Novela

1/1/2021

Invisible Carmes�

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Novela

Crep�sculo

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- Señor Montesini, ¿Puedo pasar?

- Adelante Marcos, estaba leyendo unas notas.

- Disculpe usted, señor Montesini, le traigo el informe que me pidió de la papelera. Aquí está todo. Creo que la diferencia es bastante importante.

- ¿Descontó el tema del canje?

- Si, ya está descontado.

- Bueno, déjemelo nomás. Más tarde voy a analizarlo, tenemos que llegar a una solución o buscar otro proveedor de inmediato.

- Yo le preparé una lista nueva de proveedores. Me parece que el de Papelera Norte es el más conveniente.

- Sí, pero momentáneamente nos manejaremos con el remanente. De toda manera Marcos, vaya preparando una reunión con esta gente. Quiero tener cubiertos todos los frentes.

- Perfecto señor, necesita alguna otra cosa, porque son las seis y …

- Vaya nomás Marcos, puede retirarse, nos vemos mañana.

- Bueno señor Montesini, nos vemos mañana.

Montesini siguió leyendo las notas de editorial del día domingo hasta ya entrada la noche. Luego consultó su reloj: las nueve. Por hoy era suficiente. Cerró su despacho y como todos los días, luego de saludar al sereno se retiró, caminando lentamente por la calle Belgrano hasta la esquina de Chacabuco. Allí giró a la izquierda y recorrió bajo la tenue brisa de la noche, las cuatro cuadras hasta su casa.

Era una vieja casona de principios de siglo, totalmente restaurada. En la fachada había una puerta negra de fundición, vidriada y dos ventanas laterales, con postigones de cedro. En la entrada, tras la puerta negra un corredor de unos tres metros desembocaba en otra puerta, esta vez de madera y vidrio repartido. Allí se accedía a un comedor diario y un jardín de invierno. Sobre la derecha estaba el acceso al comedor y la cocina. Saliendo al jardín de invierno, una puerta daba al fondo de la finca y otras dos a sendos dormitorios.

El fondo era esplendido. Tenía unos cuarenta metros libres y estaba perfectamente decorado con un elixir de enredaderas, flores y frutales. Sobre el fondo, una higuera y olivo. El aroma de azahares y los penetrantes perfumes de romero y laurel, daban al lugar un aspecto realmente atrapante. Lo primero que hacía Paolo Montesini al llegar a su casa era encender las luces del fondo y regar el jardín. Lo hacía con suma delicadeza y encantamiento. Cuidaba las plantas como si fuesen su única posesión. Luego abría la heladera y si había alguna cosa cenaba, tras lo cual se sentaba en el comedor diario a tomar un café, algunas veces acompañado por la radio u ocasionalmente el televisor y leía las notas de editorial de la semana entrante sin perder el más mínimo detalle. Luego, a eso de las dos o tres de la madrugada se retiraba a dormir.

Aquel día era sábado, y si bien no había descanso en la redacción, siempre se tomaba algunas horas por la mañana para caminar. Salía generalmente de su casa a las nueve de la mañana y caminaba por Chacabuco hasta Primera Junta, luego bajaba la barranca hasta chocar con las vías -ahora muertas- del tren del bajo. Por ellas caminaba en dirección al centro y tras pasar por los restos de la estación, en franco proceso de herrumbramiento, echaba una mirada a la barranca sobre la cual se erigía majestuosamente la Catedral.

A Montesini le encantaba caminar por las vías del ramal en desuso. Como en otros tiempos, simulaba escuchar el crepitar de los vagones sobre el riel, o una lejana bocina que presagiaba el arribo de la formación. Todo eso era ya una ilusión. Pero el hombre vivía de ilusiones. Estaba solo, se imaginaba un mundo de colores, sin colores. Luego, salía por entre los durmientes y caminaba hacia la costa. Le gustaba mirar al río e imaginarse la otra orilla, oculta por un horizonte celoso e inexpugnable.

Luego, a eso de las once, emprendía el regreso desandando paso a paso el camino realizado con anterioridad. Era como una obsesión. Pero el hombre era feliz de esa forma, hallando en los elementos de la vida cotidiana, la compañía que aquella soledad, día a día se acordaba de mitigar. Su vida transcurría monótona entre su casa, su trabajo y las vías. Vaya a saber uno cuanto hacía de esto. Pero él era feliz, a su manera.

La redacción del diario estaba frente a la estación. No la del ramal clausurado, sino la de San Isidro C, sobre la calle Cosme Beccar, contiguo a la galería comercial. Era un edificio de dos plantas, con imprenta y depósito incluidos. El periódico, era un periódico zonal, de muy buena tirada, con dos emisiones semanales. Montesini era su dueño. Estaba contento y realmente le iba muy bien con su pequeña empresa. Tenía una dotación de veinte empleados, entre redactores, compaginadores e imprenteros, y guardaba con todos ellos una excelente relación profesional y respetuosa. Se puede decir que la gente también estaba contenta con su jefe, salvando algunas rencillas muy comunes en todo tipo de trabajo.

- Permiso, Señor Montesini.

- Adelante Marcos.

- Quería avisarle que el lunes por la tarde acordé una reunión con la gente de la papelera, creo que tienen una solución o algo parecido.

- Bueno, prepáreme todos los papeles para poder leerlos el mismo lunes por la mañana. Quiero que usted esté presente en la reunión.

- Perfecto señor.

- Otra cosa Marcos, si la ve a María por allí, dígale que me vea.

- No hace falta signore -interrumpió María- venía precisamente a verlo.

- Que tal María -agregó Montesini- Marcos, ya puede retirarse. Pase usted María, la tengo algo perdida, o es que no ha podido salir del depósito a causa de los papeles.

- Es impresionante signore, la cantidad de información que hay en ese lugar. Podría crear una biblioteca de consulta.

- Ya lo pensé en otra oportunidad, pero veamos ahora que de bueno podemos sacarle a todo eso. ¿Estuvo revisando los editoriales? El tema de esa nueva columna que quiero poner puede ser muy atractivo para el lector.

- Rememorar viejas notas siempre lo es.

- Si, sobre todo si se cuenta con tanta información. Por favor, que no se le ocurra nunca tirar cualquier periódico que encuentre allí, por más insignificante que le parezca.

- Por supuesto, aunque estamos bastante reducidos respecto al lugar.

- No importa, veremos la forma de reacomodarlo. Respecto a su trabajo, ¿qué pudo encontrar de interesante?

- Hay varias notas, de distintas épocas. Primeramente, le digo que estuve haciendo un resumen. Hay diarios nacionales desde … digamos mediados de mil novecientos treinta, aproximadamente. Todo muy rico en información.

- ¿Información de la zona?

- Bastante, habla mucho del San Isidro de mediados de siglo. Sin duda era una ciudad muy distinta a la actual.

- Han pasado solo treinta años.

- Es cierto pero muchas cosas han cambiado. De todas maneras, pude seleccionar tres o cuatro notas interesantes, no tan relacionadas con el barrio y que pueden ser importantes.

- Veamos entonces …

- Una es del diario Crítica, doce de enero del cuarenta y dos y habla sobre la influencia de la guerra en la vida cotidiana del ciudadano argentino. Es muy interesante, porque cuenta con elementos muy innovadores en cuanto a la redacción y está firmada por un tal Raúl Martinez …

- … Sapac -interrumpió Montesini.

- Sí, Raul Martinez Sapac. ¿Lo conoció?

- Por supuesto, no éramos amigos, pero me crucé varias veces con él en la redacción. Era un gran escritor de la época. Y creo recordar aquella nota. Yo era un joven por aquel entonces, y aún no trabajaba, pero años después pude tener acceso a ella. Es muy buena. Creo que la seleccionaremos para una de las primeras ediciones. Pasemos a otra.

- Bene signore. Otra es del quince de marzo de mil novecientos cuarenta y ocho, la firma Esther Luna …

- Excelente redactora … continúe María ..

- … diario La Nación. Habla sobre el advenimiento de la mujer en los cargos gubernamentales.

- Una característica de la época … creo que allí comenzaron todos nuestros problemas actuales -agregó Montesini riendo- ¿qué le pareció la nota, María?

- Saltando el último comentario -continuó María sonriendo- creo que es muy buena porque se anticipa a los tiempos por venir, aparte de tener una redacción perfecta.

- Ester Luna, como voy a olvidarla. Trabajó conmigo en el diario, durante un tiempo nomás. Luego la pobre, enfermó gravemente y falleció, creo que en el año cincuenta y dos, o por ahí. Era muy joven. Una gran pérdida.

- Tengo otra más, en realidad dos más, pero no sé por cual decidirme.

- ¿Por qué no las dos, entonces? …veamos cuales son.

- Una es del diez de diciembre de mil novecientos cincuenta y corresponde a Ernesto Vidal Soler del diario Clarín.

- No lo recuerdo …

- Es una nota muy rica en cuanto a relato acerca de un viaje realizado al interior de la selva chaqueña, por el mismo autor y detallando las vicisitudes para acceder y vivir en aquella región debido a la falta de recursos y movilidad de aquella época.

- No ha cambiado mucho ahora ¿verdad?, digamos que está vigente.

- Bastante creo. Y la última …

- Perdón, la de Vidal Soler también la pondremos.

- Muy bien signore. Le decía acerca de la última.

- Veamos entonces …

- Está fechada el doce de julio del cincuenta y cinco y la firma un tal Ricardo Hubert …

- Perdón, ¿quién dijo?

- Ricardo Hubert, ¿lo conoció?

- Hum … no, creo que no, aunque el nombre me resulta familiar.

- Le decía signore. Diario La Nación. Es una historia, digamos, algo fantasiosa, si se quiere. En realidad, es una investigación realizada en el delta del Paraná, por aquella época …

- ¿Por qué fantasiosa?

- Porque trata de una historia trasmitida de boca en boca a través de los años, acerca de una visión, digamos sobrenatural, acontecida en aquellos lugares …

- …interesante …

- Sí, interesante, pero que no pudo ser corroborada, aparentemente. De todas formas, la redacción es impecable.

- La seleccionaremos entonces. ¿Algo más?

- Eso es todo. Creo que para empezar tenemos bastante.

- Bien. Hágame entonces una copia de cada una de las notas y tráigamela hoy mismo, por favor, así me las llevo y las leo con detenimiento en casa.

- Perfecto signore.

- Y otra cosa María. Trate de no perderse en el depósito.

- Pierda cuidado signore Montesini, pierda cuidado.

Esa noche, Montesini fue, como todos los días caminando hasta su casa de la calle Chacabuco, por el mismo camino de siempre. Entró a su casa, pero hizo un cambio realmente sorprendente. Alteró el orden de la monotonía. Se preparó un café e inmediatamente, haciendo caso omiso del riego de las plantas, se sentó a leer las cuatro notas. Inmediatamente obvió tres de ellas y puso singular atención sobre aquella fechada el doce de julio del cincuenta y cinco. "Esta historia" -se dijo- "Ricardo Hubert". Había escuchado anteriormente ese nombre. "¿Qué habrá sido de la vida del desdichado Ricardo Hubert?". "¿Dónde estará ahora?". Al instante se puso a leer la nota. Más allá del relato atrapante, aquellas líneas guardaban otro misterio, muy difícil de revelar.

