaje enceguecedor del delta del Paraná. Los rayos de sol penetraban entre sus cabellos y difundían deslumbrante luminosidad bajo los efectos del viento. No pronunciaron una palabra en todo el trayecto. En un momento, ya sobre el cauce del Miní, Hubert enfiló hacia una playa sobre la margen opuesta que, recostada sobre un remanso ofrecía la paz y aislamiento necesarios, para el idilio que estaba por desencadenarse.

Al desembarcar, Hubert amarró la embarcación y luego tomó a su amada de la mano y recostándose sobre la sombra en la arena la besó con toda su pasión. Así de esa misma forma comenzó a acariciarla. Primero sus cabellos dorados al sol, luego su rostro y la totalidad de su cuerpo. Ella respondía de la misma forma. Luego, bajo este inmenso clima de pasión y desenfreno, se quitaron sus ropas e hicieron el amor por primera vez.

Los jóvenes se amaron por el resto del día. Navegando por distintas playas, inclusive dentro de la misma embarcación bajo la celosa custodia del Miní. Ya no había sorpresas entre ellos. Todo había sido probado. El amor era completo. Y la felicidad que ambos cuerpos irradiaban plena. Bajo este clima fue asomando el crepúsculo y ya entrada la noche pusieron proa por el arroyo grande rumbo a Las Acacias. Hubert acompaño a Laura hasta el almacén y con un beso se despidió hasta el nuevo día.

  

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

"Cuán grande es la tierra entre los meandros. Cuando el sol del crepúsculo invade el ambiente, todo parece detenerse. El tiempo ya no cubre con su manto los confines del espacio. Todo se interrumpe. Y así, río y tierra forman un solo conjunto. Una extensión inmensurable que domina el ambiente y los más lejanos confines del sentimiento. Esa extensión que se mezcla con el pensamiento, que lo perfora y lo inhibe ante semejante magnitud. Esa extensión, grande, inmensa, como esta herida, abierta en el corazón."

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

 

Al salir al día siguiente del hotel, Hubert se encontró con una sorpresa: Laura lo estaba esperando en la puerta.

- Debo hablar urgentemente contigo.

- Seguro Laura, ¿Qué sucede?

- Es algo muy importante, caminemos.

Anduvieron por el sendero durante unos cinco minutos, en total silencio, luego ella habló:

- Esto es muy difícil para mí, pero espero que me entiendas.

- No me asustes, ¿qué sucede?

- Quiero que te quedes tranquilo. Solo escúchame. Es muy probable que en un primer momento no entiendas, pero con el tiempo podrás darte cuenta que las cosas deben ser así.

- Explícate un poco más Laura.

- Te diré: debo irme. Sé que esto va a sonarte absurdo, pero es necesario e imprescindible.

- ¿Debes irte, a dónde?

- Me voy de Las Acacias.

- Bueno, no hay problema, a donde tú vayas yo iré.

- No, mi amor, eso no va a ser posible. Tú no puedes venir conmigo.

- ¿De qué me estás hablando?

- Te estoy hablando acerca de una obligación que me llama y no puedo hacer oídos sordos.

- ¿Es algo relacionado con tu familia? ¿Tienes algún problema?

- No amor mío -interrumpió Laura mientras lo acariciaba- no tengo ningún problema de ese tipo. El mayor problema es que no puedo decirte en este momento hacia dónde voy, porque me suena algo difícil que puedas entenderlo.

- Pues inténtalo.

- No puedo.

- ¿No puedes? - ahora Hubert se explayó sin poder disimular su enojo- ¿Quién es el que no te lo permite? ¿Acaso no hemos sido hasta aquí lo suficientemente sinceros el uno para el otro como para poder ayudarnos y apoyarnos en la otra persona en estos difíciles momentos? ¿Hay algo acaso que no me contaste? No Laura, la cosa no es así. Yo te amo con todo mi corazón. Estoy dispuesto a dar mi vida por ti, pero por favor, no me hagas esto.

- No mi amor, no me lo hagas tú más difícil. Esto se ha complicado demasiado, no debí llegar hasta este punto.

- ¿Qué es lo que se ha complicado demasiado Laura? ¿Nuestro amor se ha complicado demasiado?

- Aunque suene doloroso, tal vez sí.

- Pero ¿es que no me amas como has dicho?

- Si, te amo con todo mi corazón. Pero las cosas son así.