¿Qué sabía Montesini acerca de Ricardo Hubert? Montesini leyó la nota. Dos o tres, o varias veces. Y se quedó meditando. Y luego, antes de terminar, tomó las otras tres notas seleccionadas por María y les dio una rápida leída, casi por compromiso con sí mismo, tras lo cual retomó la monotonía y volvió a sus plantas. Pero algo había quedado. Aquella historia empezó a martillar sobre su cabeza.

El lunes como estaba planeado, Montesini tuvo su reunión con la gente de la papelera. El tema central era una deuda que el proveedor mantenía con el diario a causa de retrasos en la entrega y cobros ya realizados.

- Hemos tenido que tomar otras opciones ante el retraso -increpó Montesini ante su interlocutor - simplemente pedimos la restitución del pago realizado por adelantado, o la provisión del papel.

- Le hemos dicho señor Montesini que la producción es casi nula actualmente. Estamos cubriendo compromisos anteriores al suyo.

- Pero yo no tengo la culpa si sus finanzas no están por buen camino. Yo necesito cobrar o contar con el producto. El diario sigue adelante, y no puedo imprimir sobre el aire.

- Estamos ofreciendo partes de la empresa como parte de pago. Digamos, maquinarias, muebles o inclusive inmuebles. Si usted está en condiciones de aceptar algo así …

- ¿Qué tiene para ofrecerme?

- Lo último que nos queda es un galpón en Puerto Constanza, Entre Ríos …

- ¿Qué hago yo con un galpón en … dónde catzo dijo?

- Provincia de Entre Ríos, señor.

- No. ¿Qué más tiene?

- Bueno, lo último son ciento veinte hectáreas en el delta del Paraná.

Montesini meditó unos segundos y luego se explayó.

- Dada la avalancha de posibilidades, me quedo con las hectáreas. Marcos -agregó dirigiéndose a su empleado- encárguese por favor de los papeles y llame a la inmobiliaria para que se ocupen de venderlas de inmediato.

- Perfecto señor.

- Estos son buenos negocios -concluyó con ironía.

El desenvolvimiento del diario continuó estable durante varios meses. Todo continuaba desarrollándose bajo la misma atmósfera que lo caracterizaba: el trabajo, las plantas, las caminatas. Un buen día, mientras estaba en su despacho, Marcos lo interrumpió:

- Señor Montesini, disculpe.

- Adelante Marcos ¿qué sucede?

- Llamaron de la inmobiliaria, acerca de aquellas hectáreas en el Delta ¿se acuerda?

- Sí, el magnífico negocio de la papelera. ¿qué problema hay ahora?

- Ninguno. Simplemente que no hay comprador. Sugieren bajar el precio.

- ¿Cuánto estamos pidiendo?

- Doscientos cincuenta mil pesos moneda nacional.

- Un regalo. ¿Y quieren que lo bajemos aún más?

- Eso dicen.

- Veamos. Déjeme pensarlo. Luego le respondo. Ahora si me disculpa necesitaría estar solo.

- Como no, señor Montesini.

Montesini abrió entonces el cajón de su escritorio y retiró una nota en particular. Aquella fechada el doce de julio de mil novecientos cincuenta y cinco. La leyó y releyó por espacio de dos horas. Algo seguía golpeando en su cabeza. Luego llamó a Marcos:

- Señor. ¿En qué puedo ayudarlo?

- Es sobre las benditas hectáreas. Dígale a la gente de la inmobiliaria que momentáneamente suspenda la venta. He decidido y a ver personalmente que es lo que he comprado, para ver si puedo darle alguna otra utilidad. No voy a regalarlas.

- Muy bien señor, de inmediato les aviso.

- Otra cosa Marcos, alquíleme por favor una lancha en algún astillero del Tigre, digamos para este fin de semana.

- ¿Usted solo irá allí? -preguntó Marcos con inquietud-¿Sabe manejar esas cosas?

- Si. Ya he tenido alguna cuando era más joven. Mi licencia debe estar caducada, pero yo me encargo de eso.

- Muy bien señor. En cuanto tenga todo arreglado le informo.

- No olvide decirme dónde quedan las benditas hectáreas.

- Ya mismo se lo digo: Río Pasaje Talavera en la convergencia con el Canal Matías Irigoyen.

- Gracias Marcos.

- ¿Necesita un mapa del lugar?

- No Marcos, se cómo llegar.

Indudablemente para Montesini el hecho de conocer su campo, era solo una excusa. Algo había en su pensamiento que lo estaba llevando a aquel lugar. Tal es así que, si bien primero se limitó a conocer sus tierras, digamos que lo hizo más por compromiso que por otra cosa. Al terminar el reconocimiento, se dirigió al destacamento ubicado en la boca del Talavera y el Paraná Guazú para hacer una consulta. Estacionó la lancha en el embarcadero y de inmediato consultó al prefecto de turno acerca de otro destino.

- Disculpe oficial, estoy buscando llegar al Río Carabelas. ¿Qué camino debo tomar para llegar desde aquí?

- Debe tomar señor por el Paraná Guazú. A cinco kilómetros río abajo está la boca del Carabelas. Si me dice a qué lugar se dirige, puedo ayudarlo con mayor exactitud.

- Voy creo a la convergencia del Carabelas con el Canal De La Serna.

- Las Cuatro Bocas. Siga el camino que le dije. Son por el Carabelas unos quince kilómetros, aproximadamente. Allí va a ver las Cuatro Bocas, no puede perderse nunca.

- Muchas gracias, oficial.

Montesini hizo lo indicado. Algo temeroso por no haber navegado nunca por esos lugares, salvo cuando era más joven, pero no por aquel lugar. En un primer momento temió perderse, pero la geografía de la región era lo bastante explícita como para guiarlo hacia su destino. En un momento se detuvo y se preguntó: "¿Qué estoy haciendo aquí?", "¿Que guarda aquella historia de hace casi treinta años que me lleva a indagar más sobre un hecho agotado?", "¿Qué habrá sido de la vida de Ricardo Hubert?", "¿Por qué brota en mí semejante inquietud?".

Montesini continuó con la marcha. Era ahora sábado a la tarde, de un día espléndido del mes de mayo. Algunas embarcaciones a motor y vela dibujaban el lugar y pensaba: "Esto es muy diferente a lo que Hubert debió haber visto por aquellos años". En un momento llegó a una confluencia muy importante. Hacia la derecha del Río Carabelas desembocaba otro río más pequeño, aunque también importante. Hacia la izquierda emergía otro de singular envergadura: las Cuatro Bocas. Inmediatamente recordó el texto del editorial: margen izquierda norte. Hacia allí se dirigió. Al llegar se encontró con un pequeño embarcadero, viejo y descuidado. Con cierto recelo, bajó y amarró la lancha, algo temeroso porque la turbulencia era bastante importante, pero pensó que la lancha estaba bastante resguardada. Ingresó en la isla y luego de caminar unos cien metros entre sauces y cañas se encontró con una casilla que emergía sobre pilotes entre los árboles y que vagamente había divisado desde el río. Golpeó sus palmas durante unos minutos y cuando ya se disponía a irse, un muchacho apareció entre los juncos. El joven, de unos treinta años, tenía todo el aspecto de haber estado trabajando en el monte de juncales. Inmediatamente saludó a Montesini y le preguntó en qué podía serle útil:

- Disculpe joven, me llamo Paolo Montesini, y estoy buscando, digamos creo estar buscando un paraje que estaba por estos lugares hace algunos años, creo que se llamaba "Las Acacias", ¿lo conoce?

- Si mi amigo, lo conozco. Es más, está ahora usted en Las Acacias, o mejor dicho, lo que quedó de ella. ¿Qué es lo que necesita?

- En realidad es un poco difícil de explicar. No estoy buscando nada en especial, sino conocer algo acerca del lugar. ¿Usted vive por aquí?

- Sí señor, en esta casa -dijo señalando la casilla sobre los pilares- vivo con mi esposa y mi padre. ¿Pero a quién busca en realidad? Tal vez pueda ayudarlo.

- Sucede que trabajo en un diario y casi por casualidad he encontrado una nota de hace algunos años que fue escrita en relación a este paraje.

- Que yo recuerde-agregó el joven- y mire que tengo buena memoria, pero que yo recuerde nadie ha escrito nunca nada sobre este lugar.

- Si, tal vez usted no lo recuerde joven, pero le aseguro que así fue. Usted me dijo que vivía con su padre. ¿Su padre es también de este lugar?

- Todos sus setenta años los pasó en este lugar.

- Tendría la posibilidad entonces de hablar con él.

- Seguro, déjeme ver nomás si se ha despertado de la siesta.

- Por supuesto, no quiero interrumpirlo. Si es necesario vendré en otro momento.

El joven fue hasta la casa y al cabo de unos diez minutos volvió en compañía de un hombre mayor, que aparentaba bastante más edad de la que tenía, producto de la ajetreada vida de aquellos lugares. El hombre mayor le hizo una seña al joven, tras lo cual este último se retiró a sus tareas tras los juncales. Luego lenta y pausadamente se fue acercando a Montesini, y cuando estuvo junto a él se presentó:

- Buenas tarde señor, Dalmacio Ruiz Moreira, para servirle.

 

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El río es bien helado, como aquella imagen. Imagen que se desdibuja bajo el sofocante devenir de la estación estival. No hay calor que pueda mitigar semejante hielo. El hielo que emerge impasible desde el corazón. Aquellos senderos vivificantes de verde y néctares, que, bajo tus ojos de miel aterciopelada, el suave caminar entre matas y cañas. Aquellos senderos llenos de vida que otra vez fueron. Ahora cubiertos por maleza inexpugnable, plagada de insectos y sustratos candentes de un verano de fuego. Que ni así pueden apagar aquel hielo emanado por una vida de vana búsqueda, de una felicidad existente solo en el recuerdo. Invisible ahora tras el tiempo aquel recuerdo, que en el sol de la tarde trasparentaba tus cabellos de oro y que en la quietud del crepúsculo dejaba ver el invisible carmesí de tu semblanza.

Has estado y estarás en el recuerdo. Recuerdo de una vida imposible de olvidar. En el crepitar del machete en su lucha eterna por ganar el monte. En el canto de las aves de cada amanecer. En el rocío helado de algún invierno. En cada cosa, o elemento que el río esconde. En cada sombra estás tú. Esperando que te descubra. No te dejas ver.

Pero promesas, promesas son, y la tierra sabe de ello. Es posible que un buen día, cercano o lejano en el tiempo, no importa cuando, es muy posible que finalmente se someta a las leyes inquebrantables de la vida, es posible que comprenda que todo sufrimiento tiene un límite, y sin otra alternativa, sin otra excusa que esgrimir y así, sin más vueltas, cierre los ojos y muy dulcemente te entregue.

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El hombre, como la mayoría de los pobladores de aquellos lugares era excesivamente servicial. Comenzó su diálogo con Montesini, sabiendo de antemano que éste buscaba alguna historia perdida en el recuerdo. Pero cada cosa a su tiempo. Primero brindó un panorama general de todo el lugar y el tipo de vida que llevaba. Finalmente se sometió a la requisitoria.

- Me dijo el muchacho que usted quería saber no sé qué cosa del lugar …

- Sí -respondió Montesini- en realidad no sé muy bien lo que busco. Pero voy a contarle más o menos para que pueda entender más sobre el tema. Actualmente yo tengo un periódico en la ciudad. Soy periodista y buscando entre algunas notas de hace ya algunos años, encontré una en particular referida a este sitio que despertó mi atención. No tanto por la nota sino por el autor de la nota. Un hombre que estuvo aquí, supuestamente, hace unos cuantos años y que yo conocí en aquel tiempo -mintió- su nombre era Ricardo Hubert ¿lo recuerda?

- Seguro que lo recuerdo.

- ¿Entonces él estuvo aquí?

- Durante más de seis meses.

- Bueno, le decía respecto a Ricardo Hubert. En realidad, yo estoy aquí para saber algo más acerca de él. Desde los tiempos de publicación de esta nota no se lo ha visto más. Aparentemente se retiró o algo sucedió, según comentarios escuchados en las redacciones, con el hombre que se lo tragó la tierra. Por eso estoy aquí. no para continuar con su tarea, sino para saber algo más sobre él. Por eso, me sería de gran utilidad que me relatara como fue su estada en el lugar, qué cosas hacía y qué quedó de todo aquello…

- Entiendo señor. Mire usted, para empezar el lugar, el paraje "Las Acacias" ha cambiado mucho en estos casi treinta años que han pasado desde aquel momento. Ya muy poco queda de todo aquello.

- ¿La gente?

- La gente se fue yendo o muriendo, el paraje todo se fue secando. Hoy en día quedamos nosotros y un par de pobladores sobre el arroyo grande, allá donde estaba el centro del paraje.

- ¿Todos se han ido?

- Bueno, solo queda de aquel entonces, el almacén, pero no los dueños originales. En el año sesenta, creo yo si mal no recuerdo, falleció Don Pardal, y su esposa también enferma vendió todo y se fue a la ciudad. Luego el almacén fue vendido dos o tres veces y ahora es solo un galpón dedicado a la venta de maderas y carbón que ellos mismos producen. Había también en aquella época un hotel. Maravilloso el hotel, manejado por un italiano admirable: Basilio Sini, conocido en el lugar por la factura que producía. Pero a mediados de los sesenta un incendio lo redujo a cenizas y Sini se mudó al Tigre. Luego me enteré que a los pocos meses falleció, tal vez de tristeza, porque esto era su vida. Antes de irse, Sini regaló lo poco que le quedaba a su peón Geraldo, un brasileño muy trabajador, que construyó una nueva casa y comerciaba con maderas. Geraldo fue ciertamente uno de los últimos en partir. Estuvo aquí hasta hace no más de cinco años. Luego vendió todo, o mejor dicho lo poco que tenía y volvió a su país. El resto de la gente, como así también el mismo lugar, fue desapareciendo. La plantación, que era un lugar magnifico donde se producían cítricos y otros productos de las islas, está ahora cubierta de maleza y cañas. Pero, así y todo y por más de tres generaciones, los Ruiz Moreira quedamos. Todo lo que desee saber de este lugar se lo puede contar una sola persona, y es con quién está hablando.

- Parece ser bastante triste la historia del lugar.

- No es triste, yo no la llamaría así. Diría que es dura, difícil, diferente a lo que usted puede estar acostumbrado, diría yo. Casi todas las islas han sufrido con la emigración de sus pobladores. Pero bueno, son las leyes de la vida. Los hijos buscan algo mejor, y creo que tienen razón. Yo vivo aquí con uno de ellos. El otro se fue para la ciudad hace ya diez años. Pero los pocos que quedamos somos muy felices así.

- No me cabe la menor duda Moreira. Volviendo al tema, ¿Qué recuerda de Ricardo Hubert?

- Bien, a Ricardo lo conocí un día en la escuela, mientras llevaba a mis niños. Desde allí entablamos una gran amistad. Tal es así que él, junto con Geraldo salvaron un día mi casa -haciendo un ademán hacia la vivienda- de la creciente. Sí, fue un día de mucho trabajo. Inclusive todavía están puestos los maderos que utilizamos para apuntalar, buena madera. El siempre venía, por lo menos una vez por semana a visitarnos. Tomábamos mate en la orilla del río y conversábamos acerca de la vida en Buenos Aires y en las islas. Era un hombre muy servicial y sencillo. Siempre estaba acompañado por su perro.

- ¿Su perro?

- Si, se había hecho amigo de un perro: el negro. Siempre lo acompañaba donde iba. Él lo alimentaba y lo cuidaba bien. Pobre negro, sufrió mucho su partida.

- ¿Y cómo fue esa partida Moreira?

- Parece que sucedió un día, yo me enteré por comentarios, tiempo después, que el joven se enamoró de una muchacha que trabajaba en el almacén. Se los veía siempre muy juntos. Pero no se sabe bien porqué, pero la mujer un día se fue, y el muchacho se derrumbó. No pudo superarlo, y sin decir nada desapareció.

- ¿No habló con nadie?

- Solamente le pagó el hospedaje a Don Sini, tomó algunas pertenencias, no todas, y aquella mañana lo encontré allí sentado -dijo señalando una gran piedra junto al río- esperando la lancha.

- ¿Le comentó algo a usted, a dónde iba?

- Me dijo que volvía a la ciudad, que iba a tratar de encontrar a su amante de alguna forma, pero no me gustó nada su aspecto. Estaba verdaderamente destruido.

- ¿Trató usted de convencerlo?

- No podía hacer nada. En cierto momento me pidió estar solo y allí se quedó durante casi tres horas, con la infaltable compañía del perro a su lado. Cada tanto lo acariciaba y parecía hablarle. Finalmente, apareció la lancha, se subió a ella y sin mirar hacia atrás más que un par de veces mirando al animal, partió.

- Que misterio.

- Lo más triste y curioso fue lo del animal.

- ¿Qué pasó con el perro?

- El animal presentía que algo andaba mal. Allí se quedó mirando como se iba la lancha y de tanto en tanto emitía algún ladrido. Pero cuando le digo que allí se quedó, significa que allí se quedó. Estático, durante días, esperando que regresara. Y ladraba en la dirección en que había partido la lancha. Nosotros intentamos darle de comer, pero el perro no comía. Solo esperaba que su dueño regresara. Cosa que nunca pasó. Finalmente se entregó, fue cayendo y cayendo y más o menos a los diez días de haberse ido Hubert, el perro murió. Fue una de las cosas más tristes que me tocó vivir. Yo mismo lo enterré, allí en el mismo lugar que cayó, junto a la piedra.

Los dos hombres continuaron conversando hasta casi entrada la noche. Tal es así que Ruiz Moreira lo invitó a quedarse para poder recorrer al día siguiente el resto de la plantación. Montesini accedió con complacencia. Cenaron algo de carne junto a la margen del río y siguieron la conversación hasta la madrugada.

- Ve esas estrellas -dijo Ruiz Moreira señalando hacia arriba- en el año mil novecientos diez, yo era un niño. Tenía, creo nueve años y estaba junto con mi padre y mis hermanos en este mismo lugar. Aún lo recuerdo. Son cosas que difícilmente se olviden. Estábamos todos reunidos aquí mismo, cenando o después de cenar, solo con la compañía del río, su murmullo y el firmamento. Entonces bien pudimos ver una línea blancuzca con una cola esfumada pero larga, muy larga dibujada hacia el oeste. El centro brillante miraba al horizonte y un manto de neblina cubría casi un cuarto de aquella extensión -dijo señalando al cielo- mi padre me dijo que era el cometa Halley y que era una oportunidad única de verlo ya que solo volvería a pasar en setenta y cinco años. Qué bárbaro pensé. Setenta y cinco años. Tal vez ya no estaré aquí. Tal vez ya no estaré en este lugar. Y como son las cosas. Nunca quise irme de aquí. Esto es maravilloso. Hasta vea usted mi amigo, quién le dice que dentro de algunos años pueda volver a verlo. Si Dios me da vida para eso, entonces recordaré aquella noche junto a mi padre y mis hermanos y toda esa felicidad que este lugar nos ofrecía.

- Por lo que usted deja ver con sus palabras -agregó Montesini- ha sido bastante feliz en este lugar.

- Por supuesto. No me arrepiento para nada el haberme quedado. Con los años traté de inculcar a mis hijos acerca de la necesidad de encontrar la paz interior en pleno contacto con la naturaleza. No digo que otro tipo de vida sea malo. Para nada. Cada costumbre tiene su lado bueno y malo. Esto no es un paraíso. Sino estarían todos aquí. No, simplemente que uno siente, por lo menos es mi entender, que al tener un contacto directo con todas estas cosas uno está más cerca de la Creación. Todo esto fue creado por Dios en algún momento, si usted es creyente podrá pensar lo mismo. Y si no lo es pensará algo parecido. Alguien o algo tuvo que crear todo esto. Y es lo más perfecto que ha creado. Entonces para estar en paz con uno mismo y con esa Creación, debemos estar en contacto permanente con ella y entonces podremos decir que no tenemos ninguna deuda con nadie ya que no hemos rechazado lo que la Creación nos ha provisto y hemos hecho un uso racional de ella.

- Es una teoría interesante.

- Bueno, pero no perfecta. Ya ve usted, solo uno de mis hijos ha entendido el mensaje -agregó riendo.

- Tal vez era el más predispuesto a aceptar este tipo de vida.

- Sí eso es seguro, Luis siempre ha sido el más afecto a este ámbito. De niño era siempre el que más me ayudaba en las tareas y siempre se interesaba por aprender nuevas cosas para mejorar la calidad de vida. Creo que creció con ello y entendió que no podía existir otra cosa mejor. Pero soy consciente que capaz, si hubiese conocido en mayor profundidad lo otro, tal vez lo hubiese encontrado por igual agradable.

- Es posible, Moreira, pero eso creo que viene siempre en la naturaleza da cada persona. Es algo muy personal. ¿Y usted, estuvo alguna vez en la ciudad?

- Seguro, no soy tan cerrado. En mis épocas de trabajo, hace ya unos cuantos años viajaba muy seguido, generalmente al Tigre, a vender nuestros productos. Inclusive he estado en Buenos Aires en varias oportunidades. Pero aquello no me gusta. Todo está transformado. El ser humano modifica todo. No digo que esté mal, porque en el fondo siempre hay algún beneficio en cada cosa. Pero yo estoy muy tranquilo con mi pensamiento. Tampoco me opongo si alguien tiene un pensamiento contrario. Ya ve, casi todos mis hijos optaron por otro tipo de vida, y yo jamás me opuse.

- Veo que a pesar del relativo aislamiento es usted una persona muy culta.

- Son dos cosas que no tienen que estar separadas. Yo he leído toda mi vida. Si usted viera en la casa las toneladas de libros que he logrado juntar en todos estos años se asombraría. Cada libro que llegaba a mis manos lo leía y si no llegaban los pedía. Leo normalmente el periódico dos o tres veces por semana y de esa forma estoy al tanto de todo lo que ocurre. Hay si, gente que lleva este tipo de vida en total aislamiento y que si usted un buen día le pregunta ¿Sabe quién es su presidente?, luego de pensar durante varios minutos puede llegar a responderle: ¿Farrel? -agregó riendo- ¿No me cree? Haga la prueba. No tiene por ello que recorrer grandes distancias. Cruce esta isla, recorra solamente algunos kilómetros y va a ver que lo que digo es una realidad.