- ¿Tienes algún compromiso con otra persona y no me lo has dicho?

Laura hizo mutis y luego respondió:

- En cierta forma, sí.

Ahora Hubert hizo silencio.

- … bien, no puedo hacer nada contra eso, solo decirte que mi vida ya no será lo mismo. Yo me entregué completamente a ti. Pensé, luego de tu impresionante y dolorosa confesión del otro día, que no tenías a nadie en este mundo en quién poder apoyarte. Yo te estoy ofreciendo mi vida Y tú acabas de destruirme.

- No es lo que estás pensando.

- ¿Cómo lo llamarías entonces?

- Como tú dijiste: compromiso. Pero no es lo que yo deseo hacer, simplemente no tengo otra salida. Y no está referido a una persona en especial como quieres insinuar.

- Yo no estoy insinuando nada. Simplemente me sigo apoyando en lo que me manifiestas. ¿Cómo esperas que yo pueda digerir semejante cosa? Resulta que me amas con todo tu corazón, pero sucede que tienes un compromiso con otra persona que supuestamente no es amor ¿O sí? Y que no puedes dejarlo todo por mí tal como yo estoy dispuesto a hacerlo. Realmente no puedo comprenderlo de ninguna manera. Pero bien. Es indudable que debo aceptarlo. Mi amor hacia ti es tan grande que estoy dispuesto a soportarlo todo el tiempo que sea necesario, con tal que veas cumplido tu objetivo, por más doloroso que este sea. Solo dime una cosa: ¿Existe la posibilidad que cuando resuelvas tu compromiso pueda volver a verte? ¿Puedo tener esa esperanza en mi corazón que algún día volveremos a encontrarnos? Necesito guardar una pequeña luz en mi espíritu, porque sino, creo no estar en condiciones de seguir viviendo. Lo único que espero que por tu parte ya no sea tarde, ya que por la mía nunca lo será.

- Amor mío -habló Laura mientras lo acariciaba- ten la plena seguridad que volveremos a vernos. Por ahora yo estaré siempre presente, a cada momento, en cada paso que des en esta vida, acompañándote desde tu corazón. Pero en algún momento el camino, ahora bifurcado, volverá a unirse, y nunca más me separaré de ti. Lamento muchísimo no poder explicarte claramente las causas de esta partida …

- Ahora me estás hablando como si el tiempo fuese una extensión tan inconmensurable, que tengo que valerme de tu recuerdo para poder soportar este dolor.

- En realidad, no puedo saber cuan amplio será o no ese tiempo.

- Es algo que creo nunca voy a poder entender …

- … no mi amor, no es así, pronto entenderás

 

Esa fue la última vez que Hubert habló e inclusive vio a Laura. Ella quedó en partir a la mañana siguiente, pero esa misma noche ya no estaba. Hubert la buscó desesperadamente por todo el paraje. No se sabe cómo hizo, pero se había esfumado, sin que persona alguna se percatara, tal vez para evitar el tedioso dolor de la despedida.

Hubert, aquel hombre que un día llegó a Las Acacias en busca de una historia, y que por los avatares de la vida encontró algo más que un amor, ese hombre que encontró, por lo menos por un breve lapso, una nueva vida, estaba ahora completamente destrozado.

Sí, ahora tenía una vida nueva, pero totalmente diferente a la que había imaginado. Fue entonces que aquella mañana. Tomó algunas pertenencias y con la infaltable compañía de su perro caminó y caminó por aquellos senderos que hacía pocos días había recorrido desbordando de felicidad. Atravesó los terrenos de la plantación y siguió caminando. Al llegar a lo de Ruiz Moreira se sentó a esperar sobre una piedra a la orilla del río, mientras acariciaba al perro tratando de explicarle lo que estaba por hacer.

Esperó y esperó durante varias horas, solo con la compañía de su amigo al que sabía estaba por ocasionarle un daño. Luego, al llegar la lancha y sin decir palabra la abordó. Solo miraba hacia atrás para despedirse, con lágrimas en los ojos de aquel compañero que en todos los momentos de angustia lo había acompañado. El animal miraba, ladrándole al río por el destino que instintivamente percibía, respecto de su amo. La embarcación se fue internando entre el devenir de la corriente descendente hacia la orilla opuesta, a casi un kilómetro de distancia, luego cruzó el Carabelas y ante la atónita y dolorosa mirada del animal, desapareció en la boca del Canal De la Serna.

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