Al día siguiente por la mañana y acompañados por Luis, tomaron tres caballos y comenzaron la recorrida por Las Acacias. Siguieron por el sendero que iba hacia la plantación. A mitad de camino apareció sobre la izquierda una vieja casa de madera, abandonada y casi cubierta de maleza.

- Esto alguna vez fue la escuela -agregó Ruiz Moreira- era un espléndido paraje. Ver los niños jugar y correr por todos lados todas las mañanas, algo impagable. Quedó abandonada hace veinte años. Ya no había niños con que poblarla. Esto si es muy triste. Hasta hoy, mientras recorro estos senderos a caballo, aún parece escucharse los gritos en el patio y el llamado de alguno de mis hijos que corrían a mi encuentro al verme aparecer.

Montesini pudo apreciar que una pequeña lágrima empezó a correr por la mejilla de Ruiz Moreira. El camino ahora se hizo más complicado. La maleza cubría la casi totalidad del sendero, pero los caballos, en fila sabía cómo abrirse paso a través de la misma. Luego de un par de kilómetros llegaron a lo que otrora había sido el ingreso a la plantación.

- Todavía, en el interior quedan algunos frutales. De tanto en tanto vamos con Luis a recoger alguna fruta, pero el acceso es muy difícil. Las cañas y juncales han copado todo el terreno. Inclusive se ha empantanado en muchas extensiones. El río en estos últimos años ha subido más de lo corriente. La mano del hombre ha estado haciendo algunas cosas allá por arriba.

A partir de ese punto, el sendero se internaba en los dominios de la isla. Hasta allí el camino había sido paralelo a la costa, a unos cien o doscientos metros. Ahora la selva aparecía más espesa. De tanto en tanto alguna casa abandonada emergía de las entrañas de la tierra y mostraba con su existencia la otrora existencia del hombre que alguna vez las había poblado. Finalmente llegaron a lo que alguna vez había sido el almacén, convertido ahora en un galpón de almacenamiento de carbón y madera.

- Fernández se llama el dueño -interrumpió Ruiz Moreira- él recolecta la leña y fabrica el carbón que luego carga en la barcaza que una vez por semana viene a recogerlo por el arroyo Grande. Antes, la barcaza venía una vez por día. Con el tiempo se fue distanciando y ahora, con un poco de suerte, una vez por semana puede llegar a verla.

- ¿Aquí vivía entonces Pardal?

- Sí. Y aquí cenaba todas las noches Hubert y por estos senderos y monte paseaba con su amada, tomados de la mano. Nada que ver con lo que era en aquella época. Vamos ahora hasta el hotel.

Luego de recorrer unos quinientos metros por el mismo sendero llegaron a un lugar abierto, desprovisto de árboles que ahora estaba cubierto por matas y cañas.

- Aquí estaba el hotel. Donde ahora están las cañas y allá atrás, junto al pequeño arroyo está todavía la casa que construyó Geraldo después del incendio, en la cual vivió hasta hace unos cinco años. Luego también ella quedó abandonada y ahora no es más que un conjunto de maderas podridas y corroídas por los insectos. Por allí -dijo señalando a la izquierda- está el sendero que lleva al muelle, que por suerte todavía existe.

- ¿Y el pantano? -preguntó Montesini.

- Mas allá. Del otro lado del arroyo. Ese sí continúa igual. Nada ha cambiado. De tanto en tanto vamos con mi hijo, porque crecen buenas cañas. Pero no nos internamos mucho. Es un terreno virgen y desolado.

- ¿Qué hay de aquella misteriosa historia que vino a buscar Hubert?

- ¿La de la dama invisible?

- Sí.

- En realidad, desde aquella época nunca se volvió a hablar del tema. Es más, según los testimonios fue el propio Hubert el último que la habría visto. A mi jamás me tocó y tal vez no lo hubiese creído si no le hubiera pasado a mi padre en tres oportunidades. En realidad, sé que el hecho existió, pero vio, cuando sucede algo y tiene que ser usted mismo el que lo viva para poder creerlo. En fin, algo de eso hay dentro de mí. Pero, en definitiva. La dama invisible desapareció junto con toda la gente que alguna vez pobló este lugar.

Ya todo estaba visto. De la misma forma en que habían llegado, tomaron camino de regreso. Luego, tras almorzar algo, Montesini decidió que su estada en el paraje debía concluir. Así luego de conversar y conversar amenamente sobre el pasado y el porvenir de Las Acacias, el hombre partió. Acompaño a Ruiz Moreira hasta la escalinata de la casa y se despidió. Al ir hacia la lancha y pasar junto a la roca se detuvo un instante, quizás impresionado por la historia del perro y entonces, no pudo evitar dejar caer una lágrima sobre la misma tierra donde desde hacía tantos años, reposaba el animal. Tomó la embarcación y enfilando río abajo, retornó a su mundo.

Ese mismo lunes, ya en su despacho hizo llamar a María, su empleada:

- ¿Signore Montesini?

- Pase María, quería hablar con usted.

- ¿Qué necesita signore?

- Realmente lo que necesito es ayuda. Es acerca de un tema que estoy siguiendo. ¿Recuerda aquella nota que publicamos el mes pasado respecto a aquel periodista Ricardo Hubert?

- Si signore, lo recuerdo.

- Bueno, voy a hacerle una confesión. Usted con esa nota despertó en mí una incontenible curiosidad. Voy a contarle. En realidad, yo conocí a Ricardo Hubert en algún momento, si mal no recuerdo. Tal es así que, en aquella época, su desaparición provocó en todo, digamos el mundo de la redacción cierto dejo de tristeza e intriga. Bien, han pasado ahora muchos años y el episodio fue olvidado. Pero usted lo puso sobre el tapete y en estos últimos días ha rondado sobre mi cabeza una idea alocada y quiero que usted me ayude a concebirla.

- Sí signore, ¿que desea que yo haga?

- Quiero llevar adelante una investigación profunda que me lleve a encontrar a Ricardo Hubert y descubrir las causas de su desaparición.

- ¿Yo?

- Usted, yo, y quien sea necesario.

- Es una propuesta muy interesante, signore, pero el tiempo creo en este caso, juega un papel en contra muy importante.

- Yo no dije que sea fácil. Por cierto, no lo es. Las cosas fáciles son para los mediocres. Si logramos una importante investigación, nuestros lectores se verán muy agradecidos, y paralelamente, me habré sacado de encima esta intriga que me carcome.

- Es un gran desafío -respondió la mujer- ¿Por dónde quiere que empecemos?

- Empezará por leer todas estas notas que estuve elaborando durante el fin de semana. Aquí hay un resumen de todos los hechos y posibles causas. Lamentablemente la fuente de información con que contamos hoy en día es bastante escasa. Yo estuve averiguando algo hace un par de días, pero queda poca gente en ese lugar. El resto ha emigrado. Yo le recomendaría empezar ya mismo leyendo las notas, y si es necesario, hágame las preguntas que considere apropiadas, para poder elaborar un plan de trabajo. Tómese un par de días para agrupar las ideas, sacar conclusiones y trabajar en dicho plan. ¿Le parece bien?

- Si, pero, ¿Qué hago con el trabajo del depósito?

- Olvídelo, esto es más importante. Cuando terminemos con este tema, si es que algún día lo hacemos, volveremos a retomarlo.

Montesini sintió como si se sacaba un peso de encima. Sentía la enorme necesidad de investigar el tema, vaya a saber por qué, es más, ni él lo sabía a ciencia cierta. Lo cierto es que ya estaba hecho y ahora tenía todo un camino por delante que lo podía llevar a la respuesta buscada. María llevó adelante el plan tal como se lo había indicado su jefe. Finalmente se reunió con él para elaborar la estrategia de trabajo:

- Signore Montesini.

- Adelante María, ¿empezamos?

- Bien. Tenemos varias cosas: primero estuve leyendo minuciosamente todas sus notas, elaborando nuevos resúmenes, inclusive la nota de Ricardo Hubert ha aportado elementos muy importantes y deberá ser tenida en cuenta. Pero principalmente, el relato de Ruiz Moreira, es un elemento fundamental en esta investigación.

- Estoy de acuerdo.

- Bien, si bien es importante el testimonio de Moreira, necesitamos algunos datos de otras personas, quizás más allegadas a Hubert.

- ¿Cómo por ejemplo?

- Cómo por ejemplo María, la esposa de Basilio Sini. Pude averiguar que Sini falleció hace unos cuantos años, como usted dijo, pero María vive aún y hasta pude localizarla.

- Perfecto, ¿dónde?

- Ella vive actualmente en San Fernando. Si usted lo cree conveniente, empezaría por entrevistarla a ella, que es la que está más a nuestro alcance.

- Muy bien, adelante.

- Luego, creo que tenemos dos frentes para encarar: primero es necesario investigar los orígenes y posibles destinos de una persona íntimamente relacionada con Hubert.

- ¿Quién?

- Su amada, Laura Ezcurra.

- ¿Podemos ubicarla?

- Con los datos que hasta ahora tenemos, no. Para ello y para otras cosas sería muy importante obtener el testimonio de otra persona también muy ligada a Hubert: Geraldo Goncalves.

- Cosa tampoco fácil …

- Es verdad. Pero doña María tuvo siempre mucho contacto con Geraldo, tal vez ella pueda aportarnos la información para llegar a él.

Montesini meditó algún instante y luego concluyó:

- Empiece entonces de inmediato con la esposa de Sini. Quiero el testimonio de esa persona. Mientras tanto dígame cómo podemos seguir con la investigación. Voy a asignarlo a Marcos al tema. Si es que puede serle útil.

- Habría que buscar en la ciudad de Campana registros sobre la familia Ezcurra. Creo que Marcos podría llevar adelante ese tema.

- Bien, pásele toda la información necesaria a Marcos que yo me encargo de él.

- Muy bien signore.

- A otra cosa María …

- ¿Signore?

- Excelente trabajo.

María De Lorenzi golpeó la puerta con cierta timidez. Era una casa de una planta, muy bien mantenida en pleno centro de San Fernando, sobre la calle Madero, a un par de cuadras de la plaza principal. A los pocos segundos, una señora mayor de unos ochenta a ochenta y cinco años salió a su encuentro.

- ¿La señora María?

- Si, soy yo, la estaba esperando.

Las dos mujeres conversaron durante casi cuatro horas. La señora Sini la atendió con gran dedicación y en todo momento mostró un enorme interés por aportar información que pueda llevar a Hubert.

- ¡Ricardo Hubert! -dijo la señora Sini- era tan buena persona. Nos ayudó muchísimo durante la inundación. Y eso que era un pasajero del hotel.

- ¿Cómo era él?

- Era muy amable y se divertía muchísimo con Basilio, pero, sobre todo, era muy servicial y modesto.

- ¿Qué recuerda de su relación con Laura Ezcurra?

- Fue un amor de unas cuantas semanas. Pero los suficientes como para golpearlo al límite de dejarlo destruido cuando ella partió. Tal es así que recuerdo muy bien aquel día. Llegó más o menos al mediodía, lo llamó a Basilio, y le dijo que quería pagarle la cuenta del hotel. Los dos tratamos de calmarlo y disuadirlo, pero estaba firme con su idea. Luego subió a su habitación y a los diez minutos, no más de ese tiempo, salió con un bolso, se despidió y no lo vimos nunca más.

- ¿Y Laura?

- Era una joven muy callada, de apariencia tímida y muy reservada. Tenía una figura delgada, tez blanca y cabellos largos y brillantes color castaño. Siempre estaba bien vestida y todos los sábados por la tarde la veíamos pasar corriendo frente al hotel para alcanzar la lancha que la llevaba vaya a saber uno donde.

- ¿Nunca supo dónde iba?

- No, ni Basilio. Tal vez Geraldo pudo haber sabido, pero nunca nos dijo nada. Él conversaba mucho con Robertino, como le decía Basilio.

- ¿Robertino?

- Si, el viejo lo llamaba así, y nosotros nos divertíamos mucho con eso.

- Nosotros, señora, estamos trabajando más por un tema personal del señor Montesini, quién tuvo cierta relación con Hubert. Él está muy interesado en dar con el paradero o por lo menos enterarse qué fue de la vida del hombre. Cualquier información que nos pueda aportar y que piense que pueda ser de utilidad, aunque le parezca insignificante, puede ser importante. Dígame señora, ¿Tiene alguna idea, en base a algún comentario que haya hecho Hubert del algún momento, ya sea a través de alguna charla, algún gusto manifestado, etcétera, digo, tiene alguna idea dónde hubiese podido ir?

- No verdaderamente. Con Basilio conversamos muchas veces con él, ya sea en alguna cena, o charlas durante el día. Por lo que puedo resumir, él estaba muy feliz con la vida que llevaba. Dijo que vivía solo en Buenos Aires, en un departamento céntrico. También comentó que su familia era del interior, donde tenía a su madre y una hermana. No recuerdo muy bien de qué lugar eran. Pero en líneas generales, estaba muy conforme con su vida. Ahora, el golpe que recibió pudo haber cambiado todo.

- Seguro, a lo que yo voy es si manifestó en algún momento alguna preferencia con algún lugar. Por ejemplo, yo puedo decirle a modo de comentario, "a mi me gustaría vivir en … tal lugar" o "me gustaría hacer tal o tal cosa". A eso voy yo. ¿Recuerda algo?

- Humm …no, no recuerdo nada de eso. Ha pasado mucho tiempo, si lo dijo, imposible recordarlo.

- No se haga problema. Hablemos un poco ahora de Geraldo. ¿Qué puede decirme acerca de él?

- Un muchacho maravilloso. Muy trabajador y particular. Tenía cierta locura que lo hacía muy agradable, además de un lenguaje exquisito.

- ¿Usted dijo que guardaba muy buena relación con Hubert?

- Sí, hablaban mucho, inclusive fueron de pesca en varias oportunidades. Creo que Hubert le confesaba muchas cosas a Geraldo. Pero en ese sentido, Geraldo era muy reservado. Usted podía pedirle que guarde un secreto y tenga la plena seguridad, que ni aunque lo maten, va a poder sacarle algo.

- Y luego de la partida de Hubert ¿nunca les comentó nada?

- No. Además, Geraldo tenía una cualidad. Cuando algún tema lo afectaba, en el sentido sentimental, no hablaba. Siempre escapaba. Inclusive, tiempo después de aquel hecho en charlas cotidianas, tocábamos el tema, los tres digo, y Geraldo nunca opinaba. Tampoco le preguntábamos porque lo conocíamos bien, y si hubiese habido algo que decir lo hubiera dicho.

- ¿Qué fue de la vida de Geraldo?

- Bueno, después de aquel maldito incendio nosotros quedamos destruidos. Con Basilio habíamos logrado reunir algún dinero, entonces decidimos comprar esta casa y trabajar aquí con algún comercio o algo parecido. Basilio entendió que tenía alguna deuda con el muchacho porque lo dejaba sin trabajo. Además, por todos los servicios prestados durante los cinco años que estuvo con nosotros, decidimos regalarle los terrenos de la isla y nos vinimos a la ciudad. En menos de un año Basilio se enfermó, y al poco tiempo falleció. No pudo resistir dejar aquella vida. Fue algo muy lamentable. Pero bien, yo de tanto en tanto me seguía viendo con Geraldo. El me ayudaba algunas veces, trayéndome frutas y otras cosas de las islas ya que la renta que me había dejado Basilio no era muy abundante. Por lo menos, dos veces al año venía a visitarme. Se construyó una casa, hasta me invitó a conocerla. Pero yo no quise ir. Me hacía mucho daño el recuerdo de Basilio. Así que solo me conformé con recibirlo de tanto en tanto. Él me tenía verdaderamente como una madre. Un buen día, hace de esto cinco años vino por última vez a decirme que se volvía para Brasil. Me dijo que había vendido los terrenos de la isla y que ahora estaba ya en viaje a su patria. Quiso devolverme el dinero de la venta, porque pensó que me correspondía. Pero por supuesto, no pude aceptarlo porque esas tierras le pertenecían a él. Y así se marchó. Me dijo que, si alguna vez volvía por cualquier causa a este país, vendría a visitarme. Pero hasta hoy, no supe más de él.

- ¿Le mencionó a qué lugar de Brasil viajaba?

- No. Nosotros sabíamos desde siempre que su familia vivía en Río de Janeiro, en un barrio llamado … creo que … Nova Iguaçu. Pero eso es lo que siempre mencionó. No sé si exactamente fue a ese lugar. También tenía una hermana en Santa Ana Do Livramento, pero hablaba muy poco de ella. Quiero creer que viajó a Río de Janeiro, porque sino, en alguna de sus visitas, me hubiese enterado si su familia ya no estaba allí.

- Muy bien. Un dato muy importante, señora. ¿Podría decirme, si lo recuerda, el nombre completo de Geraldo? … y un pedido algo más difícil, su fecha y lugar de nacimiento.

- El nombre completo sí lo recuerdo: Geraldo Hugo Correia Gonçalves. Y la fecha de nacimiento, si me espera un momento, puede que la tenga anotada en el libro del hotel, que aún conservo -agregó la señora Sini con una sonrisa.

Al cabo de diez minutos apareció con un cuaderno bastante deteriorado.

- Aquí está: Geraldo Gonçalves … a ver, fecha de nacimiento: quince de abril de mil novecientos treinta y uno. Lugar: Ouro Preto, Brasil. ¿Le sirve?

- Perfecto.

La información aportada por la señora Sini era importante, sobre todo el aspecto referente a Geraldo. Era ahora casi imperativo contactarse con el brasileño. Mientras tanto Montesini seguía con su trabajo de armado de rompecabezas. Había, a esta altura, delegado gran parte de su tarea en el diario y le dedicaba una importante cantidad de horas al tema de Hubert. No sabía aún porqué, pero sabía que algo lo estaba llevando a buscar una respuesta. El tiempo que no estaba en la redacción, también lo había destinado, en gran medida a analizar la situación de aquella investigación obsesiva. "¿Qué había sido de Ricardo Hubert?" … aún no tenía respuesta y por lo pronto tampoco la tendría. El otro punto inmediato en cuestión era ahora investigar por el lado de Laura Ezcurra. Para ello no contaban con más información que el nombre, el apellido y la ciudad donde posiblemente haya residido: Campana.

Había además otros puntos donde centrar la investigación. Primero tratar de seguir los pasos de Hubert luego de regresar de Las Acacias. Según los datos recopilados, Hubert estuvo en las islas desde Enero a Junio de mil novecientos cincuenta y cinco. La nota del diario estaba fechada en Julio, vale decir que por lo menos un mes más estuvo en Buenos Aires. Esa noche, mientras regresaba a su casa, siguiendo siempre el mismo camino, pensó que tal vez estaba dedicando demasiado tiempo a esta idea y podría estar descuidando otros temas importantes.

Retornó entonces, con pasmosa tranquilidad a aquella monotonía que lo caracterizaba. Dedicó un buen rato a sus plantas y contrariamente a lo que siempre hacía, esa noche fue a cenar a un restaurante de San Isidro, allí, el que está en la esquina de Belgrano y Rivadavia. Pidió un buen vino blanco, torrontés fresco, que le apasionaba, y unas costillas de cerdo a la Riojana. Después de pedir su obligado café, se cruzó a “Paco”, donde pidió un sundae de frutillas. Volvió luego a su casa ya de madrugada, mucho más tranquilo y apaciguado, y con la situación aparentemente bajo control.

Al otro día llegó a su despacho, como un día más e intentó concentrarse en el trabajo específico para el cual estaba destinado. Leyó algunos partes y editoriales de la edición del domingo e hizo algunos llamados referentes al negocio del diario. Pero en un momento, al abrir el cajón de su escritorio vio aquella nota y de inmediato levantó el teléfono y llamó a Marcos:

- Señor. ¿Me llamó?

- Sí Marcos, prepare sus cosas y papeles para notas, nos vamos ya mismo de viaje.

- ¿De viaje?

- Sí, nada más que por el día de hoy.

- Perdón. ¿Podría saber al menos a dónde vamos?

- Seguro. A la ciudad de Campana.

El edificio de la municipalidad, estaba ubicado, como en todos los casos frente a la plaza de la ciudad. De inmediato Montesini presentó sus credenciales de periodista y pidió hablar con una autoridad. Allí expuso el tema al funcionario que lo atendió y pidió acceso a los registros. Estuvieron investigando durante todo el día. En la secretaría de cultura, en el registro civil y toda dependencia que uno se pueda imaginar.

- Nada señor -concluyó el funcionario que los acompañó en la investigación- absolutamente nada que esté relacionado con lo que usted dice.

- No es posible -replicó Montesini pensativo- hay algo que no está registrado, y que supuestamente está perdido.

- Lo dudo señor, nada se ha perdido aquí que yo tenga referencia. No hay ninguna familia Ezcurra registrada donde usted dice que debía haberla. Estamos hablando de información relativa al año mil novecientos treinta en adelante. Por supuesto, si es anterior, debiéramos buscar en otro sitio.

- No, no es anterior. Estoy deshauciado, no puedo irme con las manos vacías. Tengo una información específica y certera. Algo está funcionando mal en todo esto.

Los dos hombres regresaron sin nada. Montesini no llegaba a comprender. Solo se justificaba con una sola cosa: Laura Ezcurra ocultó su verdadero origen con un dato falso. Ahora bien, ¿Por qué habría de hacerlo? O tal vez Ruiz Moreira se equivocó en su información, tal vez no era Campana. Es muy posible. De todas maneras, la información que Ruiz Moreira aportó respecto de ese tema fue muy vaga. Había que buscar en otro lado. Por el momento decidió dejar en espera aquel tema y poner énfasis sobre otros. La investigación debía seguir con Geraldo, para lo cual había que viajar a Brasil y no solo entrevistarlo, que quizás era lo más fácil, había primero que localizarlo.

- ¿Cómo quiere que manejemos el tema signore? -preguntó María.

- Tendríamos que ir para allá. Pero hay muchos inconvenientes. Primero, no voy a mandarla sola sin una pista más que un nombre y una fecha de nacimiento. Tampoco puedo viajar yo porque no tengo ningún interés en descuidar la redacción, no quiero encontrar un caos cuando vuelva.

- ¿Y contratar a alguien solo para que lo localice? Sería una alternativa.

- Si -pensó- creo que es una alternativa bastante viable.

- Marcos. ¿Puede venir por favor? -gritó Montesini.

- Si señor. ¿Qué necesita? -respondió Marcos entrando en el despacho.

- Necesito que me averigüe y contacte con alguna empresa o agencia dedicada a la localización de personas. Puede ir adelantándole el tema. Dígale que hay que buscar a determinada persona y localizarla en Brasil, supuestamente en Río de Janeiro y es urgente. Pida presupuesto por favor, fundamental. Ah, otra cosa, trate de tener una respuesta hoy, dentro de lo posible, por supuesto.

- Bien señor. -agregó Marcos retirándose con una tenue sonrisa dibujada en la comisura, mientras movía la cabeza en clara señal de negación.

- Y nosotros. ¿Cómo seguimos, signore?

- Vamos a esperar la respuesta de este muchacho. Por favor María, haga el seguimiento del tema, si es necesario pregúntele cada dos minutos si averiguo algo.

- ¿Y respecto al tema de Laura Ezcurra?

- No lo sé. Me estoy rompiendo la cabeza pensando. ¿Qué tal si falseó su verdadero nombre?

- ¿Por qué habría de hacerlo?

- En realidad, no podemos conjeturar nada. Tenemos poca información. Solo que venía de Campana. Pero pudo haber sido un error de transmisión en la información.

- En realidad signore, el apellido Ezcurra ya de por sí nos dice muchas cosas. No es cualquier apellido. Hay una gran familia detrás de él. Y casi todos deben ser parientes.

- Sí, pero vaya a saber las ramificaciones que debe tener esa familia. Ni entre ellos deben conocerse. Además, ¿Cuánto nos costaría y cuánto tiempo llevaría una investigación desde ese punto? No. Tiene que haber una salida más viable.

- Según el relato signore, Laura Ezcurra tenía en esa época unos veinte años ¿verdad?

- Así es.

- Bueno, hoy sería una mujer de cincuenta, entonces podríamos orientarlo también por ese lado. No debe haber demasiadas Lauras Ezcurra de cincuenta años.

- Seguro, con que fuesen veinte, habríamos triunfado. Pero sería un trabajo de investigación que ya se nos escapa de las manos.

- Perdón signore que le haga esta pregunta, pero ¿cuánto dinero está dispuesto a gastar en este tema?

- Ese no es el tema. Una investigación como esta para el periódico sería muy redituable y podríamos recuperar fácilmente la inversión.

- Entonces digamos que sería una alternativa más.

- Si, vamos a llevarlo adelante también. Voy a tener que reclutar más gente para este tema. Tres no son suficientes.

- Disculpe que me entrometa, pero estamos bastante justo con el plantel de la redacción.

- No para nada, eso no lo tocaremos. Estoy hablando de contratar gente externa. Me va a salir más barato que cualquier detective -dijo Montesini esbozando una sonrisa- de todas formas, no me haga caso María, estoy divagando. Seguiremos así por ahora.

- Discúlpeme nuevamente signore, por mi atrevimiento digo, pero creo que este tema lo está preocupando demasiado. ¿Por qué no trata de distenderse un poco? No creo que valga la pena obsesionarse con algo así, a no ser que el señor tenga alguna otra preocupación que yo no llego a vislumbrar.

- Es posible María, es posible. Pero hay algo en todo esto que me lleva a realizar lo que estoy haciendo. Tal vez cuando llegue al final del camino pueda darme cuenta de qué se trata.

 

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Aquel sujeto estaba inmerso en un universo personal. Caminaba lentamente por aquellas calles ahora atestadas de gente, bajo un sol otoñal que no producía el más mínimo daño al cuerpo. Se detuvo de pronto delante de algún comercio y, mientras recordaba aquel pasado tan reciente, intentaba reemplazarlo por la imagen que ahora se presentaba ante sus ojos. No podía. Era una tarea excesivamente complicada.

De todas maneras, había logrado algún avance. Por lo menos era capaz de detenerse a mirar algo. La gente era insignificante. Parecían entes diseminados vaya a saber por qué inteligencia superior, que por algún motivo los había puesto en ese sitio. Él no se sentía parte de ello. Él era diferente. Hasta se preguntaba como todas esas personas tenían el atrevimiento de estar donde él se encontraba ahora. Entonces cambió su actitud. Decidió ignorarlos por completo. Mientras tanto seguía la marcha. El tiempo ya no era otra cosa que una palabra. Creía que estaba detenido definitivamente. Por momentos, recuperaba la conciencia e imaginaba que él no había planeado todo esto. Por alguna causa se le había suministrado sin su consentimiento. Entonces enfurecía. ¿Por qué a mí? … si ¡miren!, hay tanta gente. Justo me vino a tocar a mí.

Su pensamiento, con el correr de los días, iba evolucionando. Si bien en un primer momento supo encontrar la anestesia perfecta para el dolor a través de la locura, ésta se negaba insistentemente a instalarse en su mente en forma definitiva. Había algún elemento de autoprotección que evitaba que esto sucediera. Pero todavía nada estaba asegurado. Es más, en los momentos de lucidez, el mismo se planteaba qué era lo correcto: si buscar una solución inteligente, o someterse sin miramientos a los designios de aquella.

Su cabeza a esta altura, era un devenir de situaciones. Como el día y la noche. Como el verano y el invierno. Como el sol y la lluvia. Una muere para dar lugar a la otra y así indefinidamente ambas ganan, por un instante la batalla. En este caso, la lucha se concentraba entre el desvarío y la cordura.

En los momentos de cordura pensaba acerca de la contienda que se venía librando en su pensamiento. En los momentos de desvarío en cambio, no pensaba nada. Existía. Simplemente existía, inmerso tal vez en algún estrato o dimensión que la conciencia no tenía lugar para entender. Y en cierta forma era feliz, durante estos instantes. "Es bueno", se decía, el no tener conciencia de las cosas.

Pero como dijimos, fue evolucionando. Cómo la duración de los días al aproximarse el verano. Poco a poco, la conciencia fue ganando su lugar y aquella herida abierta iba lentamente cicatrizando. Algo era cierto. Jamás desaparecería aquella marca. Simplemente cicatrizaría.

Bajo este contexto, el hombre caminaba. Fueron varias horas, o quizás días o meses. No importa cuánto tiempo. Sí importa, que ese tiempo, alguna vez detenido, empezaba ahora a dar sus primeros pasos. No a un ritmo normal, para nada. El minuto en todo lo que ese concepto significa, no duraba un minuto. Tal vez hubiese sido necesario crear alguna otra medida para poder determinar su verdadera duración. Aquella prisión, que en un momento el tiempo le había impuesto, comenzaba a flexibilizarse. Se sentía como un convicto que gozaba ahora de cierta libertad condicional.

En un momento pudo comprender que esta evolución que se estaba produciendo, debía madurar un poco más, antes de tomar cualquier determinación. Y eso fue bueno, ya que lo ponía a resguardo de cualquier acción sin retorno. Cuando hubo asimilado este concepto, se sintió más tranquilo.

Su vida, en aquellos instantes, se desarrollaba simplemente entre las calles y el descanso. Solo regresaba a su casa para dormir, o si era altamente necesario, alimentarse. El resto del tiempo, caminaba. Era el remedio más a su alcance que había hallado para solucionar su problema.

Un buen día, se planteó: estoy recuperado. Recuperado, en el sentido de poder retornar a un mundo para el cual había sido concebido. Esto no quería decir que sus heridas fueran a sanar. Para nada. Simplemente significaba que el tema estaba bajo control. Y así, de esta forma, ya consciente de la situación, decidió traspasar la puerta entre ambos universos, y luego de hacerlo, miró hacia atrás, contempló aquello que había dejado, se dio media vuelta y decidió partir.

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Una mañana, al llegar a la redacción, Montesini se dio cuenta que estaba verdaderamente agotado. Había perdido la noción de cuánto tiempo hacía que no tomaba unos días de descanso. "Ahora no", se decía, "No en medio de la investigación". Pero rato después, volvía conscientemente a ese pensamiento. "Si pudo esperar treinta años, nada le hará unos días más, así estaré más lúcido para tomar decisiones". Entonces llamó a María y Marcos y les informó que tenía que tomarse un breve descanso porque no se había sentido muy bien. Simplemente le delegaba el mando del periódico a la mujer, mientras tanto continuarían con los trabajos planteados en torno a la investigación.

Esa misma tarde, al regresar a su casa, sintió que se había -por lo menos por unos días- quitado un gran peso de encima. Pero Montesini no tenía imaginación. Nada podía alejarlo de su eterna y metódica rutina. Ni siquiera la ilusión de tener unos días de descanso. Pero de inmediato se planteó que era un mal necesario. Debía hacer un esfuerzo sobrehumano y modificar la rutina, de alguna forma para que en definitiva le proporcionase algún beneficio. Decidió hacerlo de a poco. Entonces, al día siguiente hizo un breve pero significativo cambio: dejo todo como estaba, simplemente no fue al trabajo, ni siquiera se interiorizó por ver lo que pasaba en la redacción. Y entendió, para su asombro, que se sentía bien con eso. Entonces estuvo feliz por el resto del día.

Al día siguiente debía agregar alguna otra cosa más relevante para poder llevar adelante el cambio. "¿Un viaje sería bueno?", no es una locura. "¿Por qué no?". Decidió comenzar lentamente. Caminó entonces por la calle Chacabuco hasta Belgrano y de allí hacia la estación. Atravesó la plazoleta del “mástil”, y caminó por Belgrano mirando al paso algunas vidrieras de la calle principal. Luego, se paró frente al escaparate de “El Marciano” y decidió entrar. Ojeó algunos libros, pero no se decidió por ninguno. Salió de allí entonces y compró su boleto. Esperó el tren y lo abordó. Hacía mucho tiempo que no viajaba a Buenos Aires. Luego de cuarenta minutos llegó a la estación Retiro. Mucha gente, demasiada. Cruzó entonces la Avenida Del Libertador, y caminó por las barrancas de la plaza San Martín. Luego tomó por Santa Fe y caminó. El cambio le hacía bien. Recorrió comercios y al llegar a Carlos Pellegrini, pudo admirar las nuevas obras de la Avenida Nueve de Julio, en su camino hacia el bajo. Siguió por Santa Fe y al llegar a la intersección de Callao recordó: "Este era el lugar", en alguna de estas puertas -vaya a saber cuál- vivió, hace muchos años Ricardo Hubert. "No" -se dijo- “Estoy cometiendo nuevamente el mismo error”. Y siguió su camino.

Al otro día Montesini se sintió renovado. Tomó nuevamente el tren, pero esta vez en dirección contraria, hasta el Tigre. Allí iba a rentar una lancha, esa era la idea original. Pero se dijo: "No", el cambio debe ser más profundo. Se dirigió entonces al astillero con el cual ya había tenido contacto con anterioridad y simplemente compró una lancha. No tuvo ningún miramiento con el precio. Eligió la que más le gustaba, llenó el tanque de combustible y remontando por el Río Lujan partió en dirección a aquellas tierras que hacía algunos meses había comprado.

Al llegar allí entendió que había mucho trabajo por hacer. Pues bien, manos a la obra. "Voy a transformar estas hectáreas en algo productivo". Los primeros días habitó la pequeña casa que había en el predio. Luego contrató un batallón de peones y tras viajar a Zárate para comprar los materiales, regresó y golpe a golpe comenzó la gran transformación. El campo estaba localizado dentro de la isla Talavera, a la vera del Canal Matías Irigoyen casi en la intersección del Río pasaje Talavera, a unos quince kilómetros por tierra o agua -como se desee- de la ciudad de Zárate. Claro, para llegar a ella había que cruzar el Paraná de las Palmas, río sobre el cual estaba recostada la ciudad. Allí perdió la noción del tiempo. En un momento tenía aproximadamente treinta personas trabajando, entre peones destinados a cambiar el aspecto del campo y una importante dotación que construía de sol a sol la nueva casa para su vivienda. Y así Montesini encontró en esta nueva vida, un sentido completamente distinto y por cierto agradable. "¿Por qué no hice esto mucho antes?" -se decía- "¿Por qué esperé tanto?,"¿Qué era lo que me estaba deteniendo?" La obra se desarrolló durante un lapso de dos meses. En otro momento hubiese pensado que ese período fuera de la redacción era algo totalmente inaceptable. Pero ahora no. Es más, estaba asombrado de lo bien que se sentía haciéndolo.

Día de por medio, Montesini llamaba a la redacción para, en cierta forma estar al tanto de lo que allí sucedía. Todo lo derivaba, a María, la cual comenzó a dudar seriamente de la actitud de su jefe, no porque estuviera mal lo que estaba haciendo, sino que el hecho no encajaba para nada en la personalidad de Montesini. Tan grande parecía haber sido el cambio, que en ningún momento le preguntó acerca de la marcha de la investigación.

Los días previos a la conclusión del trabajo ya se podía admirar el resultado de aquella empresa. Las tierras estaban transformadas. Las cuatro hectáreas lindantes con la casa y en uno de los sectores del río estaban espléndidas. El resto de las más de cien hectáreas restantes había sido desmalezado y el terreno puesto en condiciones y alambrado. Toda esta transformación le había costado a Montesini mucho más que el mismo terreno, pero ahora tenía otra cosa más en qué dedicar su tiempo, y por sobre todo, el cambio que había significado en su vida era muy beneficioso. La casa terminada lucía imponente a cincuenta metros del río. Fue construida sobre pilotes de quebracho a dos metros de altura. Tenía dos dormitorios, un comedor principal totalmente equipado y amoblado, y una cocina comedor, con las mejores características de confort de aquella época. También tenía dos baños. La corriente eléctrica era por generador que estaba ubicado a unos cuarenta metros de la casa principal junto a un depósito y otra casilla destinada al casero, que aún no había contratado. Se plantaron más de doscientos frutales en las inmediaciones de la casa, desde durazneros, mandarinos, naranjos, ciruelos y todo tipo de plantas aromáticas. Un verdadero paraíso para la distención.

Montesini también hizo construir un nuevo embarcadero con amarra y galpón para guardar su lancha. Por una vez en su vida había dado un excelente destino a gran parte del dinero que supo guardar durante tantos años.

Recomendado por algunos vecinos del lugar, finalmente contrató a un casero para que se instalara en la quinta. Y luego tras dejar todas las cosas en orden, regresó a su monotonía la cual se desarrolló de allí en más con una importante variante. Los fines de semana, ya no permanecía en San Isidro. Al llegar el viernes a la tarde, dejaba todo como estaba, tomaba el tren y luego abordaba su lancha hasta la isla, de la cual regresaba los domingos por la noche. Todo este cambio modificó en gran parte su forma de pensar y pudo encontrar tiempo para dedicarlo a otras actividades. Con cierto temor fue reintegrándose a la vida del trabajo y el tema principal que lo ocupaba.

- ¿Qué hemos podido averiguar en todo este tiempo, María?

- Bastante signore, bastante.

- Empecemos entonces por el principio, el tema Geraldo Gonçalves.

- Fue bastante complicado, pero finalmente tengo la información del hombre. La agencia logó ubicarlo en donde pensamos que estaba. Vive en las cercanías de Río de Janeiro, en la localidad de Nova Iguaçú. Yo estaba esperando su regreso para ver como encaramos el tema.

- ¿Qué otra cosa hay?

- Bueno, hemos seguido al detalle los pasos de Ricardo Hubert luego de abandonar Las Acacias.

- Magnífico, la escucho.

- Bien, realmente fue una búsqueda bastante complicada. Entrevistamos gente, consultamos archivos, oficinas públicas y otras dependencias. Primeramente, debo aclararle dos cosas: primero que aún no hemos terminado, falta, y bastante. Segundo, hay un período en blanco, de aproximadamente un mes, tal vez algunos días más, en que no pudimos averiguar nada ni creo que lo hagamos. Es un lapso en que parece que se lo hubiese tragado la tierra. Concluimos que Hubert abandonó las Acacias entre el quince y el veinte de Junio de mil novecientos cincuenta y cinco. La nota del diario, fechada el doce de Julio fue enviada a la redacción por correo. Hasta vimos la carta y la mismísima nota, escrita a máquina que le envió al jefe de redacción, tres días antes de la publicación. Luego hubo otro paréntesis hasta el cinco de agosto. Ese día Hubert apareció por la redacción. Habló supuestamente con su jefe, digo supuestamente porque no pudimos confirmarlo aún. Estamos tratando de ubicar en estos momentos a ese hombre, un tal Lofreda. Decía que hablo con su jefe y ese mismo día tomó sus pertenencias y dejó la nota de renuncia. Luego de esto, nunca más lo vieron. Nosotros continuamos con la investigación. El diario nos dio el sitio exacto de su domicilio y fuimos a verificarlo. Por su puesto, el departamento -que existe y está habitado- hoy pertenece a otra familia. Tomamos contacto con el registro de la propiedad y fuimos hacia atrás en el tiempo, de dueño en dueño. Existieron tres ventas. En el mes de septiembre del cincuenta y cinco, Hubert vendió la propiedad a una familia, los Guerini. Santiago Guerini era bastante mayor en ese momento y hoy en día está fallecido. Sus dos hijas heredaron la propiedad y la vendieron para mil novecientos sesenta y ocho. Pudimos hablar con ellas, pero lamentablemente nada lograron aportar para la investigación. Por ese lado el camino está cerrado.

- Se acabaron las pistas entonces -concluyó Montesini- no se me ocurre dónde continuar la búsqueda.

- Tal vez Hubert -agregó María- simplemente se fue. Al interior o quizás se radicó en otro país. Es una opción muy fuerte.

- Puede ser. En ese caso hemos perdido la pista. Han pasado muchos años. El tiempo, como siempre decimos, juega en contra nuestra y en este caso, creo, es bastante contundente.

- Nos queda solamente Goncalves, signore. Creo que no hay otra cosa.

Montesini meditó un buen rato y luego concluyó:

- Sí María. Creo que es todo lo que tenemos. Por el lado de Laura Ezcurra hemos perdido la pista. Y por el de Hubert ni hablar. Hemos dedicado demasiado tiempo a esto sin mayores resultados. Deberíamos hacer un último intento con Goncalves. Tal vez pueda aportar el hilo de esta continuación … sino …

- ¿Sino?

- Sino, mi querida María, daremos todo este tema por terminado.

- Sería una verdadera pena. Sobre todo por usted signore, ya que durante todo este tiempo lo he notado muy preocupado con todo esto.

- Es cierto. Ya casi me había olvidado de esta historia hasta que usted me la refrescó en aquella oportunidad. Realmente no sé por qué me empeciné en traer al presente todo esto, que ya es cosa del pasado. Pero bueno, el ser humano nunca se conforma. Siempre hay algo más allá, aguardando el momento exacto para alimentar aquel instinto de conocimiento que vaya a saber por qué surge desde el interior del espíritu, con un objetivo infame de crear más dudas de las que uno ya tenía.

- Tal vez Ricardo Hubert y Laura Ezcurra debieran ya mismo pasar al olvido.

- Creo María que ya han pasado, hace de esto casi treinta años.

- ¿Seguimos entonces o no?

- Hagamos lo siguiente. Va a viajar usted, si no tiene inconvenientes por supuesto, a Nova Iguacú a entrevistar a Goncalves. Si él puede aportar algo importante continuamos, sino terminaremos aquí y enviamos esta investigación al archivo, para que algún alma infortunada, dentro de treinta o cuarenta años, la desempolve y llegue a la misma conclusión que nosotros. Haga los arreglos María y tómese una semana para el viaje, luego veremos.

El taxi se detuvo frente a aquella casa en la intersección de Rua Batista y Rua Isabel Pedrosa, un barrio típico de clase media de Nova Iguacu. Eran las tres de la tarde de un sofocante día de sol. María despachó al auto y luego se encaminó hacia la puerta indicada. Golpeó y al cabo de unos minutos, un hombre moreno de cabello canoso y piel arrugada la atendió.

- ¿Geraldo Goncalves?

- Si señora, la estaba esperando. Pase usted por favor.

La casa era modesta, pero limpia y ordenada. Geraldo vivía con su madre, una mujer muy mayor, y con una de sus hermanas, que no estaba presente en ese momento. Ambos pasaron a la sala, y luego de ofrecerle un refresco comenzaron a charlar sobre el tema en cuestión.

- Señor Goncalves, sabe usted que hemos estado buscándolo desde hace un tiempo. No fue nada fácil.

- Me dijo usted señora que era en referencia a Las Acacias. ¿Verdad?

- Así es, pero no tiene que preocuparse usted. Voy a explicarle en detalle. Trabajo para la redacción de un periódico de Buenos Aires, y estamos interesados en localizar a una persona con la cual usted ha tenido contacto hace algunos años y bueno, en realidad es usted la última esperanza que nos queda para tratar de localizarla.

- ¿De quién se trata? -agregó Geraldo en perfecto castellano.

- ¿Recuerda usted a Ricardo Hubert?

Geraldo meditó unos segundos y luego agregó.

- Claro, como no voy a recordarlo, Ricardo, aquel periodista que estuvo durante una temporada en las islas. Sí. Tantos años han pasado y tantos recuerdos de aquella época.

- Bueno Geraldo -interrumpió María- ¿Puedo llamarlo por su nombre verdad?

- Por supuesto señora.

- Bien. Le decía que estamos interesados en localizarlo. Hace varios meses que seguimos su historia. Inclusive hemos entrevistado a otros pobladores de la zona y todo ahora nos lleva a usted. Tal vez tenga alguna información que nos ayude en su localización.

- Hum, es difícil -agregó Geraldo- pero bueno, vamos a ver qué podemos hacer.

- ¿Cuándo fue la última vez que lo vio, lo recuerda?

- Sí. Fue el día de su partida de Las Acacias. El hombre estaba realmente destrozado.

- Habla usted muy bien el español, Geraldo -agregó María al margen y muy sorprendida- casi se diría que no tiene acento portugués.

- Son muchos años señora. Más de la mitad de mi vida la pasé en esas islas. Aunque al comienzo me costó bastante. Muchos me decían que no se entendía cuando hablaba -agregó sonriendo- pero bueno, el tiempo se encarga de corregir muchas cosas. Otras no.

- ¿A qué se refiere con otras no?

- Los recuerdos. Sobre todo, cuando son agradables.

- Entonces la pasó muy bien en aquel lugar.

- Fue muy duro, sobre todo en los últimos años. Pero en general guardo buenos recuerdos, sobre todo porque gran parte de mi vida quedó en Las Acacias.

- Qué lugar ese -agregó María- toda la gente que he entrevistado guarda, en la mayoría de los casos, el mismo sentimiento. Debió haber sido una época maravillosa o bien algo en sí guardaba aquel lugar, para que todos tuvieran la misma opinión.

- La gente era el secreto. Gente maravilhosa. Muy servicial. Podemos decir que era una gran familia y cada cosa que a alguno le pasaba, la sentíamos todos en carne propia. Si además le agrega medio en que vivíamos, entonces va a encontrarse con la conjunción perfecta. No hay otra cosa.

- ¿Cuántos años vivió allí, Geraldo?

- Déjeme ver … más o menos treinta. Y ahora tengo cincuenta y siete, así que puede decirse que la mayor parte de mi vida.

- Vida difícil, de mucho trabajo.

- Seguro. Todo fue difícil. Inclusive hoy es bastante complicado.

- Antes de retomar el tema, ¿Puede contarme cómo fue su vida? Veo que puede ser muy interesante para nuestra historia.

- Mi familia es originaria de Ouro Preto. Una localidad no muy lejana. Éramos cinco hermanos y por supuesto mis padres. Mi padre trabajó toda su vida en la industria maderera, recalando de fazenda en fazenda. El río era su mejor aliado. Conocía al río más que a sus propios hijos. Y de esta forma nosotros también fuimos aprendiendo de él. Todas las bondades que el río ofrecía, fueron asimilándose. Aunque no todo era bueno. También tomamos las cosas no tan buenas. Pero lo principal era que el río daba trabajo y de él vivíamos.

- ¿Empezó muy joven a trabajar?

- No quedaba otra opción. Desde los diez años, alternando estudios, dentro de lo posible …

- Pero era necesario …

- Seguro. Así fui creciendo, junto con el río. Pero un buen día, guiado tal vez por algunos dichos que circulaban por el lugar, decidí ir a probar suerte a otros lugares. Conocí una persona que me dijo que había una buena paga en la zona de la Ilha do Bananal.

- ¿Dónde queda eso?

- Eso queda en las proximidades del mismísimo infierno. Casi en el límite, por no decir que forma parte de él.

- Un cambio bastante importante, quiero creer. ¿Verdad?

- Mire señora, yo no encuentro palabras hoy, luego de cuarenta años para describirle aquel lugar. Era una fazenda a orillas del Araguaina. ¿Sabe usted qué es el Araguaina?

- Un río, por cierto.

- No. El Araguaina no es un río. Es el propio demonio. Pero yo no lo sabía. Y si lo sabía no quería entenderlo. Imagínese a un joven de dieciocho años, con toda una vida por delante y con el espíritu de progresar luego de ver que se trabajaba de sol a sol y poco era lo que se obtenía. Cualquier cosa era mejor que lo que uno poseía en aquel momento.

- Entonces se fue al Araguaina

- Así es. Viví allí unos dos meses, que parecieron cuarenta años. Al comienzo todo era maravilloso. Trabajaba de peón y la paga por cierto era bastante buena. Claro. No había muchos candidatos para realizar aquellas tareas. Eran tan grande la felicidad que tenía, en los primeros tiempos, que cuando pude darme cuenta que el río me estaba devorando, ya era tarde. El Araguaina guarda muchas cosas. Calor. Un calor indescriptible. Sofocante. Uno en cierta forma se acostumbra. O no. No lo sé aún. No creo que alguien pueda acostumbrarse a eso. Pero bien. Yo llegué pesando unos ochenta kilos. Cuando partí, dos meses después, pesaba cincuenta y cinco. Un verdadero desastre. Todo empezó al mes de estar en el lugar. En una tierra donde todo crecía. La vida en su máximo esplendor. Cualquier cosa que plantara, en menos de una semana había brotado y alcanzado tamaño inimaginable. También la enfermedad brotaba. Empezó con cansancio y somnolencia. Luego cosquilleo en todo el cuerpo y finalmente la fiebre. Lo veía en otros, porque nunca recordé mis peores momentos de fiebre. Cuarenta y dos grados en el cuerpo y casi cincuenta en el ambiente. Y así todo temblaba de frío. Las mantas no alcanzaban para contrarrestar el terrible frío que uno sufría. ¿Medicamentos? Casi no había y los que habían de poco servían. Uno se recuperaba luego, pero al poco tiempo otra vez volvía a caer peor. Y era un devenir de situaciones incontrolables, que solo la partida podía amedrentar. Pero uno se recuperaba y pensaba entonces que tenía todo bajo control. Y en el momento menos indicado, cuando ya estaba con toda la fortaleza a flor de piel. ¡Zas! Otra vez la peste. Que lo iba consumiendo. Poco a poco y sin darse cuenta. Mucha gente moría, sobre todo los más débiles. Los más fuertes íbamos cayendo poco a poco en tal condición y si uno no se daba cuenta en el momento exacto, sucumbía también. Otra lucha eran los insectos. Mosquitos. ¡No! Aquellos no eran mosquitos. Eran puñales. Día y Noche. La piel curtida por el sol se cubría de callosidades que, con el correr de los años lo hacían a uno algo indemne a tales situaciones, pero solo algo. Fue una época muy difícil. La más complicada de mi vida.

- ¿Cómo se dio cuenta de lo que estaba pasando?

- No lo sé. Fue un momento de lucidez. Un buen día pasó un buque que llevaba madera en contra corriente, hacia el sur. Y en un instante comprendí que era mi oportunidad de salir del infierno. Esa mañana fui a ver al capitán del barco y le pedí que me llevara. Hasta estaba dispuesto a pagarle por el servicio. No hizo falta. Creo que se apiadó de mí. Me dijo que esa tarde partiríamos. Entonces fui a la fazenda, tomé las pocas cosas que tenía, le pedí mi paga semanal al capataz y a la hora indicada abordé el barco. Luego de siete días llegamos a las nacientes del Araguaina, y tras deambular de pueblo en pueblo por una selva virgen y agresiva, llegué al curso medio del Paranaiba. Y continué mi camino, queriendo salir a toda costa de aquel medio insoportable, recalando de buque en buque, y pueblo en pueblo. Fui bajando luego por el Paraná, trabajando en alguna que otra plantación, pero siempre buscando otro destino, sin detenerme demasiado tiempo en cada lugar. Fue así que conocía a una persona que me dijo que estaban necesitando gente en el delta, y así llegué a Las Acacias. Ahora imagínese usted señora, luego de haber vivido ese tiempo en el Araguaina, llegar a un lugar como el delta del Paraná, donde estaba todo lo que yo buscaba, río, trabajo, buen clima, era el paraíso. ¿Cómo no iba a quedarme por treinta años? Comprendí que el esfuerzo, que había sido inmenso, con todo lo que esa palabra significa, había dado sus frutos. Fue una época maravillosa. Los diez primeros años en Las Acacias son inolvidables y siempre los llevaré guardados en mi corazón hasta el día que me toque dejar este mundo.

- ¿Porque habla usted de los "primeros diez años"?

- Por lo que le dije anteriormente. Éramos una familia y con el tiempo, la gente se fue yendo de allí o muriendo en otros casos. Yo no podía entender que hubiese un mundo mejor a aquel. Luego fue cambiando todo. Don Sini, mi patrón y Doña María, decidieron ya cansados radicarse en la ciudad. Me dejaron el paraje a mi cuidado, y finalmente, me dediqué a la madera. Talaba y comercializaba, pero el tiempo fue dando cuenta de todo lo demás. Un buen día recibí carta de mi familia, ya radicada aquí, en Nova Iguacú, diciendo que mi madre, muy anciana estaba bastante enferma. Así que vendí todas las tierras y con lo poco que obtuve regresé a mi país, y aquí estoy. Viviendo con mi bendita madre, que con sus casi noventa años aún sigue con nosotros.

- ¿Y ahora de qué vive?

- No crea que del río, no. Eso es cosa del pasado. Ahora tengo un pequeño comercio y con eso más o menos nos mantenemos.

- Una vida asombrosa realmente …

- No sé si asombrosa, pero sí puedo decirle que movida y llena de condimentos. No me quejo. Soy bastante agradecido con la vida que he llevado, aunque algunas veces se hizo muy difícil. Creo que el punto de inflexión está en aquella mañana en la que decidí partir del Araguaina. No hubiese vivido muchos años más si me quedaba allí.

- Volviendo un poco al tema. ¿Qué puede decirme de Ricardo Hubert?

- Hubert llegó un día a Las Acacias buscando no sé qué cosa, una historia o algo así. Estuvo, unos meses, no recuerdo exactamente cuánto, pero en ese breve lapso nos hicimos amigos. Era un hombre muy tranquilo, bondadoso y muy servicial. Pero un día todo cambio. Fue de repente. Sabe usted, él estaba enamorado de una mininha que trabajaba en el almacén. Una joven encantadora, que se llamaba … Laura, si mal no recuerdo …

- Laura Ezcurra. ¿Qué sabe de ella?

- Muy poco, casi nada. Creo que era de la zona de Zárate o Campana, pero no creo recordar nada más, en realidad, nunca se supo mucho de ella.

- Continúe por favor …

- Le decía que un día todo cambió de repente, ella le dijo que debía partir y el joven se desesperó, sobre todo porque ella no quiso que la acompañara. No sé bien cuál era la causa. Pero todo esto sucedió de un día al otro. A la mañana siguiente, ella ya no estaba, y ese mismo día Hubert también partió. Apenas se despidió de la gente y nunca más volvió por Las Acacias.

- ¿Le mencionó en algún momento, digamos antes de este hecho, alguna cosa acerca de su familia, amigos, conocidos, lugares donde pudiese haber ido?

- Él vivía en Buenos Aires, pero acerca de su familia o conocidos como usted dice, realmente si lo dijo, no me lo acuerdo.

- ¿Y de Laura Ezcurra? … Usted dijo que también muy poco sabía … pero trate de hacer memoria …

- Humm … no, no recuerdo nada. Ya le dije de dónde venía, pero creo que nada más. Aunque si no me equivoco, creo que tuvo algún problema familiar, como que estaba enemistada con sus padres, algo de eso, pero sinceramente nada más recuerdo.

- ¿La volvió a ver?

- Nunca más.

- ¿No le resultó extraño que una joven con un respaldo económico importante, como Laura Ezcurra estuviese trabajando en las islas, teniendo tal vez otro tipo de oportunidad en la ciudad?

- Puede ser. En realidad, lo hablamos con la gente de Las Acacias en algún momento. Pero mucha gente trabajaba de esa forma en aquella época. Tal vez sí llamaba la atención un poco.

- ¿Existe la posibilidad que Laura tuviese algún tema o una historia por aquellos lugares? Porque a mí ese tema no me cierra. Ninguna de las personas que entrevistamos no supo nada más de ella. Algo distinto sucedió con Hubert. Hemos podido seguir sus pasos algún tiempo después de abandonar Las Acacias. Pero de ella, nada.

- Sé que aquella mañana, muy temprano, tomó una lancha en Cuatro Bocas, pero no sé en qué dirección. Eso es todo lo que recuerdo.

El diálogo entre María y Geraldo continuó abordando otros temas e historias inolvidables de Las Acacias. Pero acerca del tema en cuestión, nada más. Luego María partió y dos días después, junto con Paolo Montesini, intentaron reacomodar un ovillo de muy difícil resolución. El camino parecía cerrado. Hasta ese momento, aunque alguno que otro, ya tenía la información suficiente.

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